sábado, 31 de mayo de 2014

Dignificación proletaria y antiburguesía humanitario-romántica como aurora del drama social en el teatro tardío de Joaquín Dicenta*   

Francisco Hernández Echeverría



Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad.

Montesquieu

 La injusticia es una madre jamás estéril: siempre produce hijos dignos de ella.
 Adolphe Thiers


             Presentación

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De entre los numerosos objetivos que tiene Óclesis. Víctimas del artificio, dentro de sus denominadas “Jornadas Ocléticas”, uno es significativo: poner al día escritores raros y olvidados, tanto nacionales como extranjeros. Una actitud que nos coloca como un grupo cultural independiente gustoso por lo que la academia ha desatendido, ignorado, marginado y que hasta cierto punto “olvidado”, ya sea por tornarse heterodoxo, extravagante, desdichadamente consciente o porque simplemente no cumple con las exigencias de la promoción auspiciada por el mercado cultural.
            Nuestra bibliofilia nos ha llevado al extremo de arrojarnos sobre aquellas librerías de viejo para hacer vívido cualquier hallazgo que nos haga sentir que estamos “rescatando” de la ignominia a esos autores que ya nadie interesa.
            De ahí esta propuesta, este abordaje a la figura de Joaquín Dicenta y Benedicto, un dramaturgo que en su momento gozó de los laureles de la fama, pero que la ingratitud no del tiempo, sino de los mismos hombres —quizá por la incómoda temática que planteó en su obra—, lo sepultaron tanto en su país, seguramente por el advenimiento del franquismo, como de estas tierras, donde se considera un milagro que, como ha sido el caso de muchos otros escritores, se tenga referencia acerca de su obra y vida y que ahora compartimos felizmente en este número inaugural de la revista Calmecac-Tehuacán de la Universidad del Valle de Puebla.
            Nuestro comentario se dividirá en tres partes. En un primer momento plantearemos una introducción que es más bien un breve marco contextual. En un segundo tiempo, analizaremos lo que consideramos es el tema nuclear: las obras de lo que se ha dado en llamar el “Dicenta tardío”, y mostrar de manera plausible como éstos dramas ya presentan cierta madurez capaz de develar la verdadera intencionalidad del autor en cuanto a su “cuestión social”, más allá de cierta crítica que la ha reducido a una simple participación individualista y moral. Para finalmente, en un tercer apartado, hacer un esbozo biográfico de nuestro personaje con una conclusión que nos brindará la oportunidad de redimirlo del aciago olvido académico.


I. Introducción: de la paralización de las formas dramáticas al drama de Echegaray

Desde el declive del romanticismo hasta la aparición de Henrik Ibsen la situación del teatro en Europa dejó mucho que desear. España no era una excepción. De hecho la decadencia del drama español del siglo XIX era sólo una consecuencia del sorprendente contraste entre la floreciente tradición romántica y la escasísima producción de obras significativas con marco contemporáneo. La creación literaria sufre una pérdida de nivel general entre mediados de la década de 1840 y la Revolución de 1868. Los dos tipos de obras de teatro que habían prevalecido hasta entonces, la comedia post-moratiniana y el drama romántico propiamente dicho, ya habían cumplido su función. El hombre de mundo de Ventura de la Vega anunció la posibilidad de una renovación del drama a gran escala. Pero, a pesar de que algunos críticos se daban, en mayor o menor escala, cuenta de que había llegado el momento de “libertar el drama antiguo de cuanto es incompatible con nuestras nuevas costumbres” esta renovación no se llevó a efecto (Bermúdez de Castro en Shaw, 1976, vol. V: 125).
            En su lugar sobrevivió inevitablemente en la obra de Francisco Villaespesa y de Ángel Guimerá y Marquina el drama histórico, puesto de moda por el romanticismo, prolongándose artificialmente y en progresiva degradación hasta los primeros años del siglo XX. El anacronismo de este hecho quedó de manifiesto cuando Armando Palacio Valdés, al hacer la crítica de Un grano de arena de Antonio García Gutiérrez, en 1881, se dio perfecta cuenta de que, en cierto modo, estaba haciendo la competencia a Mariano José de Larra, autor de la crítica de El trovador cincuenta años atrás, ¡mucho antes de que el propio Palacio hubiera nacido! Como hemos visto, los dramaturgos románticos habían pagado regularmente su deuda a Leandro Fernández de Moratín mientras iban realizando la renovación del teatro español. De igual modo, durante las décadas siguientes, los principales autores dramáticos continuaron estrenando esporádicamente dramas históricos, más o menos chapados al viejo estilo, en medio del tímido alborear de la naciente alta comedia, cuyo interés se orientaba hacia el planteamiento de problemas morales y sociales en un marco contemporáneo. El teatro de Gertrudis Gómez de Avellaneda que, como el de Tomás Rodríguez Rubí, es de transición, ilustra perfectamente el caso.
Al paso del siglo XIX, y en especial desde la muerte de Fernando VII, el teatro español va reflejando con bastante realismo la sociedad de su época, el margen de las evasiones románticas. Una galería de autores, empezando por Manuel Bretón de los Herreros hasta Manuel Tamayo y José de Echegaray, jalonan esta tendencia de literatura testimonial, compartida con las composiciones costumbristas y el auge de la novela.
El período de alta comedia de Tamayo se sitúa entre su obra sobre el tema de Juana la Loca, Locura de amor, que obtuvo un éxito de grandes proporciones en 1855 y su obra maestra, Un drama nuevo (1867), localizado en la Inglaterra isabelina. Adelardo López de Ayala, antes de dedicarse a temas contemporáneos, contribuyó en 1851 con Un hombre de estado, inspirado en la muerte de Rodrigo Calderón, y Rioja (1854). La única obra de teatro significativa de Gaspar Núñez de Arce, El haz de leña (1872), trata del tan manoseado tema del hijo de Felipe II, don Carlos. Muchos dramaturgos menores como Florentino Sanz (Don Francisco de Quevedo, 1848) y Narciso Serra (La boda de Quevedo, 1854), los colaboradores dramáticos Francisco Luis de Retes y Francisco Pérez Echevarría (La Beltraneja, 1871), Carlos Cuello (La mujer propia, 1873), Marcos Zapata (El castillo de Simancas, 1873) y F. Sánchez de Castro (La mayor venganza, 1874) contribuyeron a mantener vivo el género, hasta que recibió savia nueva con las fecundas obras de José de Echegaray.
Los dramas de Echegaray presentan la paradoja de aplicar una rígida lógica teatral a situaciones cargadas de melodramatismo. En el planteamiento, desarrollo y desenlace tienen una claridad matemática, infalible. Pero en el fondo de las situaciones son falsas y los personajes de una pieza, inflexibles.
            Es evidente que en un teatro así, el individuo, el hombre de carne y hueso, sujeto de todo drama perdurable, no interesa. Es un teatro ideológico e idealista que parte de contrastes absolutos, sin matiz, de seres que se revuelcan en el cieno o que son todo pureza ideal.
            En las ideas funde igualmente Echegaray lo calderoniano, lo romántico, con unos imperativos de consciencia, inspirados en Ibsen o en un vago idealismo nórdico del que sólo toma lo externo. Sus dramas giran todos en torno a dos puntos centrales, honor y deber estrictos, y terminan siempre en muerte, en tragedia. En el estilo usa el verso o el verso alternado con la prosa que al fin termina, con evidente acierto, por preferir.
            A semejanza de los otros dramaturgos de su generación, en sus primeras obras cultiva el drama de tipo romántico-histórico del que es el mejor modelo La esposa del vengador o legendario como En el seno de la muerte; pero sus obras más características son los dramas de tesis. A este tipo pertenecen entre otros O locura o santidad y El gran galeoto, sus dos obras maestras; la primera, una tragedia basada en los escrúpulos de consciencia del protagonista don Lorenzo que quiere sacrificar la felicidad de sus seres queridos a lo que él cree su deber; la segunda, estudio de los efectos que la maledicencia produce en la sociedad moderna. Otros dramas suyos giran en torno a los siguientes temas: los efectos del libertinaje que redundan en el dolor de los hijos: Vida alegre y muerte triste; los males del egoísmo en la sociedad capitalista: Mancha que limpia y La última noche; sátira social del arribismo: A fuerza de arrastre.
Es Echegaray el primer dramaturgo español que imita directamente a Ibsen en el Loco de Dios y en El hijo de don Juan, adaptación de Espectros del dramaturgo noruego.
Los fáciles triunfos obtenidos por el autor de El gran galeoto suscitaron la imitación de unos cuantos dramaturgos, cuyos nombres llenan el panorama teatral de la época hasta la aparición de Jacinto Benavente. Suelen ser integrados en la impropiamente llamada “escuela de Echegaray”; impropiamente, decimos, porque no siempre siguen el ejemplo del maestro. Unas veces se ajustan, es cierto, a su manera sentenciosa, que exageran en más de una ocasión; otras, tienden a un naturalismo muy en boga por aquellos días en el extranjero, basándose para desarrollarlo en temas preferentemente de índole de crítica social y con tendencias hacia un teatro más realista, de donde sobresalen los nombres de Leopoldo Cano, Eugenio Sellés, José Feliú y Codina, Enrique Gaspar y Joaquín Dicenta.
Será éste ultimo quien producirá verdadera sensación junto con Galdós, por introducir el drama serio, con ideas de honda preocupación social entre los últimos años del siglo XIX y los comienzos del XX


            II. El Dicenta tardío como aurora del drama social

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La personalidad del cronista, novelista, periodista y dramaturgo Joaquín Dicenta quedó súbitamente definida por su profunda inquietud en el terreno social, cuya máxima representación, no sólo del autor, sino también de la época, es Juan José, drama libertario puesto en escena en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1895. Frente a los elegantes decorados burgueses del teatro comercial, Dicenta trata aquí el enfrentamiento entre patronos y obreros dentro de una taberna frecuentada por albañiles.
Independientemente de los indudables méritos de Juan José, el escándalo y la prohibición de la representación de la obra por parte de varios obispos españoles debido a que el autor había revelado franca simpatía por el movimiento socialista, contribuyó a que fuera llevada a las tablas infinitas veces en todos los teatros de España, convirtiéndola en una especie de heraldo y adalid de un teatro socializante. Juan José inaugura una nueva tendencia dramática en los escenarios españoles y la crítica la eleva a manifiesto socialista. Gracias a dicho signo sociopolítico, llegó a proponerse, a raíz de la muerte de su autor, como obra de representación anual y semiobligada en los festejos populares del Primero de Mayo, ni más ni menos como se ha venido haciendo hasta época reciente con Don Juan Tenorio a principios de noviembre
Preso entre dos “generaciones” literarias —la de la Restauración y la finisecular— heredero de una y precursor en cierta medida de la otra, su personalidad “rebelde” fue también un obstáculo para que Joaquín Dicenta se adhiriera a una escuela o grupo.           No obstante hay quienes lo ubican en la denominada “Generación del 68”.
El bilbilitano cultivó todos los géneros con fortuna varia: periodismo, poesía, narraciones de viaje, novela y cuento; pero fue en el teatro donde cosechó sus mayores éxitos; y, dentro del teatro, en el drama social, que representa lo más granado de su producción. Tiene asimismo dramas románticos: El suicidio de Werther (1887), Honra y vida (1888), La mejor ley (1889), La conversión de Mañara y piezas musicales (zarzuelas y sainetes): El duque de Gandía (1894), Curro Vargas (1898), La cortijera (1899), Raimundo Lulio, Juan Francisco, Entre rosas, casi todo ello en verso. De los dramas sociales, ya en prosa, cabe destacar: Juan José (1895), El señor feudal (1896), Aurora (1902); Daniel (1906), El lobo (1913) y Aurora. Todavía al margen de esta división tripartita —piezas musicales, drama romántico y drama social— pueden señalarse varias obras de gran intensidad educativa y bastante psicológicas: Los irresponsables (1892), Luciano (1894), Sobrevivirse (1911), Amor de artistas (estrenada en el teatro de Novedades de Barcelona el 14 de julio de 1907), Confesión y De tren a tren. Y aunque todas estas obras hoy han caído en el olvido, el tiempo sólo ha dejado vivo Juan José.
De los anteriores títulos y fechas se deduce con toda claridad que Dicenta fue derivándose hacia temas de conflicto proletario con una pasión tan honda, violenta y un tanto efectista y artificiosa como Echegaray lo había hecho con los aristócratas y burgueses de su época, y con los procedimientos romancescos de Tamayo y Baus, añadiéndole la preocupación por las cuestiones sociales.
Es aquí donde ha de buscarse la peculiar personalidad de este escritor, y es aquí donde nos vamos a detener en una brevísima apostilla a sus tres o cuatro obras más representativas. Juan José es la primera, no sólo cronológicamente, sino también por su mayor éxito y significación, ya que se considera en España como uno de los primeros intentos de drama de tono socialista o comprometido.
El argumento de Juan José se desarrolla cuando el albañil Juan José, hijo de padres desconocidos, vive en amasiato con Rosa, muchacha hermosa y amable de su misma clase, pero más inclinada al lujo que a las privaciones inherentes a su estado social. Si convive con el obrero es sólo porque se siente atraída por su “hombría”, pues le ha visto repetidas veces enfrentarse valientemente con algunos “señoritos” patrones. Uno de estos, Paco, maestro de la obra donde trabaja el protagonista, galantea a la joven, no perdiendo ocasión de dirigirle requiebros, aun en presencia de Juan José. Éste, que vive solo en el mundo y que ha puesto en Rosa todo su amor, está celoso. Del lado de Juan José están Perico, que sueña con la libertad, e Ignacio y Andrés, que no creen en nada, y que soportan la situación en que se encuentran, sin que se les pase por la mente cambiarla. Completa el panorama Toñuela, la mujer de Andrés, fémina honrada y sufrida, y la vieja Isidra, tipo celestinesco, buena bebedora, codiciosa de dinero y por tanto, al servicio de los intereses amorosos del “señorito” Paco.
Frecuentemente Isidra visita la casa y hace cuanto puede para separar a Rosa de Juan José, dándole a entender a la muchacha, que aceptando el amor de Paco, pasaría de la pobreza a la riqueza. Un día, con sus malas artes, consigue la bruja combinar una cita en la taberna entre Paco y Rosa. Juan José los sorprende y la emprende contra Paco. Después de recíprocas amenazas los dos rivales están a punto de llegar a los golpes, pero son contenidos por sus amigos.
            Al día siguiente Juan José es despedido; y como no consigue hallar trabajo en otra parte, la miseria no tarda en apoderarse de su casa. Isidra se aprovecha de ello para llevar a Rosa alguna comida y leña para calentarse y para hablarle de Paco, pero Juan José, adivinando que algo se oculta en aquellos hipócritas e interesados favores, la echa de su casa, y se decide a robar para mantener a su Rosa; pero es detenido y condenado a ocho años de cárcel. Soporta con paciencia su reclusión con la sola esperanza de, una vez cumplida su condena, unirse de nuevo a Rosa, vivir como hombre de bien y ser feliz a su lado. Pero una carta de su amigo Andrés le informa de que Rosa se ha convertido en la amante de Paco, y que lleva con él una vida de lujo. Juan José llevado por su desesperación, logra fugarse y matar a Paco, y cuando Rosa, fuera de sí, confiesa que amaba al señorito y lo amará siempre, Juan José la estrangula; después se arroja llorando sobre el cadáver y espera pacientemente la llegada de la justicia.
Como personaje, Juan José es hermano del villano con consciencia de honra y de dignidad personal del teatro de Lope de Vega, sólo que vestido de proletario y habitante no de la aldea, sino de la ciudad. Frente a él, como antagonista, se levanta no ya el noble que abusa injustamente del poder, sino el “señorito” patrono, sólo que su función dramática es menos la del patrono que la de rival con dinero. Se funden en este famoso drama realista, el espíritu tradicional del teatro español y la observación de tipos contemporáneos. Obra popular por su emoción fácil y comunicativa, que brota de las fuentes profundas de la sensibilidad, este drama ofrece “la factura límpida y sencilla de las obras realizadas por el ímpetu de la inspiración genial” (Boselli en Porto-Bompiani, 1959, vol. VI: 264).
Más sociales son otras obras de Dicenta, aunque teatralmente no alcancen los logros de Juan José. En El señor feudal, por ejemplo, aunque el drama ya tiene ciertos visos socialista, el argumento sigue siendo —como escribe el crítico Torrente Ballester— “el tan manido esquema inventado por Lope: una moza campesina engañada por un señorito y vengada por su hermano” (en Ruíz Ramón, 2000: 364).
Todavía el socialismo, en su típica manifestación de lucha de clases, aparece más claro en Daniel. Aquí el protagonista es un doctrinario, que lleva a la práctica sus principios. Mata a sangre fría, de una manera consciente, para dar satisfacción a su dignidad ultrajada y, a la vez, por un imperativo de justicia social: “Daniel es el odio; el odio que marcha majestuoso, indominable hacia los grandes días justicieros del porvenir”, dirá la escritora Rosario de Acuña y Villanueva en una carta abierta dirigida a Dicenta en 1907.
El lobo, cuya acción se desarrolla en un presidio, se reduce a una moderada crítica del régimen penitenciario. Abunda en tópicos y efectos melodramáticos, por lo que señala un evidente descenso en la producción del autor. Dicenta mismo se había dado cuenta de que el tipo de drama por él encarnado estaba agonizando para dejar paso a obras de otra índole. Escribe en ¡Quién fuera tú! (1916), una de sus novelas: “La vida don Anselmo se deslizó como una comedia plácida, de escenas vulgares […] algo parecido a lo que llaman ahora comedia de matices”. La alusión al teatro de Jacinto Benavente no puede ser más clara. Otros dramas y comedias dignos de mencionarse tenemos: El crimen de ayer (1907) y Lorenza (estrenada en el teatro de Novedades de Barcelona el 18 de julio de 1908).
En una sociedad marcada por el analfabetismo y las desigualdades, Dicenta se preocupó por escribir obras dentro de la línea de la educación, o si se quiere mejor, de intención psicológica, entre las que podemos aludir Sobrevivirse (interpretada por la famosa actriz María Guerrero) y Confesión. La primera, con cierto fondo autobiográfico, aspira a reflejar la tragedia de un autor dramático que pierde el favor del público por aparición de nuevas tendencias o gustos. El artista transige, cede, va doblegándose, hasta que no puede más y acaba por suicidarse. La segunda, adquirió particular interés, al ser señalada por algunos como precedente directo de La muralla de Joaquín Calvo Sotelo. Buena parte de la crítica ha querido ver en esta famosa comedia, uno de los mayores éxitos del teatro español contemporáneo, un simple plagio del drama de Dicenta. La acusación llegó a plasmar en forma de querella formulada por una hija de Dicenta ante el correspondiente Juzgado, el que se apresuró a emitir su fallo favorable a Calvo Sotelo, reconociendo la originalidad de La muralla. La verdad es que las innegables analogías de argumento y situación ente las dos obras puede perfectamente atribuirse a meras coincidencias, muy frecuentes en el teatro de todas las épocas; y puestos a buscar precedentes a La muralla, no sería difícil hallarlos, al margen de Confesión. Por ejemplo: O locura o santidad, de Echegaray; Era un santo, del padre Luis Coloma, etc. El hombre enriquecido a costa de la miseria del prójimo, y cuya fortuna se basa por tanto en un hecho delictivo, abunda en todas las latitudes; y el problema de condenación o devolución que tal estado de cosas plantea a un espíritu cristiano que debe ser harto reconocido para muchos confesores (Díez-Echarri, 1984, vol. II: 1035).
Como novelista, Dicenta alcanzó gran fama moviéndose en la misma línea sociológica de sus más características obras dramáticas. Casi todas sus narraciones, más bien breves, fueron apareciendo en colecciones de la época, tales como: “El cuento semanal”, “Los contemporáneos”, “La novela corta”, etc.; y se distingue por su crudeza y brusquedad; brusquedad y crudeza que afecta no sólo al lenguaje, sino también a las situaciones. Basándose en ello, Sáinz de Robles (1957: 68-69) ha podido señalar a Dicenta como “un precursor del tremendismo o tremebundismo actual, tendencia novelística que nuestro autor empezó a cultivar con fortuna hace bastantes años, sin dárselas por ello de innovador ni adoptar actitudes extravagantes”. Sus novelas más logradas son: El caudillo, Galerna (1911), Los bárbaros (1912), Encarnación (1913), Paraíso perdido, De piedra a piedra, De la vida que pasa (1914) y Mi Venus (1915). Si hablamos de sus cuentos, sobresale El Spoliarium y Los de abajo.
Como cronista expresa sus viajes de manera amena y con vigorosa sobriedad, mereciendo citarse obras magníficas tales como Por Bretaña, Mares de España y la serie titulada Tinta negra (Prampolini, 1941, vol. XI: 65); como traductor pasó al español el drama catalán de Santiago Rusiñol, titulado El místico.
Su labor periodística giró en torno a la militancia y al compromiso del hombre con la sociedad. Y su preocupación por la educación lo hizo escribir un bello informe titulado “La enseñanza primaria en Madrid”, el cual sigue siendo uno de los pocos documentos serios sobre el analfabetismo de la época.
Como se ha mencionado anteriormente, Joaquín Dicenta, un “Primer Dicenta”, se inició escribiendo una serie de dramas en verso en los que se muestra como neto heredero o epígono de la solemnidad echegarayesca, pero que en ciertas ocasiones, por sus matices efectistas, retoricismo exuberante, derroche de palabras y el valor costumbrista en los tipos principales, se emparenta también con el teatro postromántico.
Poco a poco se hizo más sobrio y realista, más moderno, pero sin renunciar a esa herencia romántica más o menos visible o fondo de romanticismo íntimo que, como dice Sáinz de Robles (en Valbuena Prat, 1983: 192), tiene la “extraordinaria sinceridad, realismo y energía” para mover figuras, pasiones y trama que animan temas de asunto social; acaso este desequilibrio entre el sentimiento y el marco ambiental, en muchos casos, explique la extrañeza que produjo este “Segundo Dicenta” o “Dicenta tardío” a sus contemporáneos, principalmente en la formación intelectual de la “generación del 27”, cuya extrañeza fue más bien retórica, que real.
En cuanto a ese fondo romántico en el que hay un arsenal de tópicos reales, ideológicos, populares y sociales, la opinión de la crítica se ha divido en dos bandos: 1) Los que consideran que el realismo y lo social del Dicenta tardío, son simples elementos del fondo romántico; por lo tanto, la “cuestión social” —como la llama García Pavón (1962)— sirve a su drama. Entonces su éxito se explica porque la mayoría lo consideraba un melodrama moral (consciencia  individual y moral); 2) El segundo grupo ven el fondo romántico más como un acierto informativo del dramaturgo para fallar a favor de propagar doctrinas igualitarias; por lo tanto, el drama sirve a la “cuestión social”. Entonces su éxito se explica porque la mayoría lo consideraba un melodrama social (consciencia de clase).

1) Primer grupo: el Dicenta tardío es un autor que gira en torno al drama moral. El primer grupo de críticos ha sido el más influyente. Para ellos,  Dicenta, a diferencia de Cano y Sellés, o de otros oscuros escritores de su tiempo —que son escritores por puro accidente— es, ante todo, un dramaturgo para quien el teatro es sólo instrumento de creación literaria o estéticamente valiosa, lo que hace imposible llevar a las tablas cualquier pretensión panfletaria al servicio de una urgente ideología de combate, ya que de lo contrario la obra adquiriría un cariz de “vulgar instrumento de presión” (Véase Raimondi, 1987: 734).
            Tomando como ejemplo el Juan José, este grupo argumenta que el escenario en el que se desenvuelve el drama efectivamente es real (las costumbres exteriores, los trajes, el idioma de los tipos pertenecen a la época y están reproducidos con gráfica fidelidad), pero los caracteres, las almas, resultan, a pesar del indudable dramatismo que desarrollan, tan arcaicos y legendarios como los personajes de Víctor Hugo porque bajo la chaqueta de Juan José se esconde el hidalgo con toda su altanería fanfarrona. Por tanto, dentro de aquel típico casticismo local, madrileño, que anima el realismo del dramaturgo, realismo conseguido al nivel de la palabra, todavía persiste la vieja almendra del romanticismo, decisivo aún en la estructura misma de la acción y en la psicología de los personajes.
            Así, más que un drama social, Juan José es un drama de pasiones individuales (honor, amor o, mejor aún, de celos) inserto en un medio proletario, ya que Rosa ni siquiera ha cometido adulterio, puesto que ninguno de los dos era casado. Además, la causa que genera el asesinato, como reiteradamente observan los personajes, radica en el carácter de Juan José, y no por el anarquismo, ni por el socialismo: es un enamorado que roba y mata no por necesidad material ni por anhelos de desquite social (Salas, 1991, vol. II: 652). Si éste surge a lo largo de la obra es incidentalmente, como algo secundario y ajeno a mecánica social alguna como lo indica la trama, y aparece más bien como una mecánica dramática.
Por lo tanto, la “realidad social” no tiene más función dramática que servir de ocasión para hacer posible la escena final: el dramaturgo, tal como ha plateado su obra, necesita para el desarrollo de la acción, realistamente construida —queremos recalcar que nos referimos sólo a la construcción— que Rosa se quede sola —y por eso enviará a Juan José unos meses a la cárcel— para convertirse en la amante de Paco, que, por otra parte, se porta con ella como un hombre enamorado y que nada tiene de monstruoso. La situación final está, pues, dramáticamente preparada. Juan José escapará de la cárcel y matará al rival (no al patrono) y a la amada infiel. La situación de paro, de hambre, de imposibilidad de encontrar trabajo, el robo como única salida y la cárcel tienen, primariamente, función dramática. La “cuestión social” sirve al drama, y no el drama a la “cuestión social”. Lo social no es ni siquiera un coadyuvante o condicionante del conflicto, sino un simple elemento del drama. Cierto que Juan José se queja con violencia de no encontrar trabajo, pero los responsables de tal situación no tienen papel alguno y no aparecen insertas en la acción las causas de tal situación. No hay protesta ni denuncia ni apenas consciencia social en ninguno de los personajes. El impacto del drama sobre el espectador y su relación con el drama social estriba en la nueva dignidad dramática —palabra y actitud— del personaje proletario, en la dignidad individual de las dramatis personae, pero no en su significación social. Dicenta dignifica el papel del proletariado como personaje, pero no socializa la materia dramática.
            Efectivamente Dicenta tiene en la historia literaria el mérito de haber introducido en los escenarios la corriente socializante que se pondría en boga a principios del siglo XX, pero, gracias a su tono melodramático y maniqueista, el de Juan José y el de El señor feudal es un socialismo simplista, un socialismo que se conforma con un pedazo de pan y respeto de la honra, un socialismo resignado e incapaz de enfrentarse con el auténtico problema socialista, que es la lucha de clases. Los personajes, llámense Daniel, Jaime, el Lobo o Juan José —éste en menor grado—, se rebelan contra unos usos, unas instituciones y un estado vigente, porque tienen consciencia del papel que desempeñan dentro de la sociedad, papel fundamentalísimo al que la misma sociedad no responde, al menos así lo creen ellos, en la forma justa y debida. Y en esa consciencia radica la diversificación de estos personajes. Cuando Peribáñez mata al comendador de Ocaña o cuando asesina al suyo el pueblo irritado de Fuenteovejuna, no lo hacen en nombre de principios sociales ni guiados por el afán reivindicador, sino pura y simplemente en defensa de su honra, conscientes de que cometen un crimen y deben responder de él, como lo hacen, ante la autoridad real. En otras palabras, obran como en circunstancias análogas obraría un burgués enamorado de Rosa: asesinado a su rival en ciego ataque de celos. Nada, pues, de reivindicaciones de tipo proletario; crimen pasional simplemente. “Si con este motivo, y al socaire del argumento, el autor quiere largarnos su prédica socialistoide, está en su perfecto derecho” (Díez-Echarri, 1982, vol. II: 1034).
De este modo, en Juan José se admite la vejación social; pero no las ofensas al honor, por tanto, sigue siendo, ante todo, un drama de celos”. Incluso hasta los personajes se expresan como quien está ya de vuelta a ciertos métodos violentos y considera la igualdad de clases pura utopía. Dice Ignacio, uno de los compañeros de Juan José:

También me he echao a la calle yo, y he andao a tiro limpio en las barricás, y hasta renquo de un balazo que ame atizaron en esta pierna… Pues oye, albañil, era y albañil soy; diez reales ganaba y diez reales gano; los que me metieron en el ajo van en coche y yo a pie; ellos sacaron de las barricás una excelencia y yo un mote. A ellos les llaman el excelentísimo señor don Fulano de Tal y a mí Ignacio el Cojo.

