miércoles, 19 de diciembre de 2012


FILOSOFÍA-HISTORIA, PUNTO DE APOYO
ENTRE LA VERDAD Y EL ALMACÉN DE ERRORES

Por: Noé Cano Vargas
Óclesis


Fuente de Imagen:
http://www.ucm.es/info/mestmed/
La metafísica y la gnoseología elaborada por José Ortega y Gasset no es un corpus sistemático, más bien se trata de un trabajo fragmentario divulgado principalmente en revistas y diarios de la época. En una primera etapa, en la que el pensador español se encontraba imbuido de neokantismo marburgiano, defendió una tendencia objetivista que llegaba a colocar por encima de la personas a las cosas mismas. Sin embargo, ya para 1914, su pensamiento daría un interesante giro hacia una dimensión más propia cuando afirma que la realidad radical es el encuentro del yo y las cosas. De ahí su tesis: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”. El yo es inseparable de las cosas y sólo lo conocemos en su integridad, cuando lo descubrimos en relación con las cosas que nos rodean. Por ello, “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre” (en Colomer, 1982, vol. XXX: 9444).
                Partiendo de lo anterior, la vida involucra cosas que hay que tomar en cuenta, el hombre y sus circunstancias son diferentes en cada caso; partiendo de lo factico, es decir, de un hecho cualquiera, las cosas que convergen en cada individuo lo encasillan a comportarse de cierta manera, es esa la actitud vital que proyecta en el mundo, sin embargo, cuando observamos el comportamiento del hombre, ¿cuál es el punto de apoyo que le permite actuar ante una situación determinada?
En tiempos pasados, el punto de apoyo se encontraba en la filosofía y en la historia; la filosofía al estudiar los problemas fundamentales del hombre, lo hacía con el fin de establecer principios racionales que orientaran el conocimiento de la realidad y la forma de actuar con el mundo, pero este saber en el que convergen las cosas y el pensamiento humano, necesita, al evocar el pasado, de la historia, “Esa colaboración de meditaciones precedentes le sirven, cuando menos, para evitar todo error ya cometido, y da [a] la sucesión de los sistemas un carácter progresivo” (Ortega, 2002: 5).
Entonces para Ortega, la historia del hombre es también la historia de los errores que hemos cometido, pero eso no es lo relevante, sino la forma en que, por medio de la razón —aunque hoy la moda es hacerlo sin ayuda de ésta—, creamos estratégicamente artificios o “discursos para justificarlos”. En cierto sentido esto se refleja en la frase de Sófocles “Nada acontece en la vida de los mortales exento de desgracia” (en Shlain, 2000: 15); las desgracias son encubiertas mediante justificaciones elaboradas a través de discursos hechos por el individuo en afanoso anhelo de no volver a cometerlos, discursos para transformar nuevamente su realidad, para lanzarse hacia adelante, hacia el progreso; por eso la historia es reinterpretada por cada generación.
La historia, el discurso y su justificación será verídica y tratará de ser comprendida si se basa en razones de peso universal y no solo en motivos personales, las razones fundamentadas sin duda alguna se encuentra en el pasado, en la historia misma; por tomar una expresión popular, se dirá que “el que no oye consejos, no llega a viejo”; visto de otro modo, el que no contempla y aplica el amplio repertorio de conocimientos expresados en un lenguaje, ya sea oral o escrito, dejado por los ancestros que vivieron en espacio y tiempo antes que nosotros, se asemeja a la silueta de un barco a la deriva sin anclas ni astros que lo guíen a un puerto paradigmático, solo dejándose arrastrar por las velas en medio de los afanosos y volubles vientos de su propia época.
En estos tiempos —y en los que el mismo Ortega vive—, todo parece apuntar a que hemos perdido el punto de apoyo que coadyuva al hombre ha comprender su realidad, ya que “este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, [se entrega] dócil a todas las disciplinas llamadas ‘internacionales’” (Ortega, 2002b: 94); como borregos que necesitan ser llevados por algún camino, muchas personas viven sin cuestionar ni objetar, no hablan, no critican, no debaten, no discuten, al menos por las razones lógicas y supuestas, solo ven motivos, excusas y la justificación distorsiona los hechos a conveniencia, ese es el juego.
El hastío, las presiones, los problemas, enmarcan la vitalidad humana hacia dos extremos: éxtasis o estado de frustración, siendo más acentuado el segundo debido a que en la actualidad sólo se percibe una actitud de estancamiento provocado por la bárbara exterioridad del mundo (post)moderno; sin historia y su vuelta al pasado, el individuo “[…] más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un ‘dentro’, de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa [víctima de su propio discurso, Óclesis dixit]” por haber perdido su ancla con el pasado, por dejar de ver razones y exponer solo motivos, por dejar de ver en la historia su punto de apoyo (Ortega y Gasset, 2002: 94).
Podemos concluir diciendo que hacer filosofía es un regreso al origen de su tradición. Por eso el filósofo busca sumergirse en el origen de la filosofía, a fin de volver desde allí al presente. Cada sistema no es distinto del anterior, sino que en cierto modo es el anterior, porque lo conserva en la forma por los menos para evitar sus errores. De esta manera comienza la filosofía acumulando el pasado e integrándolo en cada innovación. La historia se revela a sí misma como progreso y no como mero cambio. Hasta el siglo XVIII, la historia de la filosofía no es la del pensamiento en progresión; el pasado se presenta como un almacén de errores, frente a los cuales la filosofía vigente entonces se levanta y contrapone como la verdad.
Aunque se diga que Ortega es un ingenuo que se empeñó en encarnar una alternativa moderada, civil y reformista, en momentos en que ésta no tenía la menor posibilidad de concretarse en la realidad española, no cabe la menor duda de que es uno de los más grandes filósofos españoles. Nació en 1883 y murió en 1955 en Madrid. Durante su niñez se crió en un ambiente literario y político. Estudio en el Colegio de los Jesuitas en Miraflores del Palo (Málaga), después en Deusto y luego en la Universidad de Madrid; se licenció en Filosofía y Letras en 1902 y se doctoró en 1904 con una tesis sobre Los terrores del año mil. De 1905 a 1907 estudió en Alemania, en las universidades de Leipzig, Berlín y sobre todo en Marburgo, donde fue discípulo de los neokantianos Cohen y Natorp.
Fue gran maestro de varias generaciones españolas e hispanoamericanas, sus tesis intelectuales aparecieron en un momento en que existía en España una inmensa preocupación por reconstruir su cultura y por abrirse a Europa.

