viernes, 29 de abril de 2016


Esto es México: de por qué estamos como estamos

Por: Jorge Cabrera Piña[1]


Participar del día a día y sus revelaciones es una invitación que no podemos darnos el lujo de rechazar… tal cual, no podemos. Sería tanto como pensar en escapar a un lugar que no se encuentre bajo el cielo. No, esta extraña danza de lo cotidiano la encarnamos todos puntualmente, con nuestra participación de testigos silenciosos las más de las veces.
Porque no todo consiste en quedarse ahí, construidos a cada momento por la inescapable condición que es el ser social manifiesto en los espacios del día a día. Hace falta en cada caso alguien que esté mirando el rebaño de gente para que se sepa que está ahí, llamándose rebaño, y éste corresponde estando ahí, mutando lentamente sin dejar de ser.
El hecho de asomarse al ritmo diario de la interacción humana equivale a ver en el núcleo de cualquier célula del cuerpo; sin importar su tipo, se hallarán en todo momento –y en el mismo lugar- los cromosomas que contienen la información que lo rige y lo fundamenta todo en el organismo al que pertenecen. Así, mirar en el fenómeno social es comprender el fundamento de la situación en lo inmediato; por qué estamos como estamos.
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Para acudir al ejercicio y observar el fenómeno social es necesario profundizar en la interacción entre las personas justo en esos espacios de recreo para los derroteros de la cultura, ahí donde la colectividad se manifiesta a través de la transparente lógica individual. Sólo participando de lo que ocurre en los sitios propicios para la convivencia forzada, es posible apreciar los tristes trazos que fundamentan nuestra idiosincrasia y nuestra identidad.
Los más sencillos hábitos de cada persona, y a través de ellos las creencias propias, se manifiestan de una forma u otra en la interacción social de cada día, independientemente del nivel y forma de comunicarse. El entendido del mundo que tiene cada quien está presente en el modo de abordar la circunstancia. Y en ello se reproducen los modelos que fundamentan los grandes problemas sociales de ayer, hoy y siempre.
En principio hay que aproximarse al comportamiento de las personas en los espacios públicos compartidos a fuerza de perseguir los mismos objetivos, como son los sitios de trabajo, recreación y entretenimiento, lo cual hace posible asomarse a su forma de pensar –a la perspectiva de valor que se tiene sobre el mundo-, que fragmentada en condiciones individuales, conjuga en un solo legado aspectos comunes sobre aquellas cuestiones presentes en las vidas de todos.
Enseguida es que se vislumbran las causas de los grandes problemas de la sociedad mexicana, de las quejas de todos los días que conforman una sola letanía recitada en millones de voces como un coro discorde sonando a un tiempo. Basta observar como abordan mujeres y hombres, sin importar edad y condición, los eventos lógicos de cada contexto, como afrontan las variables extrañas, la sonrisa malévola de lo fortuito, para entender cómo piensan, desde dónde ven el mundo, y a partir de ahí, por qué la sociedad es como es y los motivos de su queja.
Pienso en la fauna del transporte público, sitio donde los habitantes de esta ciudad pasan casi tanto tiempo como el que se dedica a los hábitos de supervivencia –como el sueño o la alimentación-; en ese joven en el autobús que escucha música estridente sin usar audífonos, reclamando su espacio vital y defendiendo su individualidad con el área que alcanzan a cubrir las ondas sonoras cargadas de letras furiosas desde un teléfono que él no compró. Transgrede el espacio de la colectividad pero nadie protesta por ello.
Pienso en la necedad de algunas personas de ocupar los asientos en los autobuses, donde el valor que cada quien le da a su cansancio, es el único criterio para definir quién tiene y quién no el derecho a sentarse en algo que ya no son ni roles ni estereotipos, sino las difusas y discutidas figuras de quién merece qué en la sociedad, dado que la premisa es que nada alcanza para nadie. La señora ni pregunta ni pide permiso, busca el asiento como el polo negativo se entrega al polo positivo, asumiendo que es el lugar que su herencia le ha reservado y que todos lo entienden.
Pienso incluso en que ya no es uno, sino dos vendedores de cualquier chatarra, golosina o artificio inútil al mismo tiempo pasando entre la gente que va de pie en el transporte, en que el aporte nutricional o práctico de sus productos es inversamente proporcional al interés que les ponen los infantes que sólo tienen que extender un grito insistente, para que sus padres –de las cada vez más blandas generaciones- accedan a estirar una de pocas monedas cada vez más delgadas; en que es el único trabajo que deja a algunos la incertidumbre.
