jueves, 20 de diciembre de 2018


Las tres menos diez
Andrea Vicente Sandoval[1]

Fuente de imagen:
Imagenes google.mx
Henos aquí, el momento más desdichado para un hijo; ver a uno de sus padres dejar el mundo al que ellos un día nos trajeron.
He decidido que nadie de la familia nos acompañase; pienso decirles lo tuyo hasta que te haya llevado a aquella última morada que te espera. Por ahora, tendrás que conformarte con esta gran habitación de cuatro paredes, de color blanco como las del hospital donde pasaste tus últimos días, con un olor muy penetrante a naftalina, esa cosa que se usa para matar a los insectos. ¡Vaya que es curioso que un lugar que guarda de los difuntos y que al mismo tiempo da confort a los dolientes que acaban de sufrir una pérdida, asesine a esos bichos a diestra y siniestra!
¡Lo que son las cosas! Acabas de partir y ya estoy usando tus frases. Al fin y al cabo, las películas tienen razón “las personas viven en los recuerdos que nos quedan en la memoria”. Es realmente triste reconocer que nunca más podré saborear el aroma de tu pelo platinado, sentir las arrugas de tus finas manos, abrazar tu frágil figura, verte en la cocina preparando la comida del día y saber que una vez más seré afortunada de probar aquel manjar al que me tenías tan acostumbrada.
Este lugar tiene mucho eco, mis zapatos de tacón bajo hacen demasiado ruido sobre este piso de azulejo y es que no puedo dejar de rondar por tu ataúd color nogal.
Lo escogí de ese color porque siempre te gustaron los muebles rústicos, muy mexicanos. También lo elegí porque recordé que a papá también le agradaba ese acabado y sabiendo que fue tu gran amor, tal vez no el amor de tu vida, pero sí el más importante, terminé por decirle al funerario que ese cofre habría de guardar mi más grande tesoro; tú, mi madre. Él, muy tiernamente me abrazó unos segundos y se separó de inmediato, como era de esperarse. Aunque claro, sé que naturalmente lo habrá hecho por cortesía y porque le he pagado una gran suma de dinero para que te atienda lo mejor posible.
Ya son las ocho de la noche. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Llevamos aquí cinco horas y cada minuto he estado de pie. No lo había notado. Pero no te preocupes por mí.
No tengo hambre.
No me siento agotada.
Ni mucho menos estoy llorando.
Sólo estoy molesta.
No entiendo por qué hasta ahora no he soltado ninguna lágrima; aún no he goteado por los ojos y comienzo a sospechar que me miran raro por ello. Tú bien sabes que siempre le he huido a los lloriqueos, nunca quise ser como tú; que siempre fuiste una auténtica Magdalena hasta cuando veíamos una película de lo más cursi. Cuando podía, me burlaba de tu debilidad por ser demasiado sensible en esas situaciones tan ridículas y estúpidas. Nunca llegué a saber de dónde diablos sacabas tantas lágrimas; no sé cómo no te deshidratabas de tanta agua que expulsabas de aquellos tus pequeños ojos que exprimías por la más mínima cosa.
Me acuerdo que días antes de que papá nos abandonara, durante cinco días te golpeó tan fuerte que, en mi memoria, se quedaron tus gritos y tus llantos grabados; al punto en que si pudieran conectar una bocina en mi lóbulo temporal, el sonido sería de lo más nítido.
También recuerdo que cuando papá se fue, llorabas en silencio para que yo no te tuviera lástima, para que no te considerara más débil de lo que ya pensaba que eras. Y aunque te oí sollozar cada una de las veces que te escondías en tu habitación, nunca te dije nada, ni mucho menos te desprecié por las mañanas. Eso lo hacía en silencio.
Cuando él aún estaba con nosotros en casa, solía decirme que no le tuviera miedo a las habitaciones sin luz, que recordara que siempre estaría conmigo para cuidarme, aunque no estuviera presente, él lo haría.
Cuando él se fue, le dejé de temer a la oscuridad, porque sabía que no serías capaz de protegerme. Ahora me tendría que valer por mí misma.
Aun así, no comprendo cómo fue que me volví tan perra, tan cruel; tan dura en el exterior, pero de frágil interior. Tal vez sea porque no quería ser como tú, igual de sensible y blanda por todo. Solía menospreciarte con cada parte de mí por ser así, por dejar que todos vieran que eras de cristal, por mostrarle al mundo que no podías cargar con nada, por permitirle a todos que podían romperte una vez y las veces que quisieran.
Fue ahí cuando comencé a compadecerte. Más tarde, eso se convertiría en lástima y luego, en desprecio.
Y aunque yo trataba inútilmente de ayudarte, de hacer que tu carácter se tornara valiente, yo que con todas mis fuerzas intentaba hacer que resurgiera una nueva mujer que fuese independiente, tú lo echabas a perder con tus relaciones efímeras y fallidas.
Siempre eras tú quien terminaba lamentándose por ser tan tonta y confiada.
Llorabas semanas ininterrumpidas.
Llorabas mientras dormías.
Llorabas a la luz del alba.
Llorabas con el último crepúsculo del día.
Llorabas cuando tomabas la ducha, para confundir tu llanto con el agua que caía desde la cima de tu pelo hasta la punta de tus pies.
Llorabas mientras comías.
Llorabas cuando ibas a misa.
Llorabas mientras rezabas por tu último novio, pidiéndole a Dios que te lo regresara; que esta vez sí harías lo que él quisiera.
En fin, llorabas, llorabas y llorabas.
Nunca vi en mi vida que una sola persona arrojara tantas lágrimas al suelo; sólo a ti te he visto derramar tanta agua, cual Fuente de Trevi.
Odiaba que te hicieras sufrir tanto; pero más te odiaba a ti porque en vez de criarme, malgastaras tus días y tus noches en sufrimiento vacío. Fue así como dejaste ir mi infancia, con noviazgos malogrados. Al final, de los hombres con quienes estuviste, nunca me diste una figura paterna definida, mucho menos una materna.
¡Maldita sea, muero de frío! Por las prisas, ni siquiera traje un suéter. Eso pasa cuando estás sola velando a tu madre, en vez de estar rodeada por tu familia, que te consuela y te da calor mientras atraviesas por la ausencia más grande que un ser humano puede pasar durante esta insulsa existencia.
Desearía que la única persona que me consolara fueras tú. Aunque eso sería imposible.
¿Cómo mi propia madre me va a consolar por la muerte de mi madre? ¡Vaya paradoja! Esto no es ningún cuento de Cortázar; vamos, que si lo fuera se llamaría Continuidad en una funeraria. Pero eso no tiene nada de gracioso, como tampoco lo es tu muerte.
Si aquí me conocieran, dirían que yo fui quien te maté. Y no estarían muy lejos de la realidad. Es verdad que yo te maté, pero no como tú piensas.
Confieso, señores del jurado, que he asesinado a mi madre. Y lo hice no una, varias veces. Lo hice cuando le dije que por su culpa mi padre nos había abandonado; lo hice cuando la ignoré mientras salía de casa con tal de no verla más; también, aquella ocasión en la que le mencioné que era el ser más cobarde que podía existir. Y no, ésta no es una reflexión moralista como las que suelen escucharse en las reuniones cristianas, tal como La mamá más mala de todas de un tal Osorio, no, simplemente reconozco que le hice mucho daño con esos desatinados comentarios.
Y ahora que estás tendida dentro de esta caja de madera, esperando a que den las tres de la tarde para llevarte al cementerio; quisiera disculparme contigo, pedirte que me perdones por haber sido tan fría contigo. Tú, que siempre fuiste tan cálida conmigo.
Desearía haberlo hecho antes, arrodillarme, alzar mi rostro hacia ti e implorar tu perdón y comenzar de nuevo. Tú no merecías una hija desagradecida, imbécil, necia; que fuera tan ciega que nunca pudo ver que su madre se cansaba por darle todo que ella quería.
Perdóname por todo, madre mía.
Te amo, pero jamás podré perdonar que me hayas dejado así, sin madre.
En fin, ya son las tres menos diez, es hora de partir a tu última morada.
He mandado a grabarte una lápida de mármol, cuyo epitafio diga:
“En honor a ti madre, que descansas en el cielo, de parte de tu hija que sigue tus pasos aquí en la Tierra”.




[1] Texto resultado del Seminario de Narrativas para la comunicación, impartido por la Dra. Iraís  Rivera Geroge, Profesora Investigadora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación-BUAP, del Grupo de Investigación “Narrativas para la Comunicación.

lunes, 17 de diciembre de 2018


Toxic. Lo que dejaste de mí
Andrea Beatriz Sosa Reyes


Creo que siempre lo supe, desde el primer momento en que entré al edificio, desde el primer pie que puse en el lobby… Desde la primera vez que lo vi… Mi vida cambiaría por completo.
Ahora que lo intento recordar, no puedo. No hay espacio en mi mente para el pasado. ¿Cómo eran mis días antes de entrar a trabajar? ¿Qué hacía antes de pasar todas mis mañanas acá? ¿Quién era yo antes de él? No sé. No recuerdo y, sinceramente no me importa del todo. No en este punto de la historia. No cambiaría nada.
Tal vez, lo único que busco es una justificación tonta para mis actos, pero no encuentro una cien por ciento válida.

Me he dicho muchas veces que debería únicamente dejarlo ir y asumir las consecuencias de mis actos; pero no puedo, sigo fiel a la idea de que no fue enteramente mi culpa. , Probablemente sólo quiero reconocer el momento; ¿en qué momento dejé que todo esto pasara? ¿En qué momento perdí la cabeza por Javier?
Mi cordura pasó a segundo término de un momento a otro; mi estabilidad mental ya ni siquiera me importaba, sólo estar con él.
Todos los días me cuestiono si Javier sintió tan siquiera la mitad de todo el amor que me juraba, si me necesitaba como yo a él, si estar conmigo fue una prioridad. No lo sé. Lo que hace unos meses podría jurar, ahora son más que preguntas al aire.
Ve lo que dejó de ti, Camila; ve tu reflejo en el espejo. ¿Qué ves? Nada. Él no dejó nada de la persona que eras, que fuiste, que no volverás a ser. ¿Acaso no lo ves? Estás vacía. Todo se lo regalaste a Javier. Todo lo perdiste. No hay nada más que un cascarón de lo que fuiste.
Me veo al espejo, como intentando encontrar algo, tal vez a mí.
Con horror observo a la mujer frente a mí; patéticamente disfrazada de una persona de negocios, con un fino traje de color negro y zapatillas terriblemente incómodas, maquillada sobriamente y peinada rígidamente con una coleta perfectamente lisa.
Me empeño en ver su rostro y sus facciones. No tiene ninguna clase de gesto, como si ya no tuviera emociones. Permanece inmóvil, viéndome fijamente. Yo me concentro en sus ojos obscuros. Llegan a darme un poco de miedo porque no expresan nada, su mirada es fría, casi siento que puede congelar a quien sea con sólo verlo.
Permanezco unos minutos observando la carencia de calor en su ser, hasta que después de un rato toma una bocanada de aire y una lágrima recorre su mejilla. Comienzo a comprender que ése es el único sentimiento que se permite tener: dolor. 
¡Qué deje de doler! ¡Por favor, Dios; haz que se detenga! No lo tolero. No lo concibo. ¿Cómo un amor tan grande puede convertirse en algo tan negativo? Algo que te atraviesa justo en el corazón y deja una herida latente.
Rápidamente tapo mi rostro con las manos y la lluvia en mis ojos se desata. Siento un dolor en el pecho y un frío recorriendo mi espalda.
Camila, ¿aún lo recuerdas, cierto? ¿Recuerdas cuando perdiste la cabeza por él? ¡Claro! ¿Por qué más llorarías?
Por el vacío. Porque ya no hay nada.
-¿Cómo inició todo? – pregunta mi voz interna. Casi suena como a la antigua Camila. Como si mi pasado quisiera hablar conmigo.
Era el 12 de Abril de 2018. Creo que difícilmente se me olvidará esa fecha.
Estaba buscando una empresa donde iniciar mis prácticas. Después de unas semanas, una editorial se animó en contratarme: Taurus.
Recuerdo que cuando entré a mi entrevista (y prácticamente a firmar mi contrato) una inquietud se apoderó de mí, creo que desde el primer momento en que vi el enorme edificio de cristal a lo lejos; cuando entré en el lobby, a decir verdad, algo pequeño a comparación de la inmensidad del edificio, sentía que algo poco a poco succionaba mi ser, algo que se lo atribuía a mis nervios.
Me senté en un pequeño sillón grisáceo, el cual combinaba perfectamente con las paredes de color rojo y con el escritorio blanco de la recepcionista, quien nada amable, después de unos minutos me invitó a pasar al departamento de recursos humanos, el cual se encontraba al fondo.
Temblorosa entré. El espacio era un poco estrecho entre oficina y oficina; todo el departamento era una combinación de verde con café. A este punto no recuerdo mucho las verdaderas dimensiones del departamento o, tan siquiera cómo estaban acomodados los asientos y las computadoras; sólo recuerdo que era un espacio algo pequeño, el cual contaba con pequeños escritorios a los extremos del mismo cuarto, los cuales tenían unas computadoras y demasiada papelería sobre el teclado.
Sólo había cinco personas esparcidas por los escritorios; una de ellas, de nombre Alejandra, se acercó a mí y me invitó a seguirla para iniciar con la entrevista, misma que duró muy poco, con preguntas muy básicas sobre mi carrera y lugares donde había trabajado.
Después, me dijo que esperara unos minutos en lo que iba por mi contrato y yo aproveché para ir al baño. Recuerdo verme al espejo; creo que ésa fue la primera vez que no me reconocí a mí misma. No sé si era un presentimiento, pero algo me decía que ese no era mi lugar, que tenía que escapar de ahí lo más pronto posible; sin embargo, salí de aquel baño y firmé mi contrato de todas formas.
Ahora me arrepiento de no hacerme caso.
Las primeras semanas pasaron sin mucha relevancia. Conocí a los que serían mis compañeros de trabajo, tuve mis cursos de capacitación.
Después de dos semanas en las salas de entrenamiento (que no eran más que muchos escritorios con computadoras y un pizarrón), decidieron llevarme a las oficinas donde “la acción empezaba”.
Mi lugar de trabajo se encontraba en el primer piso, subiendo unas escaleras bastante grandes, a mano izquierda.
El piso (como normalmente se le llamaba a mi lugar de trabajo), que no era más que  un montón de escritorios con archivos y hojas sueltas en ellos. Unas cuantas computadoras ocupadas por los editores y una pequeña área de “cofee break” en la que había una barra mediana con una cafetera, muchos vasos desechables, azúcar en un frasco de vidrio y café soluble en bolsas. El espacio no era nada glamuroso; unas cuantas paredes grises, unos ventanales enormes y unas cuatro televisiones a los alrededores.
Recorrí el lugar sin más. Después, mis compañeros y yo fuimos a la pequeña sala destinada para el café y nos quedamos ahí parados un rato.
De pronto, alguien llamó mi atención. Alguien que sobresalía de entre todos, incluso podría decir que llenó de color todo el lugar.
Recuerdo haber visto a Javier a lo lejos; lo primero que vi fue su vestimenta totalmente formal, con un traje gris, camisa blanca y una corbata negra, la cual fue quitando al mismo tiempo en que se acercaba.
Si me pongo romántica, casi podría jurar que nuestras miradas se cruzaron. En su momento llegué a pensar que era un momento mágico; ahora pienso que fue el justo momento en que mi vida se acabaría.
Aquel hombre, que en ese momento no tenía ni idea de quién era, estaba saliendo de una oficina lo suficientemente grande para sobresalir del montón de escritorios botados a lo largo del piso. Tras él, la puerta de madera se cerró.
Lo vi fijamente, era una atracción bastante fuerte la que instantáneamente sentí por él.
Era un hombre que no aparentaba su edad; en ese momento le calculaba tal vez unos 25 años. Era alto, más que la mayoría de hombres que se encontraban ahí cerca, de tez morena, cabello negro y rizado; cuando volteó a vernos no pude ver más que su penetrante mirada, con la que me dominó por completo al mismo tiempo que arqueaba una de sus pobladas cejas, creo que nunca había visto ojos tan oscuros y profundos como los de él. Lentamente se fue acercando a nosotros, los denominados “nuevos”.
Entre los murmullos de mis insignificantes compañeros pude entender uno:
-¿Es él? – la voz de Diana se hizo presente.
-Claro que sí – contestó Rafael
No entendí ni un carajo más; sólo me petrifiqué. Su simple presencia me paralizó por completo. Examiné todo su rostro cuando se acercó por completo a nosotros, cada línea de expresión del que consideré el rostro más lindo que haya visto. Arqueó un poco sus delgados labios y amablemente nos regaló una sonrisa.
¿Recuerdas, Camila? Lo que sentiste con esa sonrisa no se podía comparar ni siquiera a ninguna emoción que hayas sentido en el pasado. ¿Acaso perdiste la cabeza en ese momento? Creo que sí, creo que desde ahí perdiste tu alma.
Se acomodó su cabello atrás de la oreja.
-Chicos, buenas tardes ¿Quién de ustedes es Camila Ortega?
Sentí como mi corazón se aceleró. Mi respiración se detuvo.
-Yo- alcé mi mano torpemente.
Me analizó por completo, sentí su mirada por todo mi cuerpo. Sonrió complacido.
-Bueno, acompáñame a mi oficina. – dijo amable y autoritario.
Yo, con un poco de miedo y temblorosa, tomé mis papeles y comencé a caminar tras él.
Aún siento esas mariposas en el estómago, como cuando dijo mi nombre, casi como si me hiciera suya con cada silaba pronunciada. Incluso hoy podría jurar que si Javier dijera mi nombre, correría a sus brazos, ya que desde ese primer maldito día, me estaba preparando para seguir sus órdenes con el simple sonido de su voz.
Entramos a su hermosa oficina con dos asientos blancos de cuero, los cuales se encontraban en frente de su escritorio negro, su computadora Mac, unos cuantos recuadros con fotografías de paisajes; al fondo, pude observar unas pinturas. Su oficina tenía una enorme ventana que daba al estacionamiento. Él me invitó a sentarme en una de las sillas y posteriormente, fue a sentarse a su enorme asiento reclinable de color negro. Se recargó en el respaldo.
Una clase de pensamientos extraños recorrieron mi cabeza cuando él sonrió cínicamente. Sentí que podía leer claramente todo lo que estaba visualizando en mi mente. Mi corazón se aceleró por completo; comencé a respirar fuertemente. Incómoda por mis pensamientos, volteé a ver los alrededores de tan minimalista oficina y me percaté de las paredes café claro.
-Nadie nos vería- dijo con una voz seductora, al mismo tiempo en que se levantaba de su asiento y caminaba a un buró que combinaba perfecto con su escritorio y recogía una carpeta que tenía la leyenda de “Contratos”. – Mi nombre es Javier de la Mora, soy editor en jefe y por lo que veo, tú eres mi nueva asistente editorial.
Se volvió a sentar en su asiento.
-Sí, señor.
-Perfecto. – cambió el tono en su voz por uno totalmente serio. – Entonces, veamos cuáles serán tus tareas. – Bajó la mirada a las hojas que tenía encima de su escritorio, mismas que empezó a leer.
Creo que desde ahí me confundió bastante y supongo que, desde ahí me estaba dando indicios de lo complicado que era, pero aún así, me pareció la persona más interesante que había conocido.
Ése, Camila, fue el principio del fin.
Paso la mayor parte de mis días recordando la primera plática con Javier; no sé si para torturarme o para revivir lo excitante que fue estar encerrada durante una hora en aquella oficina, mientras hablábamos de trabajo y de nuestra carrera, (estudiamos la misma. Lingüística y Literatura Hispánica).
Eso fue lo primero que me gustó de él, lo mucho que podía llegar a excitarme con el simple hecho de que hablara conmigo; de que, por alguna extraña e incomprensible razón, hablamos de tantas cosas, como si nos conociéramos de años. Por ahora, diré que era química pura.
¿Hay algo que cambiarias de eso, Camila? Sí, definitivamente. No me hubiera enamorado de él. Enamorarme de él fue un suicidio. Desde el primer momento sabría que esa relación sería tormentosa, y acabaría conmigo, solo que me lo negaba muchas veces, creí que podría manejarlo.
Estuvimos un mes exacto con esta atracción sexual bastante fuerte, diría yo.
Javier, mi amor, siempre me he preguntado ¿qué viste en mí? No sé con exactitud. Mi belleza no es deslumbrante, ni mis ojos de un color brillante; mi inteligencia a comparación de la tuya es muy poca y mi experiencia es nula. No sé qué viste en mí específicamente, pero, como era de esperarse, con el tiempo lo dejaste de ver.
En aquel momento no sabía qué iba a pasar, todo era un total misterio y me emocionaba eso. Experimentar con él.
Una noche me invitó a cenar a su casa, con el pretexto de ver unos manuscritos que deberían ser publicados en la semana. Obviamente, acepté.
Saliendo del trabajo nos dirigimos al estacionamiento por su coche; precioso, por cierto. Era un carro bastante grande, de color negro y con asientos café. Bastante lujoso.
Durante el camino puso un poco de música; Pink Floyd, su grupo favorito.
Esa noche siempre será mi favorita. Las ansias de Javier por tenerme, inundaron todo el hermoso departamento tan bien decorado.
Aún tengo el vivo recuerdo de sus besos por todo mi cuerpo; aún recuerdo la forma en que beso y mordisqueó mi cuello al momento en que yo entré por la puerta principal. Javier se encontraba justo atrás de mí. Aún puedo sentir sus manos subiendo lentamente a mis pechos, mientras comenzaba a mordisquear mi oreja y mientras sentía su respiración excitada.
¿Tú como recuerdas esa vez, amor? Yo la recuerdo tan pasional y a la vez tan nostálgica. Nunca me había sentido así con nadie, nunca me había sentido de nadie, hasta que esa vez me proclamaste tan tuya, besando cada parte de mi cuerpo que jamás había sido besada, mordisqueando con tantas ansias mi piel, besando mis labios con tanta entrega que, casi podría jurar que nadie más podría besarlos de la manera en que tú lo haces. La experiencia habla por sí sola, ¿no crees? Agradecí tus 34 años, por completo.
Creo que tenerte dentro de mí podría considerarla una de las experiencias más placenteras de toda mi vida. Tanto, que llegué a pensar lo que era mi vida antes de ti, nada.
Recuerdo que susurraste que yo iba a ser una obsesión para ti, que te encantaba más que nadie, y yo me sentí en un sueño.
¿Cuál fue mi error? Creo que querer desnudar tu alma.
Durante aquellos excitantes meses, yo me decidí a conocer a la persona, no tanto a mi jefe, no tanto a mi amante. Intenté leerle los pensamientos, conocer su tormentoso pasado, intenté entenderlo.
Si me preguntan quién es Javier en realidad, es la fecha que no podría decirlo con exactitud. Creo que depende de los días, de los momentos y de las personas con quien esté.
Es una persona con muchos demonios internos, con muchas dudas sobre su pasado, con muchos episodios grises, con muchos problemas que lo venían persiguiendo. Algo lo atormentaba hasta el grado de ser casi insoportable.
No puedo quejarme del todo. Lo intentó, al menos al inicio. Intentó ser genuino conmigo, platicarme lo que sentía sobre ciertas cosas, lo que pensaba de otras, lo que imaginaba, lo que soñaba, lo que le hacía sufrir; lo intentó hasta el grado de pensar que era yo la única persona con la que podría hacerlo.
Nuestra relación sobrepasó el sexo y todo en general, hasta donde yo sabía, nos enamoramos y decidimos intentarlo como una relación meramente formal.
-Me estoy enamorando de ti, tan profundamente. Siempre quiero estar a tu lado
Ésas fueron tus palabras Javier, tus exactas palabras, tus sentimientos, ¿Lo olvidaste acaso? Yo dejé todo por estar contigo, les di la espalda a mis amigos, a mi familia, a mi prometido y juraste que tú harías lo mismo. No lo dudo, de hecho, no dudo que hayas luchado contra muchas personas para estar conmigo; pero, tuve que adivinarlo: Eres incapaz de pertenecerle a alguien.
¿De qué te quejas, Camila? Siempre lo supiste. Javier es una persona sumamente inestable emocionalmente, no es alguien que le gusta estar todo el tiempo con una sola persona, te lo dijo él mismo. Ha engañado a todas sus novias, huyó de la ciudad porque una quería casarse con él. Creo que fue estúpido que creyeras que ibas a ser la persona que cambiaría la terrible persona que es en el fondo, que eras la única que podría controlarlo. Una idiotez.
Los primeros meses fueron lindos, hasta me invitó a vivir con él; me dijo que hasta quería casarse conmigo, que yo era la indicada y justo en ese momento en que mi felicidad alcanzaba grados inimaginables, todo pasó.
Justo cuando a mí me dieron la planta en la empresa, evidentemente tenía que llegar un nuevo practicante, en este caso, Sofía Gutiérrez.
Javier, mi amor, ¿qué viste en ella? Supongo que era más inteligente, más hermosa, más pasional, más aventurera que yo. Me lo vas a negar, claro; ésa es tu táctica de bloqueo. ¿Crees que no me daba cuenta de que tu corazón lo ocupaba alguien más? ¿Que yo sólo había sido la aventura de un par de meses, la emoción de un verano, el juguete nuevo que tenía que ser tuyo y de nadie más porque eres un controlador? Ahora entiendo porqué muchos hombres se empezaban a alejar de mí en el trabajo, los ahuyentaste. Yo sólo debía ser tuya. Supondré que lo mismo pasaba con Sofía. Era el nuevo juguete que debías estrenar.
¿Sabes cómo lo supe? Te empezaste a alejar de mí. Fuiste menos tierno conmigo, el sexo comenzó a faltar poco a poco en la casa; tanto que había días en que nos íbamos a dormir sin un beso tan siquiera. Dejaste de mandarme mensajes, dejaste de hablarme, dejaste de preocuparte, dejaste de amarme; no hay más.
Lo negaste, sabía que lo harías, pero ni por un momento me pediste perdón cuando los vi entrar a tu oficina y no salir de ahí en las dos horas siguientes. Te reclamé y me dijiste:
-No, no pasó nada.
Fueron días de eterna agonía. Ver cómo el amor de tu vida se enamora poco de a poco de alguien más, no es algo que le desearía ni a mi peor enemigo. Es algo que te parte en mil pedazos, que te vuela la cabeza, que te hace imaginar cosas que tal vez ni siquiera están pasando.
De repente me volví un sonámbulo, esperando hasta las tres de la mañana que quisieras regresar a casa, con mi corazón destrozado, con un nudo en la garganta, (pues si llegabas y me veías llorando te ibas a enojar) con la presión baja, con mis brazos temblorosos, con mi mente hecha mierda.
Pero cuando llegabas, una tranquilidad inundaba mi ser. Creo que desde ese momento lo supiste.
Podías manejarme a tu antojo, podías no aparecer en días, podías ignorarme incluso estando en la misma habitación; pero, si hacías algo lindo, si tan siquiera me dabas un tierno beso, yo te iba a perdonar. Que me amaras a tu manera se volvió una religión para mí.
Acuéstate con quien quieras, pero ámame sólo a mí.
No, eso está mal, Camila. Es todo o nada.
Quédate con lo mejor de él y déjalo.
Instantáneamente, me alejé de mi espejo y me dirigí a un escritorio cercano a nuestra cama, tomé un papel y un lapicero.
“Te dejó; he pasado suficiente dolor. Aguanté lo más que pude, pero no logro resistirlo más. Me quedo con lo mejor, créeme. Me quedo con la música, con tus malos chistes, con tus anécdotas, con tu hermosa forma de ser conmigo, con tu intento por derribar cada muro que te rodeaba y liberar tus demonios conmigo; me quedo con el amor que, no dudo, alguna vez me tuviste; me quedo con tus besos, con los días de sexo y las noches de insomnio donde hablábamos de nuestra vida. Me quedo con lo mejor de ti.
Siempre tuya.
Camila”
Vi la maleta que había preparado horas antes, encima de la cama y la arrastré hasta la salida. Me quedé admirándola unos cuantos segundos. No podía dejarlo así. Él me ama; a su manera, pero lo hace, me lo ha demostrado, ¿no? Siempre se le debe dar una segunda oportunidad al amor. A parte, ¿qué sería de mí sin Javier? Nada.
Decidí dejar la maleta nuevamente en la cama. Me senté en un sillón de la sala a esperar a que él regresara. De cualquier forma, la cena ya estaba lista.