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COLOMER, Eusebi (1982): “Ortega y Gasset (José)”, Gran Larousse Universal, vol. XXX, pp 9444-9446. Madrid: Plaza & Janés.
ORTEGA Y GASSET, José (2002): El tema de nuestro tiempo. México: Porrua.
____ Ortega y Gasset, J. (2002b): La rebelión de las masas . México: Porrúa.
SHLAIN, L. (2000). El alfabeto contra la diosa: El conflicto entre la palabra y la imagen, el poder masculino y el poder femenino. Madrid: Debate.


sábado, 15 de diciembre de 2012


VECINDAD, MORBOSIDAD 
Y OTROS FETICHES

Por: Francisco Hernández Echeverría.
Óclesis

Fuente de imagen:
http://www.literatuya.com/informes-literatura/474_raymond_carver.htm
Con solo leer el título nos traerá de golpe el incómodo altercado suscitado durante el cierre de la Cumbre Iberoamericana del 2007 en la ciudad de Santiago de Chile, en la que un ridículo personaje pasado de moda, no elegido democráticamente (¿qué hacía allí entonces?) y al que algunas distraídas e infantilizadas mentes aún en estas tierras, llaman “rey”, quiso callar despóticamente al presidente de Venezuela Hugo Chávez, con un “¿por qué no te callas?”.
En efecto, bajo el epígrafe de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1988, Anagrama) el escritor Raymond Carver fatalmente nos remontará a esa cáustica enfermedad, a propósito de la temática de este número de Óclesis, que no hemos podido abolir del todo tanto del inconsciente colectivo del invasor como del nuestro, el que todavía crean que tengamos que acatar las bárbaras disposiciones de alguien que aún se cree monarca colonial y se hace el “olvidadizo” de que sus ancestros provocaron el peor holocausto contra nuestra gente, superando incluso los del propio Hitler y Stalin.
No obstante estas accidentales y lamentables consideraciones, Carver con esta colección de cuentos nos presenta esa otra enfermedad de la desintegración de la sociedad moderna: marginación, sociedad excluyente, “separación hombre-naturaleza, indiferencia por ritmos biológicos y cósmicos, progresivo, progresivo abandono de la actividad manual, aceleración de los cambios en la estructura y dinamismos sociales, sin tiempo para adaptación, uniformidad en educación, ocio, trabajo, vestido y alimento” (Marina, 2004).
Influenciado por el célebre escritor ruso Anton Chékhov, Raymond Carver — desgraciadamente fallecido (1988) en el momento en que comenzaba a alcanzar el reconocimiento literario, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo— se caracterizó por utilizar como pincel la palabra cotidiana para pintar relatos que critican el insulso mundo norteamericano, que por ende colonial es el nuestro propio, y lograr magistrales finales inesperados, esa “inesperada capacidad de provocar una impresión fortísima, una indeleble conmoción” (2002). De ahí que se ha dicho que uno de los elementos más característicos de los relatos de Carver:

[...] es el profundo pesimismo que le distingue. La incertidumbre de la vida humana no parece dejar abierta posibilidad alguna de evasión. Pero a pesar de la realidad pura y dura de la vida norteamericana, y de la evocación casi continúa de situaciones patéticas (a menudo tragicómicas) y, es tal su habilidad para indagar en la psicología humana que siempre nos estremece con esa cotidianidad absurda [...] Es un gran libro de relatos. Carver tiene esa manera peculiar de ver la vida americana, la real, la de una clase media que no está en las grandes ciudades. Explota las atmósferas y te sumerge en un escepticismo descorazonador. Nos introduce en unas vidas dónde las pequeñas tragedias se perciben tras el velo de los personajes, dónde la miseria del alma se escapa por entre los rincones del libro (comentarios 2006: http://www.fnac.es/dsp/).