Y como, a pesar de todo, insiste en que estaría dispuesto por vengarse de quienes le explotan a tirarse otra vez a la calle, y hasta “perdería con gusto las dos piernas”, otro de los compañeros, Andrés, le interrumpe: “Como no las pierdas hasta entonces, irás al cementerio andando”. No obstante, Dicenta es el autor por excelencia de Juan José, como lo es Zorrilla de Don Juan Tenorio, Cano de La pasionaria y Marquina de En Flandes se ha puesto el sol.
Si se dirige la mirada ahora a El señor feudal, Torrente Ballester señala la aparición de algunos tipos, que pueden considerarse hasta cierto punto de “una mentalidad nueva y curiosa” en el teatro español: el administrador, que se enriquece a costa de su señor y niega a los demás los derechos que en otro tiempo reclamaba para sí; el aristócrata marqués de Atienza, que antes que rico sabe ser señor, frente al tío Roque, que no sabe ser señor y sólo acierta a presumir de rico; pero el verdadero “personaje nuevo” será Jaime, obrero autodidacta que ofrece todo un ideario renovador: considera a la esposa como compañera que comparte los mismos problemas y preocupaciones que el marido; sueña en la redención por el trabajo, en la ley de su propio esfuerzo como timbre de nobleza y dignidad, y en el orgullo como algo inherente al hombre prescindiendo de su situación en la escala social.
Pero esta mentalidad nueva no alcanza en el drama suficiente objetivación. El dramaturgo no consigue convertir la nueva mentalidad, patente en la palabra del personaje, en fuente directa y determinante de la acción, tal como ocurre en El honor de Sudermann, o en Los tejedores de Hauptmann, sólo que dentro de la especial problemática española. En la estructura del drama social español —y eso le da un carácter muy específico en el panorama del teatro social europeo— los contenidos éticos juegan un papel predominante, hasta el punto de que el eje en torno al cual giran los conflictos tienen una función dramática directa con la vieja mentalidad tradicional de carácter moral e individual, e indirecta con la nueva mentalidad de carácter social. El choque de clases, cada una con su distinta problemática socioeconómica es, en realidad, no tanto un choque de clases, sensu stricto, como un choque de personas morales, y, en ellos de sistemas de valores éticos. Es decir, los representantes de las clases sociales, conflictivamente  enfrentados, representan mucho menos una clase social que un individuo moral. Las motivaciones de la acción que determina el desenlace y, por tanto, el sentido último del drama, tienen su raíz, consecuentemente, “no en la consciencia de clase, sino en la consciencia de la propia individualidad. Y esta consciencia es fundamentalmente moral” (Torrente Ballester en Ruíz Ramón, 1990: 1024-1025 y 2000: 365).

2) Segundo grupo: el Dicenta tardío es un autor que representa la aurora del “drama social”. Este segundo grupo de críticos consideran que seríamos injustos si no reconociésemos el efectivo valor del drama tardío dicentiano cuando denuncia de la manera más insobornable, entreverando disputas de honor, los enfrentamientos de clase de las últimas décadas del siglo XIX. Verdad que sus obreros no parece que hayan existido en realidad debido a ese fondo romántico, melodramático y maniqueo en el que se mueven, pero es indudable que el autor aprovecha técnicamente esta vía sentimental y anecdótica para desarrollar un teatro preocupado por practicar una literatura de tono crítico y comprometido con la situación del proletariado de la época (Valbuena Prat, 1983: 192); aunque definitivamente no aparecerá con la belleza literaria que se plasmó en obras coetáneas y posteriores de un teatro proletario a lo ruso.
            De este modo, pese a las observaciones de los críticos anteriores, tanto Juan José como El señor Feudal, a través de la escena de conflicto que recrean se refracta también la cruenta lucha de clases que engendra el paro, la miseria, el hambre y la injusticia provocados por el capitalismo restauracionista de finales del siglo XIX. Ahora bien, si tomamos el caso de Daniel, el asunto es más claro, pues podemos darnos cuenta de que ahora sí el sentimentalismo humanitario de Dicenta lo empuja hacia la depuración temática para hacer que la tragedia sea provocada bajo un principio de justicia colectiva en todos los postulados sociales más que con los de la consciencia personal; y, al eliminar a ciertos seres, se eleva al plano general de lucha de clases una cuestión particular (Sáinz de Robles, 1956, vol. II: 325),
            Con base en lo anterior, las obras dramáticas del Dicenta tardío se pueden considerar como un típico modelo de aquel generoso romanticismo socialista que tanto cundió en los países latinos.
            Y aunque en gran parte, se consiguió la intervención de personajes de la clase proletaria, los dramas de Dicenta no alcanzaron en ningún caso la fuerza teatral de novela realista o costumbrista.
Efectivamente, aunque para algunos estudiosos Dicenta es un personaje representativo del género costumbrista, es decir, un hombre que a través del drama mostraba los usos y costumbres sociales pero sin recurrir al análisis de dichos usos y costumbres que relataba, viene a ser más bien, al igual que José López-Pinillos con su Esclavitud, la liquidación de un sector costumbrista —nótese el ya mencionado madrileñismo del ambiente de Juan José, por ejemplo. Por otro cause bien distinto se liquidaba también el lado realista de la comedia.
Dicenta emplea su extraordinaria habilidad en la construcción escénica sobre todo en la creación de ambientes, personajes y circunstancias dramáticas para manipular la mala coriciencia burguesa del espectador o lector con el fin de provocar empatía y despertar una rabia revolucionaria capaz de lanzarse a las barricadas, junto al proletario. A través de situaciones de conflicto aparentemente de índole moral o personal y una antiburguesía romántica, Dicenta rescata la dignificación proletaria, sirviendo de estandarte de “las aspiraciones emancipatorias del conjunto del pueblo y la humanidad, pues es la clase social que no posee nada, más que su fuerza de trabajo; por ello de la clase obrera surgen las manifestaciones más profundas de solidaridad, a lo largo de la historia: de solidaridad y también de la lucha más sacrificada, más abnegada, más comprometida, hasta el final” (Martínez Pacheco, 2008).
De ahí que el mayor honor que Joaquín Dicenta tiene en la historia literaria se debe a su título haber llevado por primera vez al pueblo al teatro con extraordinaria sinceridad, realismo y energía. Pero dicho pueblo tiene una función muy distinta de la que le habían asignado los dramaturgos del Siglo de Oro. Y a pesar de que la crítica anteriormente estudiada minimiza los rasgos sociopolíticos, es impactante aquella frase que Dicenta hace pronunciar de boca de Ignacio, el personaje del Juan José: “Echarse a la calle”. Palabras que hoy indican la necesidad de que el pueblo salga a la calle y manifieste de forma pública su malestar. La protesta colectiva popular, las ocasiones, las formas y los espacios en los que la “gente común” altera el orden cotidiano para exigir una mejora de sus condiciones de vida o para reclamar derechos sociales y políticos.
Conforme a lo anterior podemos decir que el gran aporte de Joaquín Dicenta fue preparar camino de lo que vendrá a ser el teatro social; gracias a su tentativa se configuró como la aurora de ese teatro social que penetró en el siglo XX con fuerza y que contó con el apoyo del público.
Tal fue su contribución que en América Latina influyó en los movimientos sociales de liberación, por ejemplo, la militante peruana Ángela Ramos Relayze propuso en vísperas de la fiesta de los trabajadores en 1919: “se trata de que en ese día las compañías dramáticas hagan subir a escena la obra socialista Juan José de Joaquín Dicenta, en homenaje a este paladín de los derechos del obrero […] En estos momentos en que todo el mundo tiende al socialismo, todos, absolutamente todos debemos confesarnos obreros y comprender que el 1ero de mayo es una fiesta humana universal” (Ramos, 1990, vol. I: 390-391).


            III. Esbozo biográfico y conclusiones


Joaquín Dicenta y Benedicto nació en 1863 en Calatayud, ciudad de la provincia de Zaragoza (región de Aragón). Fue bautizado en Vitoria el 3 de febrero de 1863. Estudió las primeras letras en el Colegio de Escolapios de Getafe, cerca de Madrid y el bachillerato en Alicante. Al quedar huérfano de padre se trasladó a Madrid e ingresó en la Academia Militar, de la que fue expulsado por su carácter anticlerical, indisciplinado y anárquico. Gran bebedor, se entregó a la bohemia más absoluta para cultivar la poesía (“Del tiempo mozo”, “Lujuria”, etc.), la cual publicó en “Edén”, periódico progresista. También fue asiduo colaborador de “El liberal”.
            Su presentación al gran público ocurrió con el drama romántico en cuatro actos y en verso El suicidio de Werther, cuyo estreno en 1887 se debió a la decidida protección de Tamayo y Baus. La madre de Dicenta había acudido al autor de Un drama nuevo, y como la obra de Joaquín encajaba bien dentro de la línea romántica que siempre había seguido Tamayo, éste le patrocinó desde el primer momento. Escribe a este propósito Andrés González Blanco (1921: 3) las siguientes líneas:

Fortuna fue para Dicenta que su primer drama no fuese Juan José, Aurora o Daniel, porque entonces, al presentárselo a don Manuel Tamayo, éste le hubiera repelido con indignación o al menos con excusas: católico practicante y convencido, retardado en sus ideas sociales, mal hubiera comprendido el iluminismo semiacrático que fulgura en este tríptico dramático. Pero fue El suicidio de Werther, un drama romántico donde no se apuntaba aún la preocupación social insistente después en los dramas de Dicenta; y este detalle nos dio acaso un dramaturgo.

A partir de este momento, entre el vino y los amoríos, se entregó sin reposo a escribir para el teatro libretos para dramas en verso, prosa, zarzuelas, sainetes y comedias al estilo pujante de Echegaray, notables crónicas para periódicos republicanos y esbozos, novelas y cuentos para los editores.
Siguen unos cuantos estrenos sin mucho éxito, entre ellos el de La mejor ley (1890), y para subvenir a las necesidades más apremiantes Dicenta acepta la dirección de un periódico en San Sebastián; pero el cargo se aviene mal con su temperamento brioso y enemigo del orden social establecido, pronto lo abandona para volver a Madrid (1892) e ingresar en la Redacción de “El Resumen”.
            Después de Los irresponsables (1892), drama antiburgués en tres actos muy discutido por la crítica y reprobado severamente por P. Blanco, y Luciano (1894), drama en prosa tímidamente realista, presenta Juan José con un aplauso elocuente por parte del público, a tal grado, que mereció el elogio de Azorín.
El triunfo de Juan José fue celebrado por numerosos literatos y periodistas madrileños, quienes ofrecieron a Dicenta un banquete celebrado en la corte (11 de noviembre de 1895). Igual homenaje se le rindió en otras ciudades de la península.
Aunque ninguna de sus obras volvió a tener tan clamorosa acogida, estrenó también con aplauso Honra y vida (1888), obra basada en la concepción española clásica del honor en la época de Pedro I de Castilla, estrenada en el teatro de la Zarzuela de Madrid, en abril der 1891, mereciendo unánimes elogios de la crítica;  El señor feudal (1896), que presenta un tema idéntico a Juan José, pues de nuevo, el honor por la mujer mancillada provocará el conflicto central, pero bajo una atmósfera medieval y romántica; en 1898 escribió el libreto, en colaboración con Manuel Paso[1], de la zarzuela Curro Vargas, que lleva música de Ruperto Chapí y cuyo estreno con gran aplauso fue en el circo-teatro de Parish, de Madrid, basada en la célebre novela de Alarcón El niño de la bola, y que dio lugar a las reclamaciones de los herederos del ilustre novelista; Aurora (1902), sobre la situación de las mujeres trabajadoras. Cerraría el grupo de piezas parasociales de ambiente proletario, Daniel (1906), drama sindicalista que el propio autor consideraba como la mejor de sus obras.
El último drama de Dicenta, sin relación alguna con la materia social, será El lobo (1913), cuyo protagonista es un criminal transfigurado por el amor.
             Como periodista de ideas radicales, desempeñó un importante papel a finales del siglo XIX, especialmente en la dirección de “Germinal”, revista literaria española pre-noventayochista que tuvo una corta pero intensa vida (1897-1898, reaparecida en 1901 y 1903), en la que colaboraron Jacinto Benavente, Rafael Delorme, Ricardo Fuente, Jurado de la Parra, Félix Limendoux, Antonio Palomero, Antonio Paso, Nicolás Salmerón Garcia, Valle-Inclán, Eduardo Zamacois, Eusebio Blasco, Alejandro Sawa, Mariano de Cavia, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja, Ricardo Yesares, Manuel Paso y Urbano González Serrano.
Javier Barreiro en su libro Cruces de bohemia (2001) exhuma unas feroces opiniones de Julio Camba contra Joaquín Dicenta y la defensa que de él hizo Maeztu y nos cuenta cómo Azorín y Unamuno le censuraron su vida disipada y la frecuentación de hampones.
            Al enfermar, Dicenta se traslada a Alicante en busca de mejor clima, pero el 20 de febrero de 1917 finalmente fallece. Juan José fue traducido al portugués, italiano, catalán, alemán, inglés, danés, holandés, noruego y francés, lugares donde el drama había logrado gran fortuna. También se tradujeron a idiomas extranjeros, Luciano, Los bárbaros, Amor de artistas, Aurora, Daniel, El crimen de ayer y Sobrevivirse estrenados con gran éxito en Madrid por la compañía Guerrero-Mendoza y por la de Fuentes-Moreno. Póstumamente se publica el drama lírico La promesa y la generación del 98 dará a Dicenta cierto valor.
            Vida y obra, como siempre se funden, y en el caso de Joaquín Dicenta construyen un montaje poblado de sensibilidad, bohemia romántica y altas motivaciones para el compromiso social de denunciar el vivir enajenado que la realidad sociocultural de la clase burguesa nos impone. Y aunque Coronado (s.f.) afirma que: “La literatura como expresión cultural y estética, funda se esencia en su propia libertad. El que pueda ser utilizada como instrumento ideológico o como artefacto estético no tener relación con su propia capacidad expresiva. La literatura llamada ‘comprometida’ funda su propio valor en su funcionalidad estética y no en el ‘mensaje’ que transporta”. Pensamos que trabajar en la Literatura refuerza la vocación de comunicar estética y estilísticamente una visión profunda del mundo, pero dicha visión siempre tendrá repercusiones en el curso de lo social, y por tanto dará nacimiento a una forma de compromiso con la libertad de los seres humanos.




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BIBLIOGRAFÌA

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Barreiro, Javier (2001): Cruces de bohemia. Madrid: Unaluna.
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Valbuena Prat, Ángel (1983): Historia de la literatura española, vol. V: Del realismo al vanguardismo. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, S.A. (Ibero).




* Este trabajo es resultado de las “Jornadas Ocléticas” organizadas por el grupo literario-filosófico Óclesis. Víctimas del Artificio. Período Noviembre-Diciembre de 2009.
[1] Dicenta fue gran amigo de Paso y le prologó su libro póstumo Nieblas en 1902.

jueves, 29 de mayo de 2014


Veredicto

Por: Hugo López Coronel
Óclesis

A la Licenciada


Coser

Obra gráfica de Esmeralda Ruiz
Los de antes habían puesto un primer nombre; lo llamaron El Ciclo, tan simple, y escaso de seudónimos que distrajeran la imagen de la mirada propia después de colocar la huella tras la oscuridad que cede a los brazos del día. La destreza característica es el sello que imprime los pesados andamios entre el caudal de este presente y las imágenes vertidas en dientes encajados, como jornada, el desliz de luz sobre el rostro; el llamado jala hacia tras desde la soledad pasajera cuando los pies desnudos ansían las sandalias y hace de dos tiros desnuda a la ventana de la cocina. Sonia y su faz de sonrisa, interpretada como autoridad heredada por quienes la nombraron Sonia; el cabello aún envuelto sobre los hombros y los olores castaños sobre el cuello con el molde de las letras de receta para el almuerzo. Desde su andar característico aprisiona el agua en la tetera de cristal mientras hurga en la alacena sobre su cabeza. -Sonia, por una parte, guarda los buenos principios a la hora de estar en la cama, pero, por otra, no dependas de la voluntad del que fabrica-. Voltea el rostro y recuerda las huellas sobre el albero. Pone el pulso sobre los botones del horno, suma los nombres de las cuentas para mañana en tanto extiende la mascarilla sobre los platos. La estampa repentina del regalo sin boda trae a la memoria las advertencias sin reparo: el legado del aumento de las masas de agua, de la boca de profecía con sus atavíos, de las cuerdas ciegas violando la nueva noche, la polvareda de los pasos de atrás cuando es entonces el suspiro que revienta y la voluntad firme regresa a los movimientos otra vez de casa. Hace el llamado porque una vez más todos duermen hasta tarde, como siempre sin pena, sus sueños intactos desde la luna y sus vertientes de mar, sin repiques para un escenario terso, petrificado en la cabecera del comedor y enmarcado en madera. Ella llama porque debe hacerlo, porque hay espera como cosecha, porque nacen miedos desde adentro, desde el impulso eléctrico que mecaniza los tendones que llegan hasta la punta de los dedos. Hay un envite y un movimiento; explota el llamado fraccionando el silencio y los clavos de la voluntad se enredan en todas partes. Su voz se escucha y los párpados se abren. 

Viste arracadas y blusa improvisada sin falda corta hasta el tobillo, las manos tibias en los bordes de los costados, el entrecejo dócil y las nalgas firmes de edad temprana mientras tú te sientas a la mesa todavía amodorrado. De primer impacto, su rostro te lleva al antojo, el amanecer castiga por abuso y las prendas se esconden de las manos, aunque, sin ser perfecto, se tenga por principio salir con el portafolios cerrado y la corbata bien puesta debajo del cuello. La miras coquetear con sus encantos, muy lejos de ser la señorita de casa, con el cigarrillo en mano, las mejillas blancas ubicando el rostro y las prendas falsas de la otra. La ves acercarse hasta ti, pone un brazo alrededor tuyo, el vértice de las piernas sobre tu vientre y te estrecha hasta su pecho; te dejas ir en su piel, pierdes el sueño. Desbocado, tu cuerpo derretido se hace en la corriente de la catarata circular que te vuelve a colocar sobre sus labios. Repites la mirada -Las leyes son mi profesión. Te sonríe, se aleja dejándote en silencio y en espera hasta el siguiente crepúsculo. La vista en la puerta sin cerrar es la última imagen que queda tras su partida.

La preocupación de Sonia no es ficticia, sabe que el deambular por la habitación alimenta el fuego de las capuchas en las velas. El recorrido en ascenso hasta la casa del sol la ata a los rezos, a las migraciones de los llantos de quienes alguna vez gastaron el misterio en ser niños. La caminata dentro de casa la instala en los pasillos, en las ventanas y las figuras sobre los muros. Las preguntas son las respuestas a la voluntad de querer explicar todo. Ha descubierto oídos pegados a la hiel, alabastros tejidos de regaños y muelles alertas que albergan navíos que desploman piedades entrañadas. Las cavilaciones de Sonia la llevan a hurgar nuevamente en la alacena y a observar el camino de las manecillas del reloj para hacer otra vez el llamado. Un desliz y sus manos puestas dentro del portafolios la obligan a creer que puede encontrar letras que formen palabras mientras agudiza el olfato sobre la corbata arrancada del cuello y dejada sobre el sillón. Ella se sabe madre, y él, aunque aún duerme, no logra desvestir el secreto de las arracadas guardadas en la bragueta del pantalón. La conjunción de los brazos del mecanismo se hace y entonces, como cada jornada ella llama; pero en esta mañana él no podrá levantarse.

Ya dabas importancia a los paréntesis entre las líneas de los códigos que a su llegada dejó mencionar. La jurisprudencia te resultaba tan confusa como las tildes en los nombres extranjeros de tu geografía extraviada, y de toda aquella disciplina, no siendo tuya, que utilizó para seducirte desde antes de tomar el volante. Sus breves caderas por debajo de ti emularon los callejones que alguna vez recorriste, siempre en busca de incertidumbres mal bordadas en la tela, sembradas, quizá, desde la luna y sus vertientes de mar. Su cuerpo te hizo llegar hasta la habitación, reformar uno de los medios para comprobar la veracidad de las afirmaciones teóricas a través de la confrontación de los contenidos obtenidos como resultado de tu experiencia. Sin darte cuenta, se hizo su ausencia. Había dejado escrito el veredicto en el sabor de tus labios y tus verracos se consumían en la espera por sus besos. La declaración en la que tú, jurado, respondió tras buscar la tarjeta con su número telefónico. La espera en las llamadas del teléfono. Una respuesta. Te dijo su nombre: Sonia. Hace tres meses que la licenciada falleció.

Santa Lucía, Valle de la Cuetlaxcoapan
Agosto de 2006





miércoles, 28 de mayo de 2014

Hielo, fuego y la magia amarilla:
el ferrocarril, la masacre bananera, la desilusión y la apatía
en Cien años de soledad

Blaine R. Winford
Colaborador
Óclesis

Introducción


Imagen: Neotraba. Óscar Alarcón  
En Cien años de soledad, la novela más conocida de Gabriel García Márquez, es común encontrar eventos maravillosos a través de todo el texto. Por ejemplo, que esté un pedazo de hielo en un sitio tropical sin tener como referente la refrigeración, es un momento mágico que vuelve crítico al discurso. Sin embargo, la “magia” del milagro del hielo registrado en la memoria de Aureliano Buendía viene acompañada de un suceso negativo, una desilusión: la desdicha de su fusilamiento. Numerosos hechos, independientemente de los progresos y las esperanzas que puedan reportar, terminan convirtiéndose en un acontecimiento negativo. En particular me refiero a la llegada del tren a Macondo, que a pesar de lo radiante del suceso, trae consigo el horror: la masacre bananera. La decepción y la desilusión son muy palpables. Dicha masacre es el acontecimiento más importante en la novela, porque ahí comienza la crisis más grande para Macondo: deterioro de su ritmo socioeconómico y desesperanza entre la mayoría de los pobladores. De hecho, aparecen numerosas tragedias a lo largo de toda la novela, las cuales conducen continuamente hacia muchas decepciones tanto a la familia protagonista, los Buendía, como a todos los habitantes del pueblo entero de Macondo, con sus incesantes “guerras civiles, invenciones tecnológicas, compañías extranjeras y tendencias venidas de la capital que intervienen en las rebeliones locales”, poniendo en escena “una sociedad ficticia que puede identificarse con la América Latina de los siglos XIX y XX” (Taylor, 1975: 99) [1].

El tren armarillo: vector de sueños y pesadillas

Aureliano Triste, uno de los diecisiete hijos del Coronel Aureliano Buendía, tiene “los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo”[2] (Cien, 254)[3] y promete prosperidad a través de la introducción de nueva tecnología en Macondo para producir hielo: nuevamente, se evoca la imagen del hielo. Sin embargo, dicha imagen se vuelve menos mágica, cuando es descrito que “en poco tiempo incrementó de tal modo la producción de hielo, que rebasó el mercado local, y Aureliano Triste tuvo que pensar en la posibilidad de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga” (Cien, 254). A medida que Aureliano Triste provee los medios para fabricar hielo, se disminuye el efecto maravilloso que causa el mismo, pues desde generaciones atrás, había sido imposible producir dicho producto con facilidad, debido al clima y la tecnología existente.
En aquellos tiempos, obviamente, el coronel Aureliano Buendía pensaba imposible producir hielo y el único que lograba hacer aquel milagro era Melquíades, uno de los gitanos que con frecuencia traía misteriosos dispositivos. Sin embargo, los “secretos” que tienen estas máquinas y los nuevos conocimientos no son comprendidos por la población. Por eso, Aureliano Triste ofrece una idea que vaya más allá de la familia: la producción de hielo tiene que ser un conocimiento común en vez de algo mágico. El hielo ya no es un milagro, sino un producto comercial: es entonces cuando piensa dar el paso decisivo no sólo para la modernización de su industria, sino para vincular a la población con el resto del mundo: “¡Hay que traer el ferrocarril!”, dijo Aureliano.  “Fue la primera vez que se oyó esa palabra en Macondo” (Cien, 255).
Esta máquina se convierte en una opción más de la maravilla, que ya por tradición, traían los gitanos que visitaban Macondo. El hecho de que este artefacto haya surgido de la imaginación de alguien diferente a Melquíades o los gitanos, despierta el interés de la población; ya no es un objeto de exposición, como en años pasados, sino un peligro potencial u objeto mágico.
Los macondianos esperan “al inocente tren amarillo[4] que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo” (Cien, 256). Aquí podemos observar que hay un presentimiento, una advertencia de que esta cosa misteriosa es algo más que una novedad o maravilla. Cabe destacar que, después de llamar “inocente” al tren, el narrador describe la locomotora como algo que trae consecuencias, tanto positivas como negativas. La palabra “inocente”, por supuesto, tiene el efecto de evocar imágenes maravillosas y sugerir cuestiones positivas; además, ésta es la primera idea que se forma el pueblo. Los ciudadanos ya han visto muchas tecnologías misteriosas que los gitanos llevaban, y no había consecuencia negativa alguna producida por esos objetos. Por ello, para los macondianos, la llegada del tren no es causa de sospecha. Lo que provoca dudas es qué acarrea el tren.
Dicha sospecha negativa se confirma cuando llegan Mr. Herbert, quien destaca por ser de “esas criaturas de farándula, con pantalones de montar y polainas, sombrero de corcho, espejuelos con armaduras de acero, ojos de topacio y pellejo de gallo fino” (Cien, 259), y Jack Brown, el dueño de la compañía bananera. La vestimenta de Mr. Herbert evoca la imagen de lo exótico desde la perspectiva del narrador. De hecho, esta descripción sugiere intenciones sospechosas, ya que Mr. Herbert tiene la apariencia de no ser simplemente un explorador, sino un científico que piensa permanecer y explotar los recursos de la región. Este atuendo, llevado por un gringo, sugiere que, al explorar esta tierra, posiblemente traiga consecuencias negativas para los habitantes del pueblo. El problema para Macondo es que Mr. Herbert y los forasteros que vienen con él son gente con potencial para realizar cambios no solamente profundos, sino no deseados. Con la presencia de estos hombres comienzan las calamidades a través de todo el texto, específicamente, las desgracias sociales, personales y económicas que ocurren hasta culminar con la masacre bananera. La súbita instalación de la compañía bananera se produce cuando llegan estos hombres, y, al mismo tiempo, alimentan la sospecha entre los ciudadanos de Macondo:

Cuando llevaron a la mesa el atigrado racimo de banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó [Mr. Herbert] la primera fruta sin mucho entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba, saboreando, masticando, más bien con distracción de sabio que con deleite de buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le llevaran otro. Entonces sacó de la caja de herramientas que siempre llevaba consigo un pequeño estuche de aparatos ópticos. Con la incrédula atención de un comprador de diamantes[5] examinó meticulosamente un banano seccionando sus partes con un estilete especial […] Fue una ceremonia tan intrigante, que nadie comió tranquilo esperando que Mr. Herbert emitiera por fin algún juicio revelador, pero no dijo nada que permitiera vislumbrar sus intenciones” (Cien, 259-260).

Al saborear la fruta y sacar instrumentos de medición que los macondianos no han visto antes, Mr. Herbert parece experimentar su propio sentido de la magia, un encantamiento por los bananos De nuevo, la maravilla se vuelve patente cuando Mr. Herbert está tan concentrado en medir cada elemento del banano. Su reacción de maravilla y magia hacia la fruta trae al mismo tiempo otra de sospecha, porque al principio “arrancó la primera fruta sin mucho entusiasmo” y “al terminar el primer racimo suplicó que le llevaran otro” (Cien, 260). Más mágica es la llegada repentina de “un grupo de ingenieros, agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares donde Mr. Herbert cazaba mariposas” (Cien, 260). Este flujo de gente no sería posible sin la llegada de la ya mencionada maravilla amarilla: el tren.  Al mismo tiempo, esta maravilla traída por los gringos provoca reacciones negativas y sospechas en los habitantes de Macondo. Para los macondianos, era normal ver máquinas novedosas cuando los gitanos se las demostraban, porque eran irrelevantes y evocaban poca magia. Además, eran sólo muestras de estas “maravillas” y nada más. Cuando llega Aureliano Triste en el tren, por lo menos él es un lugareño, además de ser el hijo de un macondiano (del coronel Aureliano Buendía). Sin embargo, los recién llegados tienen toda la intención de poner a trabajar las herramientas que traen de otra parte.
Dentro de los drásticos cambios que están sucediendo en Macondo, quizá el más relevante es el establecimiento de la compañía bananera, que según Taylor (1975), es el “modelo económico que subyace y determina en última instancia el camino de la decadencia de Macondo”.[6] Con la llegada de los gringos, evidentemente desaparece el sentimiento maravilloso tan pronto como apareció. Los Buendía deciden hospedar a los forasteros con la intención de hacer negocios con ellos. Sin embargo, los visitantes muestran poco respeto hacia aristocrática familia de Macondo:

La casa se llenó de pronto de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos mundiales, y fue preciso agregar dormitorios en el patio, ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una de dieciséis puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun así hubo que establecer turnos para almorzar. [Los visitantes] embarraban con sus botas el corredor, se orinaban en el jardín, extendían sus petates en cualquier parte para hacer la siesta, y hablaban sin fijarse en susceptibilidades de damas ni remilgos de los caballeros (Cien, 262-263).

Se usa el término “invencibles parranderos mundiales”[7] como si los visitantes fueran casi dioses dispuestos siempre a tomar el mando en el pueblo. Así como el hielo de Aureliano Buendía era una cosa maravillosa en viejo Macondo, el jardín es reducido a una cosa sin relevancia ni magia, ya que los forasteros no son capaces de mostrarle respeto. De hecho, la primera persona que expresa un sentimiento de indignación es el mismo Aureliano Buendía, al decir “miren la vaina que hemos buscado, no más por invitar a un gringo a comer guineo” (Cien, 262).  Es la primera vez que se expresa cierta desilusión después de la llegada del tren.
Indirectamente, con la llegada del tren, ocurre una especie de acontecimiento negativo para la familia protagonista: los Buendía, la familia burguesa de Macondo, ven desaparecer su influencia al llegar los fuereños. La casa, la cual destaca entre las demás, es poca cosa para los forasteros. Al contrario de los gitanos que visitan el pueblo y se marchan, los gringos intentan apropiarse del pueblo. Lo sobresalientes es que esto no le ocurre a cualquier familia de Macondo, sino a los Buendía, y al ocurrirle a ellos, la mayoría de los problemas se extienden también a la burguesía local, y después al resto del pueblo.  Gracias a que hacen dinero aliados a los forasteros, los Buendía son reducidos a un nivel servicial, o peor, a un nivel de esclavitud del cual no pueden escapar. Esta desilusión es el resultado directo de la idea de producir hielo que tuvo Aureliano Triste. Dicha desilusión alcanza su punto máximo cuando Aureliano Buendía pronostica la muerte de sus hijos como hecho eventual de este desastre. “Aunque nunca lo identificó como un presagio, el coronel Aureliano Buendía había previsto en cierto modo el trágico final de sus hijos” (Cien, 272), porque “trató de disuadirlos”, de estar en Macondo, y fracasó. Inclusive sugiere que hoy es peligroso vivir en Macondo, debido los cambios acelerados, discrepancias y resultados negativos esparcidos por todo el pueblo.

Imagen: Neotraba. Óscar Alarcón
Aureliano Buendía muestra una fuerte desilusión, que más bien parece una falta de esperanza. Pero antes de ver cumplidos sus pronósticos, ocurrirá otro evento trágico como resultado de la llegada del tren y el establecimiento de la compañía bananera.  Cuando durante la Guerra Civil[8] llega a Macondo el régimen conservador de la capital, por lo menos se trataba de un asunto político interno, entre ciudadanos del país; pero, “cuando llegó la compañía bananera, […] los funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros autoritarios […] Los antiguos policías fueron reemplazados por sicarios con machetes” (Cien, 273). Esta sustitución de la ley local por una extranjera indica la pérdida de poder entre los habitantes originales de Macondo. La idea del ferrocarril ya no pertenece al pueblo, sino a la compañía bananera. Por eso, más que una promesa para la gente de Macondo, el resultado fue la falta de control hacia los asuntos del propio pueblo, quedando la compañía como una “muestra simbólica de su poder de un dios”[9] (Taylor, 1975: 106). Otro ejemplo de que el poder ha pasado a otras manos (de Macondo y los Buendía a la compañía bananera) es que los recién llegados se encuentran armados y preparados para matar a los habitantes con que solo lo ordene la compañía. Ya no hay autoridades que defiendan la ley local, y la corrupción y el desorden son ya cosa común para el pueblo, los oficiales locales y nacionales han perdido toda credibilidad. La falta de una ley estable y local, y el aumento de la influencia de una fuerza foránea —la compañía bananera— disminuye la sensación de seguridad de vivir sin que ocurran eventos terribles, como lo muestra el fragmento siguiente:

Por esos días, un hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal llevó su nieto de siete años a tomar un refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño tropezó por accidente con un cabo de la policía y le derramó el refresco en el uniforme, el bárbaro lo hizo picadillo a machetazos y decapitó de un trajo al abuelo que trató de impedirlo. Todo el pueblo vio pasar al decapitado cuando un grupo de hombres lo llevaban a su casa, y la cabeza arrastrada que una mujer llevaba cogida por el pelo, y el talego ensangrentado donde habían metido los pedazos del niño (Cien, 273-74).

El lamentable tropezón del “nieto de siete años”, provocó que las autoridades mataran al abuelo. La sustitución del poder es el anuncio de la última desilusión de Macondo —la masacre bananera; lo que suponía ser un momento de promesa, algo tan torpe, como el que todo en el pueblo pudieran tener acceso al hielo, como resultado de la iniciativa de Aureliano Triste, termina en convertirse un desastre, al que le sigue otro y otro.
Cabe hacer notar que aquel niño asesinado, llevado por su abuelo y con solo siete años, se asemeja mucho a un hecho ocurrido al coronel Aureliano Buendía durante su niñez: un adulto lleva a un niño a observar algo, que en su momento fue considerado por generaciones como imposible: lo frío en un área tropical; pero, más allá de este hecho, ambos niños observarán también una ejecución (pues, para Aureliano, fue casi una ejecución)[10] a manos de un extraño a Macondo, sin tener control de dicho suceso. En ambos casos, el simple placer de ser testigo de algo casi maravilloso se transforma en un desencanto mortal: ver una muerte violenta después de experimentar una cosa supuestamente mágica. No obstante, la diferencia aquí es que el nieto es testigo de tal horror a una edad mucho más joven que cuando le pasó a Buendía; éste por lo menos, tiene una buena oportunidad y tiempo suficiente para contemplar su maravilla, mientras que el nieto ni siquiera disfruta su momento mágico. El niño hecho “pedazos” es un acontecimiento que notifica absolutamente una maravilla inocente. En vez de un acto prometedor hay un espectáculo horripilante que, por diversas razones, no se puede olvidar. Esta imagen representa la culminación de la pérdida de esperanza en el tiempo, así como por un gran número de promesas no cumplidas y maravillas reducidas. La vertiginosa producción del objeto mágico del coronel Aureliano y Aureliano Triste (el hielo y el frío) resulta un desastre para otra gente.
Como podemos observar, este acontecimiento es resultado indirecto de la presencia de la compañía bananera traída por el famoso tren que llega a Macondo.[11] Igualmente, esta situación se puede comparar con las acciones y esperanza que el coronel Aureliano Buendía guardó en su momento, y que han acaecido en la reciente incorporación de guardias extranjeros a Macondo, quienes están muy ligados al asesinato de sus dieciséis hijos, más Aureliano Triste. Ya que en un arranque se le ocurre decir que: “¡Un día de éstos, voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de mierda!” (Cien, 274). Este desafío a la autoridad que viene de fuera, provoca que su profecía se cumpla sobre el destino de sus hijos. En efecto, aunque tenga buenas intenciones de recobrar Macondo, las consecuencias catastróficas impiden su objetivo: la eliminación de su estirpe “en el curso de esa semana”[12] (Cien, 274). Después de la muerte de sus hijos y antes de morir, la única idea de esperanza que le queda al coronel Aureliano Buendía es la llegada del circo:

Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste[13] […] y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño (Cien, 305).

Desde la evocación de los recuerdos del hielo “mágico”, en que por vez primera Buendía experimenta un momento maravilloso a pesar de estar frente a un pelotón de fusilamiento, ahora, frente a todos los espectáculos y maravillas que se han convertido en una pesadilla, es finalmente testigo de una inocencia incapaz de destruir Macondo. Sin embargo, esta noción de magia se esfuma rápidamente cuando observa a los curiosos asomados al “precipicio de la incertidumbre”. Así, la cita anterior, contiene hasta cierto punto un aire cínico: pues a pesar de que han aparecido muchas tragedias, queda la posibilidad de que aparezca algo mágico (el circo). Ahora, Aureliano vive por un solo motivo: el recuerdo de su pasado que ofrece oportunidad e imaginación. No obstante, al tratar de mantener la imagen sublime del circo, pierde el recuerdo. En este caso su propia mente le causa la desilusión. Después de ver una de sus maravillas favoritas, el circo, una vez más el recuerdo muere finalmente.  Como resultado, “se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño”.[14] Sin la promesa ni la imagen de lo maravilloso, Aureliano Buendía se vuelve vacío y, al final, se muere. A pesar de la maravilla y la emoción que destila Aureliano, las consecuencias siguen siendo inversas, los Buendía siguen atravesando por momentos trágicos diariamente. Pero, antes de la masacre bananera, guardan cierta esperanza en José Arcadio Segundo.

De hielo a fuego: la masacre bananera y la última decepción

José Arcadio Segundo “y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la clandestinididad”, aparecen para arengar “manifestaciones en los pueblos de la zona bananera” y para protestar contra “la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo” (Cien, 340-341). A pesar de los esfuerzos del coronel Aureliano para convencer al pueblo de defender sus derechos, hay una especie de desaliento, ya que los macondianos no cuentan con los mismos bríos, como antes los habían tenido para expulsar a los conservadores de la Guerra Civil, como para expulsar a los gringos de la compañía bananera. Pero antes de la aparición de José Arcadio Segundo, esta situación se presenta en los otros pueblos en la zona bananera. Como resultado de tanta desventura (la sustitución de las autoridades, la decapitación del abuelo, la mutilación de su nieto, los asesinatos de los Aurelianos, etc.), la pérdida de esperanza se hace más difícil resolver. José Arcadio Segundo, en este caso, intenta lograr el milagro de eliminar la apatía: “los obreros no se animan emplazar a huelga por su propio esfuerzo”[15] (Krapp, 2001: 404), porque hay tanto miedo y duda entre ellos que no pueden oponerse a la influencia de la compañía bananera, así como al régimen conservador.
Al principio, todo parece favorecer a José Arcadio y su facción de luchadores revolucionarios, hasta que Jack Brown engaña a los jueces y prueba “la inexistencia de los obreros”[16] (Cien, 343). La ineptitud demostrada por los jueces aumenta la desconfianza y la apatía hacia el Gobierno por parte del pueblo, pues la protección de sus garantías ya no depende de las leyes de su propio país. Al engañar a los que —supuestamente— imponen las leyes con tanta facilidad, es oro momento en que la potencial esperanza se extingue. De hecho, la lamentable acción de los jueces sugiere que los oficiales sienten segura apatía hacia el pueblo. Después de que los obreros de la compañía volvieron a sus labores, “la Calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro horas” (Cien, 343). Los ciudadanos de Macondo siguen trabajando como si no pasara nada. Aunque las acciones de la compañía son enérgicamente opresoras, a los habitantes de Macondo parece no interesarles llevar a cabo una huelga, más que a José Arcadio Buendía y líderes rebeldes. Los negocios siguen su marcha a pesar de que Jack Brown ha engañado a los jueces y de que los obreros sean pagados todavía con jamones de Virginia. Los macondianos parecen estar satisfechos de no haber promovido una huelga, porque ya es tanta la desilusión que tienen por los sucesos ocurridos desde que la compañía comenzó a imponer sus leyes y reglamentos. Pero no será, hasta que José Arcadio Segundo promueva otra rebelión contra la compañía y el Gobierno conservador, que la gente se involucra en una lucha contra el establecimiento, el cual impone la ley marcial. Las intenciones de José Arcadio Segundo por quebrar el mando de la compañía bananera y del Gobierno federal, deviene en el último desencanto: la masacre bananera. En esta escena, José Arcadio lleva a un niño entre el caos de la muchedumbre. Este niño es testigo de una destrucción sin precedente, incluso de la muerte de su propia madre. La siguiente imagen es una versión perversa de la de Aureliano Buendía frente al pelotón:

Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea […] Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado (Cien, 346-47).

Contrario a las sugestivas maravillas de Aureliano Buendía, este espectáculo que el niño vive se encuentra enlazado directamente a la muerte y las armas. La ametralladora no es la máquina de maravilla y magia que demostraron los gitanos, sino el avance de una tecnología violenta que evoca imágenes de un dragón (Véase Cien, 347). La maravilla que presencia el niño es la de la acelerada producción del fuego. Este evento increíble, una escena de catástrofe y calor asesino, es una imagen yuxtapuesta a la del hielo de Aureliano Buendía, de magia positiva y prometedora. Mientras la producción de hielo por Aureliano Triste disminuye la magia de la maravilla del coronel, la imagen en que José Arcadio lleva al niño en los hombros niega absolutamente la noción de lo positivo. Además, el hecho de que los vecinos del niño, muchos años después, siguieran “creyéndolo un viejo chiflado”, afirma la desilusión y la desesperanza que la masacre engendra. Ya que no hay fuentes históricas[17] de este desastre en Macondo, se aviva aún más la desilusión y la apatía, porque no hay imágenes visuales a las que los macondianos que experimentan la masacre se puedan referir. Por eso, los que sobreviven la masacre no tienen ninguna generación futura que crea en sus relatos. Sin una persona que crea estos relatos de tragedia, no hay ninguna memoria que prevenga que vuelva a ocurrir otra tragedia como esta.
Existen numerosos ejemplos de acontecimientos negativos a partir de algo que ofrece esperanza, promesa o magia en Cien años de Soledad, siendo la masacre bananera el cenit de las consecuencias negativas que suscita el deseo de lo maravilloso. Es el punto clave de la novela. Efectivamente, aunque no se trata de todo el texto, en evidente que cada vez que se pretende ganar esperanza, promesa y maravilla, como se muestra en las escenas en que Aureliano piensa en la fabricación del hielo o, la idea del ferrocarril de Aureliano Triste, los resultados son negativos (la llegada de la compañía bananera, la decapitación del abuelo, la masacre bananera). Lo mágico y lo maravilloso rápidamente se transmuta en lo negativo, es decir, a cada maravilla le corresponde apatía, tragedia o desilusión. La negatividad se asocia habitualmente con la idea de lo maravilloso.

Bibliografia

DÍAZ CABALLERO, Jesús (1987): “Los manuscritos de Melquiades: una interpretación hegeliano-marxista de Cien años de soledad”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, No. 13, pp. 201-07.
DEPETRIS, Jessica (2004): Recovered Memories: Reading Cien Años De Soledad in Times of Globalization. EEUU: Diss. Arkansas State University,.
ECHEVARRÍA GONZÁLEZ, Roberto (1967): “Cien años de soledad: The Novel as Myth and Archive”. MLN, No. 99, pp. 358-80.
GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (1967): Cien años de soledad. Madrid: Real Academia Española.
KRAPP, John (2001): “Apathy and the Politics of Identity: García Márquez’s One Hundred Years of Solitude and Contemporary Cultural Criticism”. LIT, No. 11, pp. 403-427.
MÉNDEZ, José Luis (1989): Cómo leer a García Márquez: una interpretación sociológica. San Juan: Universidad de Puerto Rico.
TAYLOR, Anne Marie (1975): “Cien años de soledad: History and the Novel”. Latin American Perspectives Colombia: The Anti-Imperialist Struggle, No. 2, pp. 96-112.








[1] Cita original en inglés: “...civil wars, technical inventions, foreign companies, and tropos from the capital who interven in local rebellions» y “represent a fictional society identifiable as nineteenth and twentieth-century Latin America”. Además, es frecuente notar que las obras de García Márquez están escritas sobre numerosos contextos históricos y, algunas veces, autobiográficos.
[2] Aureliano Triste tiene varias características de su abuelo José Arcadio que son claves para comprender los eventos que describiéremos, destacando la habilidad y conocimiento para utilizar las nuevas tecnologías que llegan al pueblo.
[3] Cien se refiere a la novela Cien años de soledad, y será citada así en todo el trabajo.
[4] El color amarillo del tren es una referencia frecuente en el resto de la novela. Se asocia este color con las consecuencias negativas que acarreará el establecimiento de la compañía bananera (el tren amarillo, los bananos mismos, las mariposas amarillas que aparecen alrededor de Meme y su amante Mauricio Babilonia, un mecánico de la compañía bananera, etc.).
[5] Evoca la imagen de un explorador de África que explota la industria de diamantes y que participa simultáneamente en el neocolonialismo norteamericano. La vestimenta de Mr. Herbert  no es solamente el estereotipo de los exploradores norteamericanos de las selvas de Latinoamérica, sino europeos en las tierras de África. Tanto los bananos como los diamantes eran los productos más explotados en Latinoamérica y África.
[6] Cita original: “…the economic model which underlies and ultimately determines the course of decline of Macondo”.
[7] Hay un sentido de ironía en la frase “invencibles parranderos”. Los Buendía, la estirpe burguesa, es el único grupo —fuera de los gitanos— que entiende, e intentan hacer uso de la nueva tecnología para su propio interés. Aureliano Triste, quien hace inversiones en un ferrocarril y tiene la sangre de un Buendía, se puede considerar bajo la categoría ya arriba mencionada.
[8] Hago referencia a la Guerra Civil que Aureliano Buendía emprende contra el régimen conservador de Apolinar Moscote, su suegro.  En total, hay 32 guerras en las que Aureliano participa y, al mismo tiempo, en las que llega a perder.
[9] Cita original: “gesture symbolic of its god-like power”. La compañía bananera parece invencible en varias ocasiones. Más tarde haré la reflexión sobre la escena en que Jack Brown, el presidente de la compañía, engaña a los jueces federales para salvar su negocio.
[10] Aureliano, frente al pelotón mientras piensa de nuevo sobre el hielo, evita su ejecución y sigue viviendo hasta tener 50 años.
[11] Hay una cita en la novela que ocurre durante la descripción de la sustitución de las autoridades locales.  Se describe la condición de Macondo después de imponer las leyes de, efectivamente, los forasteros y la compañía bananera: “Y no padecieran el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo” (Cien, 273). Se puede decir que el tren tiene la acción de un mosquito, ya que es un insecto que daña al huésped (particularmente, la fiebre amarilla). Por eso, es adecuado que se enfaticen los mosquitos en la cita ya mencionada.
[12] Se menciona que “sus diecisiete hijos [de Aureliano Buendía] fueron cazados como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza” (Cien, 274). Lo irónico es que Úrsula pensaba que las cruces protegerían a sus nietos de una situación horrible, sin embargo, con ello los marca para la muerte. Sugiere que este evento representa una desilusión de algunas ceremonias religiosas, o lo religioso en general.
[13] Destaca “el dromedario triste”, porque, como este tipo de animal, parece que Aureliano Buendía puede soportar las condiciones más hostiles hasta envejecer.  El dromedario tiene un paralelismo con Aureliano: solo y sin esperanza.
[14] El castaño, donde José Arcadio y Aureliano Buendía se mueren, es un símbolo de decepción, desilusión y autonegación. Al volverse loco, después de descubrir que su estirpe desaparecerá, José Arcadio es amarrado por su familia. Aureliano constantemente se niega a reconocer a su padre. Después de treinta y dos guerras civiles y los asesinatos de sus hijos, intenta mantener su último recuerdo sin éxito.
[15] Cita original: “the workers do not bring themselves to strike on their own”.
[16] Jack Brown, increíblemente, engaña a los jueces federales y los convence de que ni la compañía bananera ni los obreros existen.
[17] Hay tres fuentes escritas en Macondo: Los manuscritos de Melquiades, “en los cuales se relata la verdad histórica de la ciudad y su clase dominante” (Díaz Caballero, 1987: 203), la Enciclopedia de los Buendía, la cual está escrita en inglés y la librería del hombre catalán. Los manuscritos están escritos en sánscrito.