Y cuando pienso en la urgencia del chofer malhumorado por hacer entender a la gente impertinente que todos los espacios físicos y resquicios al interior del camión tienen un precio desesperado que finca una ilusión trágica, pienso con una sonrisa triste que esto es México; éste y todos los momentos donde es posible ver a la sociedad quejándose sin poder saber que en realidad se queja de sí misma, de la necedad y de lo que cada quien no es capaz de hacer, o bien continúa haciendo a sabiendas de su negligencia. 
Ese conglomerado de fantasmas y rencores que son los comportamientos individuales y las creencias que lo sustentan, manifestándose en los espacios habitados por la colectividad, son evidencia y materia esencial de los estigmas culturales del país. Los conceptos sobre cada cosa que nos importe y nos gobierne en esta vida nos definen como personas y como sociedad; acerca de los roles de género, las expectativas culturales, los modelos estéticos y morales y tantos otros artificios idealizados. Hay algo aún desconocido que está presente en las tendencias idiosincráticas de la sociedad mexicana que hace que el país no funcione
Y si la osadía se hace hoy evidente al declarar que el país no funciona, es porque la evidencia de lo cotidiano indica que no lo hace para todos en el sentido de que sí marcha para unos como no marcha para otros. Como sea, lo interesante del ejercicio de profundizar en el fenómeno social, está en discernir dicha cuestión aún ensombrecida, sobre qué es eso omnipotente y omnipresente en la realidad de todo aquel que se sabe mexicano (cualquier cosa que ello signifique), que salta de generación en generación alejándonos a casi todos (ahí el problema) de ese tiempo inalcanzable que sea por fin terreno infértil para la queja.    
Y, si bien es cierto que cada guijarro que compone la playa del mundo lo ve cada quien desde donde está parado, la diferencia de puntos de vista por sí sola no es el problema, como tampoco lo es en singular la manifestación del pensamiento egocentrista –la individualidad defendiéndose de la feroz marea que es la colectividad-. Lo que ocurre es que en dichos puntos de vista, en esas concepciones del mundo se reproducen con ciega negligencia los modelos que sustentan el carácter disfuncional de nuestra sociedad. Hay en la perspectiva individual y cultural cuestiones incongruentes, desactualizadas, negligentes, neuróticas, y en consecuencia, erróneas.
Si la realidad termina por ser lo que creemos de ella, lo que enunciamos que es, y ésta funciona en modos que no satisfacen a la mayoría, cabe sugerir que lo que no funciona está en nuestro modo de pensar, en eso que tendemos a creer del panorama, en lo que nos han enseñado nuestras instituciones históricas a través de nuestras familias, tal vez incluso dentro de ello, en lo que pensamos que somos. Si estamos como estamos es porque creemos lo que creemos y pensamos como pensamos, de nosotros mismos y de los otros (convenientemente negligentes en un locus de control selectivo que es como un mal autoinmune), en fin, de todo lo que está presente en nuestro diario acontecer.
Ahora bien, independientemente de cuáles sean las perspectivas que no funcionan o que interfieren unas con otras, o cómo es que no funcionen, lo que salta a la evidencia es que es ahí donde ha de comenzar el cambio, ése del que tanto se habla y hasta de que se ha abusado hasta el extremo de inflarlo en el panfleto. Saber que algo no funciona es el principio, que aquello está en la perspectiva y la idiosincrasia es la continuación, igual que la necesidad de ubicar ahí la acción y el principio de cambio es la consecuencia lógica que es urgente observar.
Para dirigir al país a un sitio distinto del que tiene hoy es necesario modificar nuestra manera de pensar, movernos del lugar desde el que vemos el mundo, y para esto es necesario comenzar por asomarse al día a día y detectar, ahora sí, las ideas y los ideales, los paradigmas y los estigmas, los dogmas y los ritos, y todo aquello con lo que definimos el mundo y que en sí no funciona.
El trazo desde los ojos a través de las palabras de una crónica urbana, es el plano que permite comenzar a comprender la construcción de la realidad, y entonces replantearla. Para ver hay que abrir los ojos, y como todo acto, la consciencia requiere voluntad tanto para ser como para convertirse en acción, y esto para consumarse; solo entonces la negligencia se aterra y la ignorancia se repliega, cuando decidimos darnos cuenta de que hay algo que cambiar y nos acercamos al sitio donde se esconde.



[1] Acerca del autor: Es licenciado en Psicología y músico profeta.

domingo, 17 de abril de 2016

Viaje a la semilla poética de Gilberto Castellanos


Víctor García Vázquez
Excusa


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https://evahiernaux.wordpress.com/viaje-a-la-semilla/
El presente trabajo está lejos de ser un análisis detenido de la obra del poeta poblano, mucho menos se trata de un texto académico plagado de citas que sólo traten de justificar mis lecturas de las nuevas tendencias del análisis literario. Más bien, es un humilde reconocimiento que nace del entusiasmo que siento por su poesía. Cuando digo entusiasmo, no sólo quiero decir gusto o admiración; sino que uso la palabra en su  sentido etimológico, pues siento una fervorosa adhesión  por la calidad de sus versos; por la paciente y humilde dedicación, por el noble respeto que Castellanos ha asumido siempre ante el oficio de la poesía.
            La modernidad literaria a cada rato se empeña en recordarnos que no todos los hacedores de poemas alcanzan este insigne título. Hay quienes pueden escribir admirables poemas, diestros artífices del verso, pero no pueden llamarse poetas. Nuestro autor, en cambio, no sólo por sus más de cuatro décadas entregadas a la poesía, sino por la plena dedicación, la madurez, la serenidad, la calidad de sus versos y el hondo sentimentalismo, es un auténtico poeta, que quizás encuentre sus mejores lectores dentro de varios años; pues su obra no parece escrita necesariamente para los lectores actuales.
            Espero que este fragmentario de ideas, que nace de una lectura un tanto desordenada, no sólo demuestre mi entusiasmo, sino que pueda arrojar alguna chispa para encender el interés por la obra del poeta poblano.

Sobre el autor

      Gilberto Castellanos nació en 1945 en Ajalpan, Puebla. Es poeta, narrador, ensayista, dibujante y uno de los más porfiados promotores de la cultura en Puebla. Durante dos décadas dirigió la Casa de Cultura de Puebla y su trabajo se distinguió sobretodo por la constante promoción de la lectura y los homenajes a los más importantes poetas mexicanos. Más que profesor, Maestro, en todos los sentidos de la palabra y con todas las implicaciones del oficio. Su dedicación al trabajo de la poesía lo ha llevado a ser no sólo cabeza de más de una generación, sino el iniciador de la modernidad en la poesía poblana de la segunda mitad del siglo XX.
Esto podría ser un lugar común, dicho por alguien y reiterado por muchos, y no tendría ningún sentido si no fuera por el hecho de que la renovación de la poesía poblana era una urgencia no superada por los anteriores artesanos de la palabra. Fácil es aplicarle a Castellanos el epíteto de renovador, difícil demostrarlo. Para decir que una poesía está renovada debemos observar ciertas condiciones; quizá las mismas que Eliot esgrimía en torno al concepto de  lo clásico. El autor de la Tierra baldía decía que habría que observar cuatro condiciones para considerar  clásico a un autor: la madurez del intelecto, la madurez de la lengua, la madurez de las costumbres y el compartir un estilo común. Al enunciar estas cuatro condiciones, Eliot en realidad estaba creando un parámetro –y no una receta– para evaluar a los autores que dejan huella en la historia de la poesía, y siempre deberán ser leídos o tomados en cuenta. Llámese Virgilio, Shakespeare, Octavio Paz o Rubén Bonifaz Nuño, la condición de clásico no sólo es una etiqueta que se le aplica a los autores para incluirlos en una antología o diccionario, sino sobretodo para señalar que han realizado aportes importantes a la cultura y en particular a la lengua. En todo auténtico renovador de la poesía late la idea de lo clásico; por eso, quizá no sería muy aventurado sugerir que cuando decimos de alguien que es un auténtico poeta moderno, nuestra intención sea aludir a su carácter clasicista.
Sin miedo a ser exagerado he dicho en diversas oportunidades que Castellanos es ya un clásico de la poesía poblana de la segunda mitad del siglo XX y principios del presente. Su estilo no sólo ha sido recogido por las posteriores generaciones, sino también, y sobretodo, su estilo ha sido copiado, sobre explotado y hasta manoseado por algunos creadores que no acostumbran reconocer sus influencias. Habrá quienes no estén de acuerdo, pero una revisión exhaustiva de los libros y las antologías de poesía poblana publicadas en los últimos 15 años podría confirmarnos esta osada afirmación.

Un retorno a los orígenes de la lengua

Desde la publicación de su primer libro, El mirar del artificio, Premio Latinoamericano de Poesía “Colima 1982”, Gilberto Castellanos es dueño de un estilo propio, de una búsqueda personal y auténtica. Ya desde esa primera publicación apunta a un proyecto de escritura que busca la Suma, la continuidad. A diferencia de otros poetas, que inician su camino a la deriva sin saber por dónde los llevarán las tormentosas corrientes, éste tiene muy bien definidos los cauces de su travesía poética. Su producción, por tanto, se puede leer como un todo, donde cada libro constituye el eslabón de una cadena que se abre con su primer libro y  se cierra con Letranía, su última publicación. Sin embargo, cada uno de sus libros de poemas es el inventario de una nueva lengua, la invención de un código de imágenes y conceptos que se suman al propósito de explicarse el mundo y expresar los sentimientos.
Su estilo no es fácil de clasificar; aunque algunos lo nombran neobarroco, creo más bien que es una amalgama de disímiles corrientes estéticas: romántico y barroco, vanguardista y neoclásico, manierista y posmoderno. ¿Todo eso converge en su poesía? No, más bien ella abreva en cada uno de estos arroyos. La voz de Castellanos es un surtidor que se nutre de llanuras diversas pero igual de fértiles. Aunque cada uno tiene su propia personalidad, sus libros comparten algunos rasgos comunes; como la profunda contemplación, el sentido de pertenencia, que lo lleva a hermanarse con el paisaje; el profuso y complejo simbolismo; el depurado trabajo del verso; el diálogo del sujeto lírico con el mundo, del Yo y las cosas; el desplazamiento de la temporalidad que lo lleva a despojarse del presente e instaurarse en un lugar atemporal.
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https://evahiernaux.wordpress.com/viaje-a-la-semilla/
Considero que este primer ciclo de la obra de Castellanos, es decir sus primeros siete poemarios publicados, constituye una especie de viaje a la semilla, un viaje involutivo que lo lleva al centro germinal de la palabra. Su poética plantea una apocatástasis, es decir, un retorno de todas las cosas a su primitivo punto de partida, la lengua y más puntualmente: la palabra. El poeta parte del mundo de los significados para terminar en el de los significantes.
El viaje comienza en el momento que el poeta percibe que mirar es un acto de nominación. Los objetos y los seres nacen cuando son captados por la mirada. Mirar es bautizar: el poeta, pues, es un sacerdote que le otorga sentido al mundo; un Constructor que dispersa la oscuridad y hace brotar el signo. Veo muy nítida esta intención en El mirar del artificio. La poesía no es mimesis sino génesis del mundo. Así, el poeta proclama:
El saber de la intuición
es ciencia sólida, la luz no oculta
los secretos irrepetibles
del fenómeno, física suplida
por las ceremonias luna-sol. Y se vuelve
asombro primitivo, sin edad,
aun entre la civilización, si la luz
de pronto cambia la identidad inocente
de lo que la mirada sabe y desconoce.
Como la voz alarga la quietud
cuando de pronto calla,
la luz da un soplo a la materia
en el chispazo con que toca su pureza
nombrándola. Mirar
es una acto de nominación
también ansiado por la sombra. (1985: 25-26)

Como un Dios situado frente al inicio del mundo, el sujeto poemático se encarga de darle vida  a lo que le rodea. El poema es un acontecimiento, un espacio cosmogónico donde los signos crean a las cosas.
En este momento me permitiré hacer una digresión. Para la lingüística y otras disciplinas encargadas de estudiar el lenguaje, uno de los temas más escabrosos y polémicos es el de la relación del objeto con la palabra. En el libro Curso de lingüística general, texto que, a pesar de haber sido trascendido en muchos de sus planteamientos,  sigue siendo fundamental para los estudiosos de la lengua, el suizo Ferdinand de Saussure afirmaba: “El lazo que une el significante al significado es arbitrario, o bien, puesto que entendemos por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos decir más simplemente: «el signo lingüístico es arbitrario».” (1994:90).
            A partir de las teorías saussurianas, la lingüística moderna siguió transitando más o menos por los mismos caminos. En cuanto a la arbitrariedad del signo lingüístico, casi ninguna escuela se atrevió a decir lo contrario. Saussure, al parecer, dejaba las cosas muy en claro: nada motiva al hablante para llamar al objeto de una forma determinada. No obstante, pese a las sólidas argumentaciones del “Curso”, nos surgen muchas dudas y preguntas. Y nos surgen muchas más cuando leemos un poema o un libro como El mirar del artificio. Es indudable que cuando nombramos un objeto no es éste quien nos dicta su nombre, sino que es nuestra propia percepción la que, en un intento de integrar ese objeto a nuestro mundo sociocultural, crea el signo. Pero éste no se crea a partir de la nada. Según el lingüista suizo nada hay en el árbol que nos lleve a llamarlo así. Para nuestra modernidad esto resulta demasiado obvio. Quizá por eso ya no reflexionamos sobre la naturaleza del lenguaje y la esencia de las palabras. Nombramos la realidad, el mundo de las cosas y los seres, pero no penetramos en el significado. Usamos el lenguaje sin una plena conciencia. Por eso, el abismo entre la palabra y la cosa cada vez es más profundo.
            El lenguaje de la poesía nos indica lo contrario de lo planteado por las ciencias del lenguaje. En realidad, en la palabra subyace una intención del objeto. Es decir, la tesis sobre la “arbitrariedad del signo lingüístico” no se sostiene sobre cimientos indestructibles. La palabra no sólo nombra al objeto: lo contiene. Esto no sólo se verifica en la poesía sino en todos los lenguajes sagrados: la magia, el mito, los conjuros, las oraciones, etc. La poesía, como todos ellos, es el intento por establecer, o mejor dicho descubrir, el vínculo verdadero y profundo entre el significado y el significante.
            Casi se volvió un lugar común creer en el hombre como un ser inseparable de las palabras. Los hombres somos seres de símbolos, decimos, pero quién nos da esos símbolos. El sujeto lírico de El mirar del artificio parece decirnos que el mundo de los símbolos emerge del acto de mirar. Es entonces cuando el lenguaje cobra su real dimensión, las palabras se potencian, recuperan su peso específico. La mirada eleva al lenguaje a su plenitud semántica. La combinación silábica le devuelve su ritmo. El acto de mirar logra elevar la realidad de los signos a su naturaleza de símbolos. Mirar, pues, es potenciar la realidad.  
¿Pero este establecer vínculos entre una realidad y otra, acercar, pese a la natural distancia, dos conceptos para hacerlo uno solo, no es buscar la sustancia del lenguaje, su íntima relación con el objeto? Quizá este sea el planteamiento central de la poética de Castellanos.
            Se observa que los recursos constantes que el poeta utiliza para dar esta sensación son el verboide en infinitivo, la plenitud del sustantivo y los neologismos creados a partir de la yuxtaposición de dos sustantivos. El infinitivo da la sensación de que la acción siempre está en proceso, nunca concluida, porque el mundo nace en cada mirada; cada ojo resemantiza su entorno. Cuando hablo de la plenitud del sustantivo me refiero a que éste se basta solo para alumbrar la idea, no necesita de demasiados adjetivos o epítetos para tener un sentido completo. En todo el libro, el poeta es muy cuidadoso con el uso de los adjetivos; sólo los emplea cuando son estrictamente necesarios; y su aplicación es escrupulosa, pues él sabe que adjetivar es calificar y no es ésa la intención. Crear no implica necesariamente ornamentar. Su oficio es descubrir el nombre preciso para cada entidad. Por eso a veces resulta necesario ir más allá de las palabras conocidas; hay que inventar nuevos significantes para que el objeto cobre vida. De ahí que en el libro podamos leer términos como: mirada-cuerpo, silencios-voces, luna-sol, oficio-iris, mirar-palabra, avidez-reflejo, etc.
Entre las múltiples lecturas que ofrece, El mirar del artificio se puede leer como una declaratoria, una especie de arte poética que nos señala ya el camino por el que andará el poeta en sus obras posteriores; pues:
Una imagen sin mirada
no conoce
el poder de las palabras. (:77)

La segunda estación de este viaje es Yacimientos del verano, un libro que somete al  lenguaje a un rigor inusitado; en este caso, la severidad no consiste en someter a la palabra a la cárcel del verso, sino darle una libertad horizontal hasta que alcance las orillas del abismo. Sin embargo, el poema nunca cae en el libertinaje de la prosa. La impresión, más bien, se debe a que el poeta pudo sumar los nonasílabos o dodecasílabos en un solo verso para que dieran la impresión de la fluidez de un arroyo. Los versos se escurren en la página y desembocan en el brillante mineral del ritmo.
La palabra ya no es producto de la mirada, sino que empieza a cobrar autonomía:
 La palabra desciende por estos túmulos del tiempo, cripta del signo,
y entibia la página esa transición mohosa de lo insepulto al tacto;
casa del subsuelo donde huellas y esqueleto se entregan, deslavan
la sedimentación, abren escrituras de rostros jamás muertos, señalan
hombres que niegan el lodo, escupen su odio, puños apretando lo bello…(2000:13)

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Aunque aún no tiene soberanía, la palabra ya empieza a romper sus ataduras. Se insinúa una escritura programática, un proyecto que, como hemos dicho, es una especie de viaje a la semilla.
Considero que sus tres libros posteriores: Rama del ser (2001), Semillas de barro (2003) y Arcángide (2003) forman un archipiélago donde antes de perecer, antes de ser devorado por las fauces del lenguaje, se refugian el amor, el atormentado ser y la fragilidad de los elementos naturales. Un agua verbal golpea los acantilados del poema. Y en medio de éste: “La palabra lubrica el domo de su punta, / abre el labio feraz entre las sílabas”. (2003 B:49) He mencionado muy a propósito la palabra archipiélago, pues entre otras cosas significa lo que por su abundancia es muy difícil enumerar. Debo reconocer que me falta una lectura más atenta de estos tres poemarios.
Para cerrar el círculo de esta lectura metafórica, en las siguientes líneas me centraré en los dos últimos libros: Caudal y Letranía.
Caudal es el sexto libro de poemas de Gilberto Castellanos. Dos orígenes etimológicos tiene el título que acompaña a este libro; por una parte caudal proviene del latín capitalis, capital: abundancia de agua en sentido metafórico; el otro sentido es el que deriva de cauda: cola. Pocas veces un sustantivo guarda en sí dos sentidos antagónicos: cola y cabeza; oxímoron que bien podemos comparar con nuestras deidades prehispánicas; por ejemplo con Ometéotl: el dueño de lo cerca y de lo lejos.
 El título simboliza la riqueza expresiva de los poemas, la profusión de ritmos, imágenes e ideas. Caudaloso río de versos que viajan por los cauces del poema.
El libro está conformado por 12 poemas extensos; cada uno escrito en septetos, en su mayoría alejandrinos. Más que escritos con un metro específico, los poemas están medidos por la respiración. De acuerdo con Allen Ginsberg, la característica de lo poético es la atención al ritmo, la conexión con la respiración y la intención de la voz. Esto se cumple plenamente en este poemario. Estos  poemas no nacen de un ejercicio estrictamente intelectual ni mucho menos académico; es una necesidad  casi fisiológica que encuentra su expresión en las palabras. De tanto trabajarlos día y noche, sus versos acaban por ser orgánicos, amalgama de sentimiento y sabiduría. En una época que gusta de confundir el conocimiento con la sabiduría, bueno es recordar que al poeta no le interesa lo primero. Lo segundo no es un propósito principal, pero a menudo se la encuentra. No hay claves para reconocer la auténtica poesía, pero una señal es cuando se da una particular atención del ánimo que se refleja en una gran tensión del lenguaje. El poema, dice José Pascual Buxó, es un juego de tensiones: tensión lingüística y tensión emocional. Tensión es el estado de ánimo, la experiencia profunda que la palabra poética desea erigir y elevar y por otra parte tensión elocutiva, tensión en la sucesión de estas palabras que buscan un final, un reposo, que buscan comprender o responder a esta tensión que origina el poeta. La buena poesía, pues, es un  relámpago que destella entre la tensión del espíritu y la tensión de las palabras. En más de uno de sus remolinos verbales, este caudal logra crear esos relámpagos.
En Caudal dos parecen ser las constantes: la contemplación y la Memoria. El yo del poeta hurga en el interior de las cosas y los seres para que éstos muestren su esencia. Más que pretender la posesión, el sujeto lírico indaga la capacidad de darse de los objetos, en ellos mismos hay una necesidad de la entrega, se abren ante el ser, buscan el apego para reconocer su existencia; de ahí que la rosa sea rosa sólo por mirarla; la orquídea perturbada no cierra sus pétalos a pesar del hacha de la palabra; y el jardín colma su sed en el desierto de la contemplación: en todo ser late un narcisismo.
El auténtico caudal es la Memoria, arrastra con fuerza los anhelos y las posesiones; arrincona contra los acantilados los deseos de amar y los sueños; amalgama entre el limo, las raíces y la nostalgia: el dolor por el regreso. La fe del poeta consiste en poder evocar no a las cosas y los seres, sino su nombre. Los lugares visitados, los cuadros contemplados, los pintores y los poetas admirados son entidades de las que el “trotar del alma” sólo ha dejado grabada su esencia verbal. Poesía esencializadora que en muchos momentos se nutre de una metafísica metafórica para construir sus referentes. La Memoria en esta poesía no es sólo un tema, sino que constituye el elemento principal del impulso poético.
Entre los significantes y los significados, entre la forma de la expresión y la forma del contenido, entre el sonido y el sentido, esta poesía se queda siempre con lo primero. El decir es más importante que lo dicho. La palabra ya ha recobrado su libertad y se prepara para dominar en la siguiente escala:
La palabra no ve al signo que la dice,
orejas del renglón sufren efervescencias,
con el rasgueo se oye blanco el mundo,
hay temperaturas en la crencha de las tildes.
Inútil de mañana, brota de mí un cristal
¿ya entenderé que cada signo es otro yo?
Otras mañanas nobles niegan el ritmo, sordas. (2005: 144)

Letranía

Después de tardar quince años en publicar su segundo poemario, el poeta Gilberto Castellanos publicó seis libros más en los últimos seis años. En  2007, ve por fin la luz su séptimo libro, que está conformado por 75 poemas y 7 ilustraciones del propio autor. Actualmente su obra está incluida en siete antologías. Parece que el número 7 rodea a esta publicación, ¿fatal o feliz coincidencia? ¿Sincronicidad? ¿Número cabalístico? No creo, más bien ocio numérico de quien esto escribe.
            Su libro Letranía atrae por la sonoridad del título. En algunos de sus libros, el poeta poblano se ha esmerado en encontrar un nombre que sea “alto, sonoro y significativo”, pero sobretodo que resume y rezuma las cualidades del libro. Tanto en Arcángide como en éste último, los títulos logran traslucir la belleza del lenguaje poético y nos susurran la esencia del contenido. Letranía no sólo es un hermoso título para un libro de poemas, es también un afortunado hallazgo verbal. Vocablo polisémico que bien podría ser la conjunción de letra y letanía: invocación de la letra; procesión de la palabra en busca del sentido poético, rogativa del signo; resistencia de la lengua por mantenerse viva. O sencillamente: manojo de letras. El título cumple cabalmente con la función de advertirnos que estamos ante el reino de la Palabra.
            Permítanme otra digresión. Desde el año pasado, la Escuela de Escritores de Madrid ha lanzado concursos para preservar la belleza de la lengua. El primero consistió en seleccionar y votar por la palabra más hermosa del español; este año, el concurso se tituló “Apadrina una palabra en peligro de extinción”, un evento que contó con la participación de más de 20,000 personas de 69 países; se apadrinaron más de 10 000 palabras diferentes; la que obtuvo más votos fue “bochinche”, cuyo significado es alboroto, barullo o escándalo. El concurso tuvo el loable propósito de ayudar a salvar a la lengua de la pobreza léxica y de la avasallante influencia de extranjerismos. Se me ocurre que sería bueno que esta Escuela de Escritores lanzara la convocatoria para proponer nuevas palabras para el español; que los escritores y el público en general sugirieran neologismos para enriquecer el idioma. Sin duda, letranía, letrilia y arcángide, creados por Gilberto Castellanos, serían tres buenas propuestas.  Es claro que la literatura debiera tener más influencia en la evolución de la lengua; pues, justamente, una de las funciones de la poesía es preservar su belleza. Sin embargo, con vergüenza debemos reconocer que actualmente la computación es la disciplina que más innova palabras. La lengua se globalizó, pero en lugar de rejuvenecer, muestra ya signos de decadencia. Estamos cambiando el idioma de Cervantes por las palabrejas de Microsoft. Los poetas contemporáneos debieran adoptar una actitud quijotesca y  contrarrestar esa perniciosa influencia que cada día nos vuelve más pobres de pensamiento e imaginación. Estamos perdiendo palabras plenas de sentido y en su lugar usamos expresiones vacías, desnaturalizadas, lenguaje huero que trasfigura nuestros sinsentidos. El colmo es que ya están apareciendo libros de poesía que se escriben con la ayuda de Internet, producto de hackers que se hacen pasar por auténticos poetas.
            Este libro de Gilberto Castellanos hace  su parte rindiendo un homenaje a la palabra. Letranía es un libro que, aunque dividido en seis secciones y conformado por 75 poemas, no desarrolla diferentes temas, su tema es uno: la Palabra, la “reina altiva” como la nombró Villaurrutia.
            Usando diferentes registros verbales, sonoros y estilísticos, Castellanos poematiza la esencia del lenguaje, la naturaleza indómita del signo lingüístico.  La sintaxis de los poemas es reflejo del retorcimiento semántico. Para el sujeto lírico, la palabra no describe al mundo, lo inventa; porque la palabra es un elemento anterior a la creación, principio anticivilizatorio que funciona como elemento generador, constructor y protector. El poeta afirma:
Sabiduría del tiempo:
conceder
a la palabra
el peso
de un signo de luz. (2007: 71)
           
Es decir, ya en manos del hombre, la palabra se convierte en una lámpara que lo guía en las tinieblas de la experiencia. Ella le otorga sentido a lo que el ojo percibe pero no comprende. El lenguaje precede a la creación del mundo; de ahí que el sujeto lírico se cuestione con un tono solemne:

¿Qué verbos llegaron primero
que el signo
cuando,
catedral del asombro,
inició la epifanía
de las cosas?  (:36)

Elemento antitético por naturaleza, oxímoron irremediable: el lenguaje es el principio generador del mundo, porque logra ordenar la realidad; pero, del mismo modo, inventa el caos, instaura la confusión y altera los sentidos. Su naturaleza no sólo es arbitraria, también es indómita.

Yo padezco extravíos en que me deja
el suburbio de palabras,
probablemente dos,
imagen e intención aún intoxicadas,
harían
su cántico de fulguraciones. (:78)

El poeta logra abrirse una brecha entre la selva del lenguaje. Su experiencia le ha agudizado los sentidos: sabe distinguir las imágenes más nítidas, capta las más sutiles sonoridades y conoce el mejor camino para ir de la emoción a las palabras; para desplazarse en esa Babel que lo aprisiona.
            De la aseveración a la duda, de la duda a la interrogación y de ésta al intento de dar respuestas, el poeta Castellanos sigue el camino del lenguaje para alejarse del sinsentido. Sin embargo, habrá que decirlo: de la mano del lenguaje el hombre no puede tener otro destino que la oscura caverna. Porque ¿qué posee el hombre que ha logrado dominar a la lengua?  Este libro nos confirma que el hombre no posee a las palabras; son ellas quienes nos señalan el rumbo.   
Letranía por un lado puede leerse como un homenaje a la lengua, a la palabra, pero también a los poetas; por otro, puede leerse como el complemento de esa arte poética que inicia con El mirar del artificio.
Este séptimo libro es la confirmación de que la poesía es el producto de un  entrenamiento constante y riguroso. En la soledad de su taller, el creador es un artesano que trabaja pacientemente las delicadas piezas que formarán el poema. Una vez que la pieza de orfebrería está lista debe esperar varios años para ver la luz.
El viaje a la semilla de la lengua parece quedar cerrado con el último poemario. El oficio de mirar concluye en la infancia de la palabra. De acuerdo con esta lectura licenciosa que he realizado, la letra es el centro de la semilla. El núcleo germinal donde nacen los significantes. El mirar del artificio es una mariposa que voló hasta convertirse en la oruga de Letranía. En sentido estricto, habrá que decir que nuestro poeta no ha escrito sino un gran poema dividido en siete tomos, una obra que desarrolla la historia de la involución de la lengua.
            Concluido este ciclo, ¿por qué derroteros se inclinará ahora la obra de Gilberto Castellanos? Es una pregunta que nos inquieta y que nos mantiene atentos a las nuevas publicaciones del poeta poblano.

BIBLIOGRAFÍA

Castellanos, Gilberto
 1985                El mirar del artificio, México, SEP, Katún.
 2000                Yacimientos del verano, Puebla, México, Secretaría de Cultura de Puebla.
 2001                Rama del ser, México, BUAP-DGFE.
 2003 A            Semillas de barro, México, BUAP.
 2003 B            Arcángide, México, Secretaría de Cultura de Puebla, Colibrí.
 2005                Caudal, México, BUAP.
 2007                Letranía, Puebla, México, BUAP.
 Saussure, Ferdinand de
 1994                Curso de lingüística general, España, Alianza Editorial
 Yépez, Heriberto
 2002              Todo es otro. A la caza del lenguaje en tiempos Light. México, FETA -CONACULTA.