Fuente de imagen:
http://clubdecatadores.wordpress.com/2011/07/10/%C2%BFquieres-hacer-el-favor-de-callarte-por-favor-raymond-carver/
Destacado representante del Dirty realism (Realismo sucio), Carver nos presenta “una gama de anónimos perdedores de una sociedad que parece haberse olvidado de ellos: desempleados, alcohólicos, divorciados, seres solitarios que van hacia la deriva y que no tienen otra cosa que hacer sino mirar la televisión, evitando mirar a su propio interior y comprobar que no son más que sombras cargadas de desesperanza” (http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1556), o bien, de aquellos —como dice Hugo Presman (2006)— que a obligado el sistema a vivir “una especie de inmediatismo, entendido como la necesidad del disfrute repentino e ilimitado en tiempo y espacio”.
Ahora bien, muestra de lo anterior lo podemos apreciar en el cuento titulado “Vecinos”, tomado precisamente de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, una historia que nos hace conscientes de esa parte morbosa que todo humano tiene y que trata de oscurecerla inmediatamente por salud psicológica. Comienza con Bill y Arlene Miller, una pareja común, insípida, cuya acción se limita simplemente a correr como corre un hámster en su simpática rueca, por lo que a menudo se comparan con la apasionante e intrigante vida que lleva Jim y Harriet Stone, sus vecinos de enfrente. Una ocasión, los Stone se ven precisados a salir de viaje por un lapso de diez días y durante su ausencia los Miller cuidarían su apartamento y alimentarían a la mascota.
Desde el primer momento, los Miller exploran aviadamente el apartamento de los Stone, principalmente Bill, quien abre la nevera, se recuesta en los sillones y en la cama matrimonial, abre todos los roperos, vitrinas, recorre los cuartos, cocina, baño, y hasta se permite beber de las  botellas del mueble bar. Ningún rincón se salva de esa curiosa mirada, inclusive llega al grado de vestirse con la ropa tanto de Jim como de Harriet. Como si a través de este ritual pudiera atravesar la intimidad de sus célebres vecinos.
También Bill realiza pequeños hurtos, como es el caso del frasco de píldoras de Harriet o unos cigarrillos del cajón junto a la cama. Cada vez que incursiona en el apartamento de los Stone o sencillamente con mirarlo, es un pretexto para que Bill le haga el amor a su esposa. De esta manera, fetichismo, erotismo, parafilia, travestismo, fantasías, objetos e intenciones de masturbarse en ese ambiente ajeno, confluyen para dar forma a una patológica atmósfera que Carver se encarga de restregarnos en la cara para comprender que no sólo sucede esto en la sociedad estadounidense sino en todo tipo de sociedad que la tenga como modelo.
El encuentro de unas fotos, después la cuestión de que si los Stone volverán o no, son situaciones que se van entrecruzando, pero que dejan un final abierto, ilógico, notablemente enigmático, que no dice absolutamente nada, pero que no impide que el espectador se reconozca en esos “dramas triviales que, por habituales, ya casi han dejado de sorprendernos”.
Es tan magnífico el relato, que inclusive el lector llega a sentir cómo violenta de la mano de los personajes principales la intimidad de un hogar ajeno, faltar el respeto a la vecindad, dejarse llevar por la seducción que produce voltear la mirada hacia ese “otro yo” que aparece cuando irrumpimos un espacio que no nos pertenece, como si a través de mirar y tocar los objetos ajenos pudiéramos arrancar cierto secreto al otro, un toque de fantasía que en boca de Arlene dice correctamente: “Es extraño [...] Ya sabes... entrar así en casa de alguien”.

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CARVER, Raymond (2002): ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Madrid: Anagrama.
MARINA, Pedro (01 de diciembre, 2004): “Aspectos socioculturales de la enfermedad”, en Universidad de Oviedo (España). Obtenido el 23 de marzo de 2007, desde: http://www.uniovi.es/psiquiatria/docencia/material/Psicomedica/PM_SocioCultEnfermd.pdf
PRESMAN, Hugo (2006): “Víctor ‘Frente’ Vital”, en El Ortiva (Buenos Aires). Obtenido el 13 de enero de 2008, desde: http://www.galeon.com/elortiba/cumbiavi.html

jueves, 13 de diciembre de 2012


Mascada

Por: Hugo I. López Coronel.

