jueves, 20 de diciembre de 2018


Las tres menos diez
Andrea Vicente Sandoval[1]

Fuente de imagen:
Imagenes google.mx
Henos aquí, el momento más desdichado para un hijo; ver a uno de sus padres dejar el mundo al que ellos un día nos trajeron.
He decidido que nadie de la familia nos acompañase; pienso decirles lo tuyo hasta que te haya llevado a aquella última morada que te espera. Por ahora, tendrás que conformarte con esta gran habitación de cuatro paredes, de color blanco como las del hospital donde pasaste tus últimos días, con un olor muy penetrante a naftalina, esa cosa que se usa para matar a los insectos. ¡Vaya que es curioso que un lugar que guarda de los difuntos y que al mismo tiempo da confort a los dolientes que acaban de sufrir una pérdida, asesine a esos bichos a diestra y siniestra!
¡Lo que son las cosas! Acabas de partir y ya estoy usando tus frases. Al fin y al cabo, las películas tienen razón “las personas viven en los recuerdos que nos quedan en la memoria”. Es realmente triste reconocer que nunca más podré saborear el aroma de tu pelo platinado, sentir las arrugas de tus finas manos, abrazar tu frágil figura, verte en la cocina preparando la comida del día y saber que una vez más seré afortunada de probar aquel manjar al que me tenías tan acostumbrada.
Este lugar tiene mucho eco, mis zapatos de tacón bajo hacen demasiado ruido sobre este piso de azulejo y es que no puedo dejar de rondar por tu ataúd color nogal.
Lo escogí de ese color porque siempre te gustaron los muebles rústicos, muy mexicanos. También lo elegí porque recordé que a papá también le agradaba ese acabado y sabiendo que fue tu gran amor, tal vez no el amor de tu vida, pero sí el más importante, terminé por decirle al funerario que ese cofre habría de guardar mi más grande tesoro; tú, mi madre. Él, muy tiernamente me abrazó unos segundos y se separó de inmediato, como era de esperarse. Aunque claro, sé que naturalmente lo habrá hecho por cortesía y porque le he pagado una gran suma de dinero para que te atienda lo mejor posible.
Ya son las ocho de la noche. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Llevamos aquí cinco horas y cada minuto he estado de pie. No lo había notado. Pero no te preocupes por mí.
No tengo hambre.
No me siento agotada.
Ni mucho menos estoy llorando.
Sólo estoy molesta.
No entiendo por qué hasta ahora no he soltado ninguna lágrima; aún no he goteado por los ojos y comienzo a sospechar que me miran raro por ello. Tú bien sabes que siempre le he huido a los lloriqueos, nunca quise ser como tú; que siempre fuiste una auténtica Magdalena hasta cuando veíamos una película de lo más cursi. Cuando podía, me burlaba de tu debilidad por ser demasiado sensible en esas situaciones tan ridículas y estúpidas. Nunca llegué a saber de dónde diablos sacabas tantas lágrimas; no sé cómo no te deshidratabas de tanta agua que expulsabas de aquellos tus pequeños ojos que exprimías por la más mínima cosa.
Me acuerdo que días antes de que papá nos abandonara, durante cinco días te golpeó tan fuerte que, en mi memoria, se quedaron tus gritos y tus llantos grabados; al punto en que si pudieran conectar una bocina en mi lóbulo temporal, el sonido sería de lo más nítido.
También recuerdo que cuando papá se fue, llorabas en silencio para que yo no te tuviera lástima, para que no te considerara más débil de lo que ya pensaba que eras. Y aunque te oí sollozar cada una de las veces que te escondías en tu habitación, nunca te dije nada, ni mucho menos te desprecié por las mañanas. Eso lo hacía en silencio.
Cuando él aún estaba con nosotros en casa, solía decirme que no le tuviera miedo a las habitaciones sin luz, que recordara que siempre estaría conmigo para cuidarme, aunque no estuviera presente, él lo haría.
Cuando él se fue, le dejé de temer a la oscuridad, porque sabía que no serías capaz de protegerme. Ahora me tendría que valer por mí misma.
Aun así, no comprendo cómo fue que me volví tan perra, tan cruel; tan dura en el exterior, pero de frágil interior. Tal vez sea porque no quería ser como tú, igual de sensible y blanda por todo. Solía menospreciarte con cada parte de mí por ser así, por dejar que todos vieran que eras de cristal, por mostrarle al mundo que no podías cargar con nada, por permitirle a todos que podían romperte una vez y las veces que quisieran.
