sábado, 6 de mayo de 2017

El Ordinario

Por: Braulio Hernández García




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Se separaron sus pestañas de nuevo, sólo para sentir la penetrante luz del móvil atravesar su cerebro; con esperanza y sin calma observa el nombre del contacto de su pareja rogando que éste lleve por debajo la frase “en línea”.  No pasa.
Ya han pasado quince minutos y las lagañas siguen adheridas a sus lagrimales.
Agua fría, agua caliente; demasiado caliente, demasiado fría, da igual.
El mismo jabón rosado de ayer recorre su rara piel; el mismo estropajo de ayer es frotado con fuerza sobre su rostro. Las lagañas siguen ahí.
El hisopo se adentra directo en una de sus cuevas dispuesto a hallar el tan incómodo oro.
Han pasado  ya cuarenta minutos desde que se despertó, y no ha entrado en sí mismo.
Se enfrenta con su enemigo al frotar del espejo el vapor, y su mente cree estar de acuerdo con la realidad que dice vivir.
Pasa el tiempo y sólo lo desperdicia sentado, desnudo en su cama, pensando en absolutamente nada, buscando motivaciones, o sólo figuras en las grietas del techo de su habitación.
A pesar de sólo faltar diez minutos, alcanza a cubrir su amorfo cuerpo con algo de ropa, orientada a ser la sensación entre sus compañeros o gente en general.
Suele peinarse con secadora y un viejo cepillo redondo de hebras duras para dar volumen a su cabello; han pasado ya diez minutos después de la hora indicada para atravesar el portón, y aún no se encuentra a sí mismo. ¿Qué le pasa? Ni él lo sabe, todos parecen entenderlo excepto él mismo.
Baja corriendo con su mochila al costado, con una mascada alrededor del cuello, anteojos grandes, dientes sucios a darle un beso de buenos días a su amiga la psicóloga y a su consejero el maratonista. El maratonista despierta como un oso en Marzo y extiende la mano hacia el buró para tomar de su extraña billetera cincuenta míseros pesos y dárselos para atravesar la ciudad.
Todos se prometen un par de cosas entre sí, inconscientes de la fragilidad de la vida y de la ligereza de las palabras, pero siempre creyendo en la experiencia de tenerse ayer, y antes de ayer, y mucho antes.

Él no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, y no sabe lo que quiere hasta que lo ve venir; así la vida del ordinario se repite sin fin, trayéndolo hasta aquí, en frente de mí.


Síndrome de Estocolmo

Por: Jozajandy Guzmán Aranjo


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Imagina que vas caminando por la calle, acabas de salir de una tienda y vas rumbo a casa, todo parece tranquilo y normal en la acera hasta que notas que un auto va muy lento junto a ti. Caminas un poco más rápido porque empiezas a desconfiar, el carro aumenta un poco la velocidad, das gracias porque hay una esquina en la que puedes doblar e intentar entrar a alguna tienda antes de que pase cualquier cosa. Justo al dar vuelta un sujeto te impide el paso, te cubre la boca y te lleva hacia la camioneta mientras alguien más abre la puerta, una vez dentro arranca a toda velocidad. Imagina ahora que estás en un cuarto medio oscuro con alguien vigilándote mientras otras personas hablan por teléfono en la habitación continua, sabes que has sido secuestrada, estás aterrada y temes por tu vida.
            Pasan las horas y comienzas a notar que el tipo que te vigila se ve amable, te pone la comida suavemente sobre el banquillo, te sonríe en modo de comprensión, pareciera ser que no le gustara que estés en esa situación, no se ve como si fuese violento y, si no estuvieras en una situación seria, hasta podrías pensar que es guapo. Mientras los otros tipos te gritan o golpean cosas en la otra habitación, tu vigilante no se separa de ti. Sabes que eso hacen las personas que vigilan, no quitar la vista de las otras personas, pero sientes como si a él realmente le gustara estar ahí vigilándote. Empiezas a sentir simpatía por el tipo y comienzas a entender y comprender las razones que lo llevaron a secuestrarte y no lo culpas por eso. De repente ya no tienes ansias porque llegue alguien a tu rescate, estás casi segura de estar enamorada de tu vigilante.
            Esto podría ser el inicio de una novela dadas las raras circunstancias que presenta, y como se trata de romance, a los lectores no les importará que el chico sea alguien que planea matar a la protagonista. Podría ser un éxito en ventas. Pero no, esta situación no es una novela, según datos del FBI esto le ocurre al 27% de 4700 personas secuestradas. El 23 de agosto de 1973 hubo un intento de asalto en un banco de Estocolmo en Suecia, el asaltador secuestró a 4 personas al verse acorralado, a pesar de todas las amenazas contras sus vidas, los rehenes acabaron defendiendo a su captor y afirmando que confiaban plenamente en él. Ese fue el principio del nombre de este peculiar síndrome: Estocolmo.
            El síndrome de Estocolmo es un estado psicológico pasajero en donde la víctima de un secuestro siente un fuerte vínculo por su captor, tiene una justificación moral y gratitud hacia el secuestrador llegándolo a defender de las autoridades y negarse a dejarlo. Los psicólogos dicen que esto puede ser un mecanismo de defensa de las mismas víctimas al no poder soportar el shock que les causaría la situación. Otros expertos se muestran reacios al llamar síndrome a este estado, porque “no cuenta con un conjunto clínico de signos y síntomas bajo una misma entidad para considerarse una categoría psicopatológica con diagnóstico diferenciado” (Abardía, s.f.)
             Pero, ¿qué puede hacer que una persona entre en ese estado mental? Los expertos concluyeron que deben de ser necesario 3 factores para provocarlo en alguna persona: 1) la situación de crisis o secuestro debe durar varios días; 2) los secuestradores permanecen en contacto con sus rehenes; 3) los secuestradores se rehúsan a maltratarlos o golpearlos. Éstos pueden ser los culpables de la activación del síndrome de Estocolmo. Puede o no ocurrir estrictamente a pesar de presentar los 3 puntos mencionados, cada persona es diferente y como consecuencia reacciona diferente.
               Debe ser frustrante, aunque las víctimas no lo noten en ese momento, que la razón, que es al fin de cuentas una de las pocas cosas que nos diferencían de otras especies, se ve pasada a segundo plano y el instinto de supervivencia es el que toma el relevo, manifestándose como empatía a tu captor. No sabremos lo que una persona afectada con este síndrome esté pensando en ese momento, pero desde fuera podemos ver que no es racional. Al hablar de un tratamiento no deberíamos olvidar que la memoria es selectiva, la víctima recordará lo que quiera recordar y se olvidará, en estos casos, de que su vida estuvo en peligro. Una vez fuera de peligro la víctima seguirá pensando de la misma manera, seguirá viendo a su captor como el bueno del asunto, razón por la cual deben tener ayuda psicológica para volver a la realidad, el tiempo que se tome dependerá del tiempo que ha sido secuestrada.
             Es importante destacar que la información del síndrome de Estocolmo aún es poca y que se debe estudiar las reacciones de las víctimas cuidadosamente. Tampoco debemos olvidar que al fin de cuentas el síndrome de Estocolmo mantiene, de alguna manera, a las personas secuestradas lo más “cuerdas” posibles para no caer en un estado de shock o demasiado estrés de lo que pueden soportar. El cerebro busca como salvarnos la vida, siempre lo hace, hasta cuando dormimos, el síndrome de Estocolmo es sólo una de sus maniobras para hacerlo.

Bibliografía:

Abardía, R. B. (s.f.). lifeder.com. Obtenido de https://www.lifeder.com/sindrome-de-estocolmo/