Fuente de imagen:
http://lsgtestimonios.wordpress.com/verdadera-historia-de-un-falso-nagual/
Convinieron el precio, caminaron, casi sin mirarse. Un pasillo largo después del pago, un cuarto apenas iluminado. Ella da vuelta al seguro de la puerta, él mira al rededor. Ella se recuesta y empieza a desnudarse, abre las piernas y lo llama. Él mira, un sabor común en la boca. Lentamente se quita los pantalones, la camisa y descubre una mascada amarrada al cuello. Ella se acomoda sobre la cama, él sobre ella. La erección y la penetra. Todo normal en ella: sensaciones, sentimientos, gustos… Le ha inquietado la mascada en el cuello de él. Las penetraciones se vuelven aceleradas. Ella mira la mascada, algo le atrae, una inquietud extraña, nunca pone atención a detalles en los clientes. Él empieza a jadear, cada vez son más bruscos los movimientos, intenta introducir el cuerpo completo, jadea, extasiado. Ella, por momentos siente esa fuerza, pero su mirada sigue en la mascada, su color, las figuras en ella, ¿qué cubre?, piensa. Una cicatriz, alguna deformidad, ¿cuántas cosas se pueden esconder bajo un trozo de tela? Él ya arremete con una intensidad descontrolada hasta que, en un grito, deja venir el líquido seminal, respira aceleradamente, se desprende y se acomoda al lado. Ella toma papel y se limpia repetidamente la vagina, arroja el papel, desamarra las pantaletas de la pierna y se cubre. De reojo lo mira, la mascada amarrada a su cuello. Un instante en silencio, él se pone en pie, se viste hasta la cintura, apenas la mira. Ella se sienta y empieza a vestirse. ¿Por qué la mascada?, pregunta, se pone en pie. Él sonríe, ella siente esa sonrisa, percibe miedo. Él va hasta el rincón de la habitación donde una silla, se pone los zapatos. ¿Sabes qué es un amocuale? Dirige la mirada hacia ella, sus ojos son oscuros, rojizos. Ella camina hacia la puerta, siente la necesidad de salir. No, la verdad no, su tono nervioso. Él se pone en pie y empieza a desamarrar la mascada. ¿Morena, quieres que te enseñe un truco? Se quita del cuello la mascada y la enreda entre sus manos. En la semioscuridad de la habitación, ella ve crecer tras él una sombra que llega hasta el techo, ya en la puerta quita el seguro. Ven, la voz se ha vuelto ronca, no te pasará nada, la sombra casi abarca la habitación completa. Ella abre la puerta…             

No lo entiendes, solo dormías, tu semblante envuelto en la pasividad desde mis ojos. Tu breve boca, tu breve aliento sobre la almohada de mi tiempo, tú, breve, breve como el hilo de agua sobre el arrollo, creatura, expuesta a mis brazos, a la fuerza de mis puños sosteniendo el mundo, girones y mi mirada contemplando tu cuerpo extendido sobre mi sombra.
Ah. Conciencia, buscas mi tacto para merecer la noche,
cuando la serpiente adormece al salvaje.
¡Qué artificio evapora a las palabras si al volver la distancia
 aún queda el rastro de los pasos. ¿Te dije de la isla que habita en el centro, de la montaña esbelta y sus cumbres, de los aclarados vientos del tiempo? No hace falta mentir, porque no lo entiendes. La lleva semiinconsciente hasta la cama, la deja caer. Va hasta la puerta, la cierra y pone seguro. Llega hasta ella y se acomoda a su lado. Voy a contarte desde el principio por qué la mascada.


Tehuacán, Puebla.
10 de mayo de 2009

miércoles, 12 de diciembre de 2012


Mi vida con un pendejo


Por: Federico de la Vega

Fuente de imagen: Tomada de http://historiadegrupo.blogspot.mx/2011/04/la-otredad.html

Por lo menos no eres una especie silvestre de pendejo. Tú sí que tienes clase para ser pendejo. Mira que quedarte de nuevo así no es fácil, no cualquiera lo lograría. Y ahora qué vas hacer, dime, si te has dejado solo hasta los huesos. Vaya que tienes huevos. Ponerte de pechito a la menor provocación para que te destrocen… qué imbécil eres. No, qué pendejo eres, ya lo habíamos dicho. Vaya que no discriminas; no te importa que sea mujer, amigo, o un niño cualquiera que pasa por la calle. Siempre te vas de cabeza, como si te arrojaras porque sabes que es un método fácil y accesible para caer en la angustia. Después te conformas con quedarte aquí echado durante días, sin ducharte, sólo fumando a lo bruto, con la mirada perdida en la locura.
Levántate. Deja de pensar en ellos, mira, es muy fácil: tú te prestaste y te ejecutaron, así es la cosa.  Ahora ya sabes que para la próxima tú no colaboras. Llévame a comer antes que yo también te deje. Llevamos cuatro días sin un bocado. ¿Te digo algo? Quizá todos ellos tuvieron razón al dejarte; comienzo a pensar que estás muy cerca de lo insoportable. Si un genio me ofreciera mis tres deseos, los tres los gastaría en tu contra: primero sepárame de este pendejo, después llévatelo a donde no pueda volver a verlo en  mi vida y, por último, borra cualquier recuerdo que tenga de “mi vida con un pendejo”. ¿Sabes lo qué pensaría el genio, qué me diría? - Este pendejo necesita una vida nueva. Y todo por tu culpa, pendejo. O sea que ya levántame de aquí, antes de que reviente. Vamos, por qué no me lees ese último libro que escribiste. ¿Tienes miedo a que  piense que es un libro igual de pendejo que tú? Eso piensas después de leer la última novela de Javier Marías, ¿vedad? Sabes que no es así; lo haces bien. Lo que hace la diferencia es que ese tipo dice cosas inteligentes, pero en el fondo es lo mismo que tú; quizá hasta le lleves ventaja porque seguramente él es una de esas especies ordinarias.
Está sonando el teléfono, deberías contestar; si alguien llama es que está preocupado por ti, seguramente alguno de tus amigos, o tu novia. ¿Ves por qué te digo las cosas? Primero lo jodes todo, sin vacilar. ¿No me dirás nada? ¿Quieres hablar de lo que hiciste? Vamos, escucho. Te advertí que no fueras con esa muchacha, siempre que la ves te hace daño; pensaste que esta vez iría enserio, ¿cierto? Tomaste tu mochilita para escapar con ella, ¿hasta dónde pensabas llegar, pendejo? Te dejó en la primera parada que hicieron para cargar gasolina; ni siquiera cruzaron la frontera del estado cuando ya estabas liquidado. Estás bastante grandecito como para que a estas alturas alguien te dore la píldora, con palabras bonitas en una cantina. Bruto, eres un bruto. Hasta las seis de la mañana cantándole al oído, pero si estaban bien borrachos, ¿cómo se te ocurrió que pudiera estar hablando en serio? ¿Qué, te besó, verdad? ¡No asientas! No quiero saber nada de tus porquerías, animal; siempre pides gato cuando te dan liebre, pero si eres un bruto. Qué cagado te veías saliendo de casa, tras ella, con los ojos cándidos, como de perro; cuando no soporté más la risa fue en el momento que dijiste “yo pago todo” mientras subías al automóvil, ahí sí que te pasaste de pendejo. Al cabo de unos cuantos kilómetros, la patada en el culo; es lo menos que mereces. Acepta de una vez por todas que tu personaje nunca debutará en éste escenario. No me veas así, digo la verdad. No, no, no, ni se te ocurra sospechar que sucederá eso que estás pensando, cambia esa mirada; bueno, a ti qué te obliga ser tan pendejo; por supuesto que ahora sí no regresa. ¡Te abandonó, idiota, a mitad de la carretera!
De nuevo está sonando el teléfono. Sí claro, mándalos al carajo como lo hiciste el martes; no será la primera vez. Sabes bien que tus amigos del café son leales; con nadie más puedes hablar de literatura seria en esta ciudad; es de lo que abusas, por fin encuentras a dos grandes amigos que te quieren y los votas a la chingada apenas ella asoma su nariz; y tu novia, que es inteligente, guapa, te quiere bien, la mandarás a volar igual que lo has hecho con las dos anteriores ¿me equivoco? Anda, contesta. Esta vez es ella quien golpea la puerta, escucha cómo grita tu nombre. Si no abres pensará “va a suicidarse este pendejo”. Te gusta que piensen eso, es pura lástima lo que pides a las personas que están cerca de ti. Se cansarán un día y no habrá quien te saque de aquí. Déjate de pendejadas. Piensa en lo que diría mamá, si te vio cuando eras un chico guapo, alegre, capaz de cualquier cosa choncha, ¿me estás escuchando? No, tú nunca escuchas cuando sabes que te atacan con la verdad; prefieres quedar como la víctima del cuento. Deja de encender cigarrillos; a qué quieres ir a un hospital, si allí todo duele, desde la entrada; luego quién pagará ese dinero, pendejo. Echarás todo a la mierda.
Mira, préstame atención un segundo; si no te gusta lo que te digo me mandas al carajo. Apaga ese cigarro, hablo enserio. Sacas ese cuento que trabajabas antes de que se te atravesara esa ninfa. Mientras te duchas yo les habló para encontrarnos en el café. No te preocupes, si nos preguntan algo les inventamos un resfriado, a todo mundo le ocurre; con la cara que traes pensarán que aún tienes algo de fiebre.

Colaboración para la revista Óclesis 7.

sábado, 8 de diciembre de 2012


La otra melancolía: Soledad, arte y locura

Por: Martha Ordaz.

Obra gráfica de Gustavo Mora publicada
en la Revista Óclesis 6
La Modernidad trajo el concepto de psicosis y de su mano llegó la ambigüedad y el prejuicio. Hoy, definir la locura requiere un cauteloso recorrido histórico, médico, científico y antropológico. Aún así sería necesario marcar un sinnúmero de especificaciones para medianamente lograr algún resultado; obtendríamos confusión, y apenas un recuento de sus muchos rostros.
El carácter coloquial y hasta doméstico del vocablo resulta paradójico frente al matiz ajeno que va tomando en cuanto queremos definirlo. Parece la locura inasible por una parte y, por otra, demasiado familiar; tanto en la Antigüedad como en la Edad Media la locura estaba lejos de ser asociada siquiera con la sanidad; su naturaleza era demoníaca: el loco era un poseso de las fuerzas malignas, se trataba, claro, de la locura “evidente”, la de la extrañeza, los gritos, los arrebatos; sin embargo, no hay que olvidarnos de la otra: la silenciosa, la que apenas colindaría en las ambivalencias morales o las excentricidades del espíritu. Vayamos hacia el tiempo de la confusión.
Durante los siglos xvi y xvii los locos eran encadenados y aislados. Philippe Pinel, médico francés con una visión revolucionaria, entraba del brazo del pensamiento científico cuando decidió quitar las cadenas a los enfermos en l790 y establecía una nueva perspectiva basada en observaciones clínicas con pretensiones objetivas.
Más tarde, en el siglo xviii, se veía a los locos como enfermos mentales y fue el momento en el que serían llamados lunáticos. La influencia perniciosa de la Luna desplazaba a los demonios a un paso de distancia del Medioevo, en pleno xviii: el tiempo de la exaltación del espíritu humano.
De las cadenas que Pinel pretendió erradicar con su innovación pisicológica ha permanecido su metáfora: la idea del manicomio y, más lejos, el acto mismo de la segregación social.
El aislamiento todavía hoy es una herencia del Medioevo como el símbolo máximo del temor al contagio. La lepra, el mal de aquellos siglos, significaba la condena al aislamiento; el razonamiento general desecharía en segundos la ingenua insinuación de la locura como mal por contagio, pero lo cierto es que la sociedad tiene sus únicos y auténticos razonamientos donde el loco es la amenaza.
Así coexisten los argumentos que lo aíslan para su tratamiento y curación (lejos de su reintegración a la sociedad y a las economías) al tiempo que se protege también al mundo (supuestamente sano) del lastre social de estos individuos.
El loco ha perdido sus garantías y su voluntad. Nadie lo escucha, pues sus palabras resultan ininteligibles, sus argumentos caóticos y absurdos, y finalmente es desposeído de sus afectos materiales por no tener voz legal. El loco se vuelve una cosa para ver: para ser observado, documentado, analizado; es objeto y no más individuo. El dramatismo entre un caso y otro es tan vario como lo es en sí misma toda la clasificación de los transtornos mentales: infantiles, paranoides, neuróticos, orgánico-mentales, de la afectividad, de la ansiedad, de la personalidad, esquizofrenia, etc.
Entre el paciente que ha perdido el contacto con la realidad (psicótico[1]) y el que expresa un estado de malestar y ansiedad sin perder este contacto (neurótico[2]) se cifra toda la melancolía, la soledad.
Existe el loco que sueña, el que espera, el que crea; tanto como el peligroso que piensa y objeta; el que vive aislado en un mundo que le pertenece donde nadie ingresa porque él en parte así lo elige y porque nadie querría pertenecer a él.
Es virtualmente imposible establecer quién padece alguno de estos transtornos y quién no, aunque apenas un uno por ciento de la población es susceptible de padecer un trastorno de tipo psicótico, todos los demás estamos completamente abandonados a cualquier estadio de la neurosis.
Sin duda, uno de los mayores saldos de nuestra modernidad no sólo ha sido la renovación constante de la nomenclatura psicológica, sino también el llamado mal de la mente y del alma que ha acabado por generalizarse: la depresión, el más común de los trastornos mentales.
Si es éste el diagnóstico para las masas en los tiempos que vivimos, somos acaso todos locos y estamos todos solos. Compartimos la misma celda medieval y las cadenas en medio de un ruido blanco que está por encima de las voces. Los paralelismos entre medio urbano, tecnología y primer mundo en relación con la incidencia de la depresión son cada vez más evidentes y preocupantes.
De pronto el mundo moderno nos ofrece en una mano la maravilla de la ciencia, los adelantos tecnológicos y la infalible magia de los medios; y en la otra al hombre síntesis del confort y la competitividad: hombres y mujeres estresados y deprimidos; no olvidemos el crédito del Prozac y de toda la puntual ingeniería química que nos bendice desde los años cincuenta para acá.
Juan José Ipar pregunta si “¿sería posible, además, aproximarse a un psicótico sin intentar imponerle una valoración del mundo –la propia- presumiblemente mejor o más sana que la suya?”[3], a la que agregaríamos otra que queda para pensarse: si el arte, como un valor cultural y social, ligado a la entidad del loco, no está lejos de ser una imposición, sino peor: ¿no es un despojo?...
En medio de un vertiginosa vida del siglo xxi donde todos guardan en alguna parte algún extraño trastorno, el loco se mezcla entre la gente, se homogeniza; finalmente lo hace de forma natural porque está solo en un mundo deprimido y melancólico. A los locos los dejamos solos porque no oímos sus voces en medio del ruido de lo cotidiano, lo normal y común; los abandonamos.
Cuando pensamos en el “artista loco”, la idea de extravagancia es la primera en aparecer; personajes del tipo de Salvador Dalí son la muestra inequívoca, su “locura”, aun cuando nos parece incómoda y puede en distintos momentos apabullarnos, no dejan de ejercer una cierta fascinación sobre nosotros. Su locura no los despega totalmente de la realidad compartida por la colectividad, no en vano Dalí mismo se jactaba de ser el famoso Avida Dollars, un rasgo de excentricidad y de apego a lo real, apenas su caso se acomoda en distintos padecimientos de tipo neurótico.
No nos queda duda de la calidad de su trabajo plástico, y tampoco de su locura. La crítica lo admite loco y artista; sin embargo, cuando hablamos de términos como el de l’art brut aparece la controversia. La discusión se sostiene en dos extremos: el primero plantea que el arte de los enfermos mentales no es arte en sí mismo por obedecer únicamente a un ejercicio terapéutico sin valor estético, sin lineamientos y sin argumentación—la clave del arte postmoderno—, y el segundo extremo exalta el valor artístico de estas manifestaciones sin obedecer a la integración o no del autor en un medio cultural y social.
El arte como tal exige del autor una primera condición, la conciencia de crear; partiendo de esto es oportuno preguntarnos si el artista “común” y el enfermo mental comparten esta conciencia. Cierto es que el enfermo mental —me refiero a los casos de los talleres creados para terapia— de alguna forma es presentado ante la posibilidad plástica por su terapeuta, es decir, no es él quien decide hacerse de lienzos o la compra de estos o aquellos materiales (a diferencia del artista que se asume creador).
Sin embargo, ambos frente a los materiales y al lienzo tienen la plena libertad tanto de materiales como de colores y, por supuesto, de técnicas. No sólo en materia de la “materia física”, sino en un plano más lejano y complejo, el plano en el que radica el arte en esencia: la argumentación.
La elección de lo que se plasmará, el tema, la metáfora o, más simple o más complejo —difícil decisión— la sensación que se plasmará en un cuadro abstracto. Por supuesto que existe una conciencia creadora en el enfermo mental, aun cuando su desapego de la convención lo prive de una “educación estética”. El art brut  da cuenta también de un instinto estético.
Parece que el hombre posee aún en su primitivismo (si queremos llamarlo así) un equilibrio; el enfermo mental de tipo sicótico puede o no obedecer a lineamientos morales o de tipo espiritual —quizás una categoría de mayor artificio—pero puede con toda vastedad manifestar instintivas nociones de composición, perspectiva, altos contrastes, simbología, líneas de valor, etc.
A los seres humanos no nos basta la clasificación de las manifestaciones culturales, no nos basta la propia clasificación de nuestros padecimientos, de nuestras carencias; tenemos por fuerza, el ímpetu de clasificar también nuestro espíritu. Por fortuna suele salir victorioso de vez en vez y se vuelve escurridizo, y uno de sus escondites mejores, donde suele pasearse con regocijo, es el arte, sin importar lo morales o amorales que resultemos, nuestra sanidad mental y demás protocolos sociales. Es una fortuna descubrirnos vencidos por nosotros mismos.


Texto publicado en la Revista Óclesis 6.




[1] Trastornos mentales o enfermedades mentales en www.fortunecity.com
[2] Idem
[3] Juan José Ipar,  El concepto de psicosis,  Alcmeon 14 en www.alcmeon.com

lunes, 3 de diciembre de 2012


La última ronda


Por: Princesa Hernández


Dicen que soy vulgar, que mi corazón no existe y que mi cabello rojo se pasea por los burdeles y las delicias de la noche.
Soy yo, una mujer que tiene bonitas piernas y un ombligo sinvergüenza y provocador, soy aquella que de niña se ponía medias de reja y se pintaba las uñas de los pies; sí, también soy la que espiaba a sus padres mientras hacían el amor, pecadores y sensuales como lo eres tú y lo somos todos.
Miro mi figura desnuda frente al espejo, imagen común en cualquier mujer pero especialmente suculenta para mí; he aprendido a dejar de ver mis senos o la cantidad de celulitis que hay en mis nalgas; ahora le pongo atención a mis ojos, a la mirada que pongo ante mi propia imagen. Elijo el disfraz del día y me voy.
Lunes 7:00 de la mañana, la ciudad huele a resaca y a lágrimas de niños que no quieren ir a la escuela, a albañiles descansando y a hombres y mujeres que inician la rutina de vivir, a seguir la inercia de asistir a sus oficinas, comer, hablar, mirar y si tienen suerte, sonreír. Al tiempo que pienso esto, sé que estoy inmersa en esa imagen: Elvira esperando el camión para asistir a un trabajo que se come sus días… pero no sus noches, respondo.
Obra de Gustavo Mora publicada en la revista Óclesis 5
Le hago la parada el camión, el conductor se para y subo lentamente, hace evidente su molestia y pisa el acelerador antes de que pueda sentarme, tiene prisa por llegar a un destino impuesto y cíclico, necesita cumplir su ruta y juntar cierta cantidad de dinero para llegar a sus hogar y que su mujer desgreñada lo reciba silenciosamente y ambos miren en el televisor las maravillas que el dinero puede comprar. La gente ya no cabe, pero el conductor sigue subiendo a más personas, todos nos miramos con indignación aparente, sin embargo sabemos por qué lo hace, sabemos por qué se pasa el alto y le grita a las personas cuando no le indican exactamente dónde quieren bajar, sabemos que ese hombre detrás del volante quisiera volar y alejarse de las cumbias y del olor a gasolina.
Durante el trayecto hacia el trabajo me pongo los auriculares y escapo de las miradas y de los olores de los pasajeros, escucho una voz ronca y contestataria, fundo mis pensamientos con la armonía, así llego con mi dosis diaria de rebeldía al trabajo, intento no cantar en voz alta pero la circunstancia lo amerita…



El campeón tiene miedo
tiene miedo de pegar
no se quiere romper las manos
porque tiene que cantar
el ritmo del protector bucal
el bombo de la ciudad
le golpea en el culo
golpea y nada más
¡alta suciedad!

¡Bajan! grito; dejo esos rostros anónimos que no volveré a encontrar.
Llego al restaurante y tomo el mismo mandil de hace años, el hombre que siempre tiene un fajo de billetes entre las manos me mira y se lleva el dedo índice hacia su reloj. Sé que llegué tarde, que hará todo lo posible por descontarme dinero y que tratará de regañarme delante de todos para reafirmar su condición de jefe.
Llega Andrea, con un tono lastimoso murmura:
- Dice Rafa que vayas a la caja porque necesita decirte algo.
Pienso en la canción, alta suciedad basura de la alta suciedad, me planto frente a él, y veo que sus labios se mueven, que sus cejas se arquean y su ceño se frunce, veo su mirada enojada y sus dedos amarillos, no logro comprender su blablabla , ni siquiera escucho el murmullo de los comensales, sé que las demás meseras clavan sus ojos sobre mí pero no les pongo atención, la peste de su aliento se difumina sobre mi cara y sólo así despierto de mi letargo… ¿entendiste? digo que sí pero mis pensamientos están en esa imagen de la mañana cuando mi cuerpo tibio y bello está parado frente al espejo. Voy al baño, vuelvo a hacerme el chongo y deslizo una plasta de gel sobre mi cabello para que no se salga ni uno solo, paseo mi lengua húmeda entre los labios y poco a poco se desdibuja el color carmín de mi boca, quito el exceso de maquillaje de mis pómulos y salgo del baño con la máscara de la mujer que no soy, transparente, casi me confundo con las sillas o las mesas. Tomo las órdenes del anciano que cada mañana pide una concha de chocolate y café de olla con piloncillo. Llegan los diputados con sus sonrisas voraces y sus garras afiladas, piden comida en exceso sólo para probar que el desperdicio es una excentricidad que ellos se pueden permitir, el hambre de quienes gobiernan es su sustento y tienen que evidenciarlo. Veo a mis compañeras, están orgullosas de laborar en este restaurante, piensan que no cualquiera trabaja aquí, que hay oportunidad de servirle el café a gente poderosa y que de acuerdo a la propina que les dejen es el tamaño de sus oportunidades en un futuro. Ellas son bonitas, tienen vidas rosas y ligeras, trabajan porque, en sus propias palabras, es el lugar de moda, pero todas tienen auto y estudian en las mejores universidades, su ropa es cara y con trabajo o sin trabajo su vida está llena de lujos y de sonrisas. Me ahoga tanta perfección, ellas no saben lo que es el transporte público, ni lo que es tener veinticinco años y estar sola, sin fe.
Constantemente siento la mirada de Andrea, parece que le da curiosidad saber por qué estoy aquí, por qué Rafael, a pesar de que no soporte mi presencia y me diga vulgar, no se atreve a correrme, la miro yo también y sonríe. Sigo sirviendo platos y limpiando mesas, ningún cliente coquetea conmigo como con las demás, las propinas que recibo son insignificantes y a cada segundo soy más ajena, lejana. Para darme ánimos pienso en la noche del sábado, el bar más bohemio de la ciudad, con sus luces tenues y el pequeño estrado donde los músicos de jazz tocan al ritmo de su corazón, ahí sí que puedo ser yo, con mi cabello rojo, esponjado y mis tacones sonoros y desafiantes. Ahí los hombres me seducen y no tienen miedo de invitarme una copa y dedicarme una canción, el ambiente es ocre y el alcohol sube, baja, recorre mi sangre e ilumina la oscuridad… ¡Elvira! volteo y es Andrea quien grita, no puedo sostenerle la mirada, porque veo lo que nunca seré: su actitud serena y segura, la altivez de su insinuada figura, su cabello virgen. Se acerca y dice: Ya es hora de cerrar, voy a esperar a mi novio en la entrada ¿me acompañas o ya te vas? nos sentamos en la banca de la entrada y trato de platicar del trabajo, pero ella toma el control de la conversación. Eres muy extraña ¿verdad?, su pregunta me pone nerviosa e indefensa pero pienso en que a pesar de que ella lo tenga todo nunca sabrá lo que se siente vivir el peligro de una noche borrascosa con un hombre en tu cama del que desconoces su nombre, y jamás sabrá lo que es tener dentro a un hombre tan asqueroso que el placer nazca a partir de la repulsión. Andrea no consigue que le diga una sola palabra, así que continúa: No importa que no seas como nosotras, algo debes tener que Rafa te aceptó y aún no te ha despedido. Mira, ya llegó Chema, te lo presento, ella es Elvira, esboza una sonrisa que más parece una mueca y antes de decirme mucho gusto, su nextel lo distrae y con una seña hace que Andrea se despida y se vayan juntos hacia su vida rodeada de gente hermosa y sábanas de seda.
Me quedo sentada, mirándolos, pensando en que Rafa no puede correrme porque mi madre es la cocinera que falleció porque no la aseguraron, ni le prestaron dinero para su operación y para que yo no demandara tuvo que ofrecerme trabajo. Veo que llega por mí el pintor que conocí el sábado, no es tan guapo como lo recordaba, me dobla la edad, tiene los dientes podridos y la piel maltratada. Nos vamos tomados de la mano a la parada del camión y veo que desde los vitrales del restaurante me ven mis compañeras, con pena, con morbo, con satisfacción; alegrándose de esa escena sin ser ellas las protagonistas y sentirse felices de que ellas no son yo. El pintor me agarra una nalga y tomamos la ruta que nos llevará al bar, a un motel de paso, a su casa, a una noche bajo la luna, a un rincón sin nombre para tomarnos la última ronda.