Fue ahí cuando comencé a compadecerte. Más tarde, eso se convertiría en lástima y luego, en desprecio.
Y aunque yo trataba inútilmente de ayudarte, de hacer que tu carácter se tornara valiente, yo que con todas mis fuerzas intentaba hacer que resurgiera una nueva mujer que fuese independiente, tú lo echabas a perder con tus relaciones efímeras y fallidas.
Siempre eras tú quien terminaba lamentándose por ser tan tonta y confiada.
Llorabas semanas ininterrumpidas.
Llorabas mientras dormías.
Llorabas a la luz del alba.
Llorabas con el último crepúsculo del día.
Llorabas cuando tomabas la ducha, para confundir tu llanto con el agua que caía desde la cima de tu pelo hasta la punta de tus pies.
Llorabas mientras comías.
Llorabas cuando ibas a misa.
Llorabas mientras rezabas por tu último novio, pidiéndole a Dios que te lo regresara; que esta vez sí harías lo que él quisiera.
En fin, llorabas, llorabas y llorabas.
Nunca vi en mi vida que una sola persona arrojara tantas lágrimas al suelo; sólo a ti te he visto derramar tanta agua, cual Fuente de Trevi.
Odiaba que te hicieras sufrir tanto; pero más te odiaba a ti porque en vez de criarme, malgastaras tus días y tus noches en sufrimiento vacío. Fue así como dejaste ir mi infancia, con noviazgos malogrados. Al final, de los hombres con quienes estuviste, nunca me diste una figura paterna definida, mucho menos una materna.
¡Maldita sea, muero de frío! Por las prisas, ni siquiera traje un suéter. Eso pasa cuando estás sola velando a tu madre, en vez de estar rodeada por tu familia, que te consuela y te da calor mientras atraviesas por la ausencia más grande que un ser humano puede pasar durante esta insulsa existencia.
Desearía que la única persona que me consolara fueras tú. Aunque eso sería imposible.
¿Cómo mi propia madre me va a consolar por la muerte de mi madre? ¡Vaya paradoja! Esto no es ningún cuento de Cortázar; vamos, que si lo fuera se llamaría Continuidad en una funeraria. Pero eso no tiene nada de gracioso, como tampoco lo es tu muerte.
Si aquí me conocieran, dirían que yo fui quien te maté. Y no estarían muy lejos de la realidad. Es verdad que yo te maté, pero no como tú piensas.
Confieso, señores del jurado, que he asesinado a mi madre. Y lo hice no una, varias veces. Lo hice cuando le dije que por su culpa mi padre nos había abandonado; lo hice cuando la ignoré mientras salía de casa con tal de no verla más; también, aquella ocasión en la que le mencioné que era el ser más cobarde que podía existir. Y no, ésta no es una reflexión moralista como las que suelen escucharse en las reuniones cristianas, tal como La mamá más mala de todas de un tal Osorio, no, simplemente reconozco que le hice mucho daño con esos desatinados comentarios.
Y ahora que estás tendida dentro de esta caja de madera, esperando a que den las tres de la tarde para llevarte al cementerio; quisiera disculparme contigo, pedirte que me perdones por haber sido tan fría contigo. Tú, que siempre fuiste tan cálida conmigo.
Desearía haberlo hecho antes, arrodillarme, alzar mi rostro hacia ti e implorar tu perdón y comenzar de nuevo. Tú no merecías una hija desagradecida, imbécil, necia; que fuera tan ciega que nunca pudo ver que su madre se cansaba por darle todo que ella quería.
Perdóname por todo, madre mía.
Te amo, pero jamás podré perdonar que me hayas dejado así, sin madre.
En fin, ya son las tres menos diez, es hora de partir a tu última morada.
He mandado a grabarte una lápida de mármol, cuyo epitafio diga:
“En honor a ti madre, que descansas en el cielo, de parte de tu hija que sigue tus pasos aquí en la Tierra”.




[1] Texto resultado del Seminario de Narrativas para la comunicación, impartido por la Dra. Iraís  Rivera Geroge, Profesora Investigadora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación-BUAP, del Grupo de Investigación “Narrativas para la Comunicación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario