lunes, 13 de mayo de 2013


FERNÁN CABALLERO O EL DECORO LA NOVELA REALISTA ESPAÑOLA
DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX
                                                                                                                           
Francisco Hernández Echeverría
Óclesis


Fuente de imagen:
http://lenguayliteanaozores.wordpress.com/2013/01/15/siglo-xix-realismo-y-naturalismo-portales-tematicos/


















 1. Introducción


Cuando reflexionamos sobre la novela no debemos dejar a un lado tres aspectos: las condiciones socioculturales que le dieron origen, el papel del escritor y el del lector. En esta dinámica es de vital importancia considerar la interrelación de diversos géneros, como cuando el costumbrismo español emergido de las diversas novelas históricas se convertirá en uno de los motivos fundamentales, no sólo entre los escritores propiamente costumbristas sino también entre los autores de las novelas llamadas realistas (Véase Aubert, 2001). Estas novelas, que encontrarán su más amplia difusión hacia finales del siglo XIX (Galdós, Pardo Bazán, etc.), tuvieron una ilustre representante durante el interregno del romanticismo tardío, aunque desde una perspectiva fundamentalmente conservadora, en la escritora española de origen suizo Cecilia Francisca Josefa Böhl de Faber y Larrea, más conocida por su nombre de pluma: Fernán Caballero.


2. Semblanza de una rejoneadora literaria

Nació el 24 de diciembre de 1797 en la pequeña ciudad de Morges, cerca de Berna, Suiza. Afirman algunos biógrafos que Cecilia nació en Cádiz, y afirman otros que lo oyeron decir, que nació en un buque durante una travesía que sus padres hacían por mar. Mas lo cierto es que en Morges se halla la correspondiente partida de bautismo, de la cual consta que Cecilia vio la luz del mundo en la fecha citada.
La pequeña crecería en el ambiente de un hogar de extraordinaria riqueza cultural y espiritual. El origen de su pensamiento, e incluso de su dedicación a la literatura, hemos de buscarlo en sus progenitores. Su padre, el conocido cónsul alemán Juan Nicolás Böhl de Faber[1], era un cerrado defensor del pensamiento tradicional: obediencia a los principios monárquicos y a la figura del rey, fidelidad a la patria y sumisión a las reglas de la Iglesia; su madre, Frasquita Larrea, era una simpática e inquieta gaditana, defensora de los derechos de la mujer y de todo lo nacional castizo, cuyo gusto por la conversación ha sido destacado por los cronistas; escribió cuadros de costumbres y esbozos de tipos populares, antecedentes de los que más adelante retendrían la atención de su hija. Estas serían las bases donde Cecilia asimiló una ideología profundamente conservadora y católica, así como un apasionado españolismo, que por la región geográfica donde se desarrolló su vida, tomó la forma de andalucismo.
En 1805 la familia, constituida por Cecilia, su hermano Juan Jacobo y sus hermanas Aurora y Ángela, marchó a Alemania. La madre no pudo resistir el ambiente y regresó a España con las dos hijas menores, dejando a  Cecilia y a Juan Jacobo bajo la custodia de su padre. Es importante destacar que la educación de la muchacha corrió en principio a cargo de una institutriz belga, y luego de un pensionado francés en Hamburgo. Tras siete años de separación, se reúnen padres y hermanos y se instalan definitivamente en Cádiz, Andalucía. Al regresar a España, su español era deficiente, pues se había educado en la utilización del alemán y del francés. Este inconveniente se contrapesó con su interés por las costumbres nacionales, que vio con los ojos abiertos del forastero curioso.
En 1816 contrajo matrimonio en Cádiz con el joven capitán Antonio Planells y Bardají, de Ibiza, y con él se trasladó varios meses a Puerto Rico. Aunque comenzó a escribir a los 16 años, los primeros papeles que se conservan datan de 1817, entre ellos los primeros esbozos —muy parecidos a los ensayos paternos— de Sola (en alemán y publicada en Hamburgo en 1831) y Magdalena, seguidas de la descripción de Puerto Rico incluida en La farisea (1863). Muerto el esposo antes del año, Cecilia volvió a Europa, residiendo en Hamburgo, y volviendo a Cádiz hacia 1821.
En 1822 se casó por segunda vez con el oficial de Guardias españolas Francisco Ruiz del Arco, marqués de Arco-Hermoso y durante trece años vivió feliz con él alternando estancias en el palacio de Sevilla, donde residían generalmente, con temporadas en el hermoso cortijo de Dos Hermanas, propiedad del militar. Allí, comenzó la producción literaria de Cecilia de forma estable, despertándosele la afición de observar, escuchar y describir directamente a la gente del campo a quienes consideraba depositarios de todo lo valioso que aún había en la personalidad nacional española. De este modo, fue recogiendo una especie de bien provistos archivos sobre ambientes regionales de carácter netamente español y cuentos populares que escribía en seguida de oírlos y que consignaba con su padre. Luego, quizás en 1826, escribió en alemán el primer borrador de La familia de Alvareda (1856), cuya traducción al español fue mostrada a Washington Irving en 1829. Poco después escribió Elia o La España treinta años ha (en francés y publicada en 1857) y unas cuantas narraciones incluidas en novelas posteriores.
Por entonces, Cecilia gozaba probablemente de cierta reputación local como escritora en el círculo de su marido. Pero parece ser que para publicar necesitaba aún más aliciente: su narración “La madre”, que salió en “El Artista” en 1835, la presentó su madre sin su consentimiento. Arco-Hermoso murió ese mismo año dejando a Cecilia en una comprometida situación económica, aunque continuó disfrutando de las tertulias del palacio sevillano y de la vida campesina en la finca familiar. Al poco tiempo, también perdería a sus padres.
En un viaje a París conoce a Federico Cuthbert, el gran amor de su vida, ficcionalizado en Clemencia (1852) con el nombre de sir George Percy. En 1837 contrajo nupcias por tercera ocasión con Antonio Arrom de Ayala, diecisiete años más joven que ella, pero de precaria salud física y mental. Cecilia residió sucesivamente en Jerez, Puerto de Santa María, Chiclana y Sanlúcar de Barrameda. Venidos a menos sus bienes y ausente el esposo, ya que había ido a probar suerte en Australia, Cecilia halló consuelo en una fuerte religiosidad y se entregó plenamente a la literatura, produciendo entre 1842 y 1843 La gaviota (en francés y publicada en 1849), Una y otra y Lágrimas (1850).
La administración de los asuntos financieros de la escritora por parte del marido en turno fue desastrosa. Pero es probablemente a él a quien debemos la retrasada decisión que Cecilia adoptó de publicar su obra. Recurrió al antiguo adversario de su padre, José Joaquín de Mora, para que tradujera La gaviota al castellano y  a la vez, para que le sirviera de agente en el periódico “El Heraldo de Madrid”. En mayo de 1849 apareció La gaviota como folletín en dicho órgano periodístico y la autora utilizaría ya su famoso pseudónimo de Fernán Caballero (de aquí en adelante la llamaremos Fernán). Si hasta ese momento su quehacer literario aún pasaba inadvertido, La gaviota afianzó su fama estrepitosamente. Fernán había conseguido por fin una posición con esta primera narración extensa que llegó a considerársele como su obra maestra.
La gaviota relata la historia de una joven campesina llamada Marisalada que tiene por sobrenombre “Gaviota”. Hija de un pescador y poseedora de una bellísima voz, Marisalada se casará con un médico alemán, Fritz Stein, quien la iniciará en la carrera del canto; consigue grandes éxitos en los escenarios de Madrid y Sevilla, pero, se entrega a los amores adúlteros con un torero; Stein se aleja de ella, el torero muere de una cornada y la muchacha con el matrimonio destruido y perdida la voz, regresa a su pueblo y acaba casándose con el barbero.
Aunque indudablemente menos robusta que la Carmen de Merimée, publicada un poco antes, algunos comentaristas indican mimosamente que:
                                                                                                                       
[...] no puede llegar a decirse que La Gaviota sea una españolada más. Si sus lamentaciones ante ciertos momentos de las corridas de toros tienen sabor extraño y suenan a sensiblería, hay que atribuirlo a su condición de mujer, que no puede separarse de su ternura para enjuiciar problemas enraizados profundamente en el alma de un pueblo con el que Cecilia trata de identificarse (Jarnés, s/fecha, vol. II: 641).

Otros, como Eugenio de Ochoa, juzga que había en La gaviota un interés hábil y naturalmente sostenido, corrección y elegancia, caracteres tan nuevos como verdaderos:

[...] descripciones tan delicadas, tan lozanas y tan fragantes, permítasenos la expresión, que ora recuerdan el nítido pincel de la escuela alemana ora la caliente y viva entonación de la escuela andaluza. Véase allí el dibujo de Alberto Durero realzado con el colorido de Murillo (Ochoa en Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, s/fecha, vol. III: 742).

El mismo escritor afirma igualmente que las descripciones de la citada novela recordaban a cada paso las obras de los grandes maestros del arte, Cervantes, Fielding, Walter Scott y Cooper, y que a veces competían con ellas, y defendía que La gaviota “será nuestra literatura lo que es Waverley en la literatura inglesa, el primer albor de un hermoso día, el primer florón de la gloriosa corona poética que ceñirá las sienes de un Walter Scott español” (Ibídem).
            A partir de La gaviota Fernán publicará en rápida sucesión numerosos romances, novelas y cuentos menores en diferentes revistas literarias, tales como la “Revista de ciencias, literatura y artes de Sevilla” y “El Museo Español”: Lágrimas, Clemencia, Lucas García (1852), Cuadros de costumbres populares andaluzas (1852), La familia de Alvareda, Una en otra, Elia, Simón Verda y Un servilón y un liberalito o Dos almas de Dios (1855).
Además de estas novelas, publicó unas colecciones de cuentos entre los que se encuentran Relaciones (1857), Cuadros de costumbres populares andaluces (1857) y Cuentos y poesías populares andaluces (1859). El volumen de Cuadros de costumbres populares andaluzas es una obra de especial interés folklórico, pero más ligera que las otras de la escritora, ofreciendo un estilo más brillante y policromado que viene a reflejar fielmente el alma empapada de Fernán por el ambiente vistoso, ligero pero brillante de Andalucía. Cuentos y poesías populares andaluces es una recopilación de cuentos y poesías populares.
            En 1857, tres factores se conjugaron para llevarla a la consagración definitiva; por un lado, la edición de sus obras completas por Mellado, por otro, gracias a la protección de Isabel II, que la visitó personalmente, y a los duques de Montpensier, regreso triunfalmente a Sevilla para habitar en concesión real la mansión histórica del Alcázar, y por último, la publicación de un artículo sobre su obra en “Le correspondant”, que la convirtió en figura europea.
Y aunque siguió escribiendo en plácido retiro, lo más importante de la obra de Fernán estaba ya terminado en 1857. Ahora abandonaba los usos y costumbres de las diversas clases de la sociedad española que venía trabajando y se inclinaba hacia una novelística cada vez más idealizada, que ella misma concebía como “lección edificante”: Un verano en Bornos (1858), Cosa cumplida... sólo en la otra vida (1861), El Alcázar de Sevilla (1862) y La corruptora (1868).
Dos duros golpes tendrá que soportar Fernán: en 1859 su marido se suicida en Londres ante su imposibilidad de sacar a flote a la familia; su desalojo del Alcázar durante la revolución de 1868. Pasó entonces a ocupar una casita en la calle llamada “Juan de Burgos” —hoy “Fernán Caballero”—, número 14 (parroquia de la Magdalena), donde publicó su última obra: Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares e infantiles (1877). Allí fallecería a las diez de la mañana del 7 de abril de 1877.
Su muerte produjo honda conmoción en España y en el extranjero. Los principales escritores europeos y americanos le dedicaron calurosos elogios.


3. La teoría novelística de Fernán Caballero

Tradicionalmente Fernán ha sido clasificada como el punto final del romanticismo y arranque del realismo europeo en la España de la segunda mitad del siglo XIX, aunque quizá sea más exacto afirmar que es una figura de transición a caballo, entre la narración romántica y el costumbrismo realista escrito para un público extranjero (la mayoría de sus obras fueron escritas en alemán o francés), aunque nunca pretendió de una manera consciente luchar contra ese romanticismo que su padre tanto había defendido.
Lo que sí es exacto es que Fernán intentó una nueva teoría de la novela que habría de tener su máximo desarrollo en la época de la Restauración[2], que no es muy fácil de elucidar. Defendía cinco principios: 1) naturalidad; 2) verdad; 3) patriotismo, 4) moralidad y 5) poesía. Su grandeza como novelista está relacionada con los dos primeros. Su desafortunado legado para la novela española, con los dos últimos.
Fernán entendía por naturalidad la exclusión de lo novelesco imaginativo:

No pretendo escribir novelas, sino cuadros de costumbres, retratos, acompañados de reflexiones y descripciones —privo a mis novelas de toda esa brillante parte del colorido de lo romanesco y extraordinario [...] Todo lo novelesco tiende a exaltar a la criatura; yo busco ablandarla, excluyendo o poniendo en mala luz todas estas pasiones, ya enérgicas, ya exaltadas, que son venenos que vierte el corazón en la buena y llana vida [...] Pongo pues, lo romanesco en lo no romanesco (Caballero en Shaw, 1973: 86).

Como podemos ver en esta cita, el principal interés Fernán radica en apartar previamente todo lo desagradable del cuadro de la sociedad de la época, abogando por las “buenas ideas” que den paso firme desde lo romántico hacia un verdadero documento costumbrista. Fernán defiende repetidamente en sus escritos la veracidad de su arte: “Hase dicho para rebajar la realidad, según la propensión de los pesimistas, que inventamos los cuadros que escribimos [...]” (Caballero en Alvar, 1959, vol. III: 636). Y, en otra ocasión: “Algunos piensan —sin duda inducidos a ello por la denominación de populares que llevan nuestros Cuadros de costumbres— que los reproducimos para el pueblo; y esto es un error” (Ibídem). En estas declaraciones quedan patentes que la escritora entiende por verdad la sustitución de la inventiva y de la imaginación creadora por la observación minuciosa de los hechos y la realidad. De ahí que asocie realismo y costumbrismo a una incansable labor de recolección de anécdotas y leyendas populares, tradiciones, apuntes sobre paisajes y conversaciones, gente, casas, actitudes, proverbios, frases, decires, chistes, chascarrillos, coplas, consejas, cantares y versos —parecido con lo que hace un folklorista actual—, pero posterior a la labor creadora, es decir, primero hay que tomar una determinada inspiración, que posteriormente dirija esa labor mecánica de recolección de “apuntes del natural” (Caballero en Madrigal, 1999: 220) que ella llamaba su “mosaico” y su “joyero” era la materia prima que vertía en las novelas que estaba ya preparando. Es curioso que una de sus imágenes predilectas era la de compararse con un daguerrotipo[3]. Hasta tal punto esto es cierto, que La familia de Alvareda la escribió el mismo día que escuchó la narración.
Es por esto, que a veces se ha pretendido hacer de Fernán una escritora realista, lo que es a todas luces falso. El realismo no depende solamente de ofrecer una visión exacta de la realidad observada: depende también de qué aspectos de la realidad se reproducen. Fernán poseía una técnica totalmente opuesta a la mera fantasía —la misma técnica que dice usar Pérez Galdós en el prólogo a Misericordia. Pero ella usaba esta técnica para libertar a la literatura española de los apresurados esbozos psicológicos, muy en boga en los temas históricos, inspirándose mejor en lo cotidiano, en la actualidad viva, y representar así algo meramente pintoresco, a tal grado, que el duque de Rivas comparaba los retratos fernáncaballerescos con las obras de Velásquez, por su vigor, y con las de Goya, por su colorido (Sainz de Robles, 1956, vol. II: 154).
Lo que ella le interesaba era solamente parte de la realidad: esa parte que se podía adecuar a sus presupuestos morales, característica constante de toda su producción. Aunque hay autores que aseveran contrariamente que lo sorprendente y positivo de Fernán es que resistió a la tentación de reducir su obra a un fin moral, a esquemas y dogmas que probaran y justificaran su propio sistema ideológico.
            Y así llegamos a su segundo grupo de principios: moralidad y poesía. El arte en sí es fundamentalmente moral, pero pocas veces lo es oportunamente. No corresponde al escritor tomar por la manga y gritarle apremiantemente en el oído que el único camino es la virtud. Desgraciadamente Fernán no lo veía así y, mientras declaraba ser “instintiva e indesprendiblemente apegada a la verdad” (Ibídem, 87), proclamaba que el bueno es bueno, con todas las virtudes cristianas; y el malo es malo, con todos los vicios, por ende, en sus obras combatía sin tregua los vicios sociales, la falta de fe y el incumplimiento de los deberes cristianos, presentando siempre una virtud, especialmente la caridad.
No obstante, hay que subrayar que ni la virtud ni los males que censuraba eran forjadas fantasías de la privilegiada imaginación de la escritora. Eran y son la realidad de la vida humana, a cuyo estudio se había consagrado toda su vida. No de otro modo puede explicarse la poderosa influencia ejercida por Fernán en España y fuera de ella.
Así, si la novela era un instrumento de perfeccionamiento moral: “la ética es parte tan esencial de la novela, que si ésta le faltara, podría colocársele en la categoría de un culto, fino, tutti i mondi” (ibídem), lo que ella refleja no es la verdad tal cual es, sino tal como ella desea que sea. Esto también lo podemos reconocer cuando Fernán, entregada a su gran pasión por Andalucía, se remansa con primor y deleite en la idealización de los tipos y costumbres populares andaluces, lo que hace filtrar claros vestigios del modo romántico y lo lejano que se encontraba el verdadero realismo. Esto y no otra cosa quería decir para ella “poetizar la realidad”: someterla a un proceso de selección e (inevitablemente) de deformación que la adecuara a sus ideas.
Hasta qué punto no se daba cuenta de esto nos lo demuestra, por un lado, su aparente incapacidad de percibir que verdad y moralidad son a menudo irreconciliables, dentro o fuera de la ficción, y, por otro, su ingenua veta de paternalismo hacia sus personajes, humedeciendo de piedad cuantas pasiones hace saltar con desgarro, por la fuerza de las circunstancias: en Un servilón y un liberalito, de haber hecho perfecta justicia a ambas partes, cuando el liberalito en cuestión es un muchacho totalmente desconsiderado, grosero y alocado, cuyas acciones y actitud contrastan violentamente con la honestidad, la caridad y la paciencia de sus tradicionalistas huéspedes.


4. Ideología filosófico-política en su novelística

A los cuatro principios anteriormente vistos debemos añadir un quinto, que se conecta con la vida de Fernán más de lo que normalmente suele ocurrir. En sus ficciones tomará partido por uno de los polos de la contradicción entre una España que todavía se aferraba a una tradición de espiritualismo cristiano, y una Europa que comenzaba a ejercer la influencia de una cultura materialista. Defendió lo que consideraba genuinamente español —lo santo, lo religioso, las costumbres puras y rancias, el sentir nacional, la familia— frente a la influencia del positivismo: sobre cualquier canon novelístico predominaba, para ella, el dogma antiliberal. Por tanto entendió su oficio creativo como la lucha ideológica del espiritualismo contra el materialismo, que al echar mano del rastreo de costumbres para frenar el empuje del progreso y de las ideas llegadas al exterior, irá también tomando la forma de una lucha entre ciudad y campo. Consideraba que los centros urbanos con su liberalismo era la fuente de la corrupción y la desgracia, inclusive podemos encontrar a una Fernán preocupada por el patrimonio cultural cuando en La gaviota, culpa a la “secularización” de la destrucción de viejos conventos e iglesias. Para ella no sólo el equilibrio social sino también la felicidad individual se logra únicamente en la sencillez de la vida del campo, donde se conservan las mejores tradiciones, a las que las nuevas ideas y las nuevas formas de vida se oponen. Véase lo que Juan Alvareda, a la hora de la muerte, encarga a su hijo Perico:

“Acuérdate de mi muerte para no temerla; todos los Alvaredas han sido hombres de bien; en tus venas corre la misma sangre española y en tu corazón viven los mismos principios católicos que los hicieron tales. Sé cual ellos, y así vivirás dichoso y morirás tranquilo” (Caballero, 1985: 165)

Asimismo en La gaviota, Marisalada se corrompe en la ciudad, causa de que abandone a su marido y pierda la voz, lo que motiva su desdicha.
En este sentido, también es característico su patriótico españolismo, normalmente de origen popular andaluz. En efecto, ya hemos visto que Fernán definía su obra como cuadros combinados de reflexiones y remozadas descripciones de la realidad, pero en otra parte la describía como “un ensayo sobre la vida íntima del pueblo español, su lenguaje, sus creencias, cuentos y tradiciones” (Caballero en Shaw, 1973: 87). Esto lo advierte la escritora cuando dice que, después de haber estudiado con cariño los cuadros costumbristas, el desarrollo de la acción novelesca no es más que una estructura para presentar un amplio escenario contemporáneo, es decir, realista, para que el público europeo pudiera tener una idea objetiva de la vida española y, sobre todo, de la andaluza, y no se desorientara por la exageración. Las numerosas traducciones de sus obras revelan que el público europeo estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad.


4. Consideraciones críticas

Algunos críticos afirman que a pesar de su deseo de objetividad, su obra nunca alcanza un valor estético ya que adolece de ciertos defectos: la imprecisión y descuido del lenguaje debido a su deficiente conocimiento del castellano, comprensible dado su origen alemán; falta de penetración en el carácter y bastante superficialidad en el análisis psicológico. Pero sobre todo, la fluidez de la trama queda bastante lastrada por su inoportuna intención católica, que es reflejada en las largas digresiones moralizantes y los excesivos comentarios de la autora, generalmente de tono bondadoso, ingenuo, a ratos sonrosado, melodramático y dulzón.
Finalmente, los personajes secundarios y los acontecimientos relacionados con ellos están introducidos por sus connotaciones pintorescas más que por su contribución al progreso del relato (por ejemplo Galo Pando; Tía Latrana, el Don Modesto de La gaviota), mientras que las figuras principales tienden a ser idealizadas o sacrificadas según sus filiaciones religiosas y políticas o según el país a que pertenecen. Y aunque Fernán evita enormemente los trillados “finales felices”, en el desarrollo de sus novelas tiende a prevalecer un cierto providencialismo sobre el libre juego del azar. De este modo, por ejemplo, en Clemencia, la joven heroína desgraciada en su matrimonio, en vez de recurrir al adulterio, al suicidio o incluso a una excesiva compasión de sí misma, acepta su suerte con cristiana resignación. Uno se para a pensar lo edificantemente monótono que habría resultado todo si el marido no llega a morirse. De un modo parecido en Elia, la heroína, atrapada en el conflicto entre pasiones y deberes, se retira silenciosamente a un convento.
Pese a su persistencia en el fervor de ciertos lectores, el prestigio de Fernán disminuyó notablemente en el siglo XX, y actualmente nos pertenece mucho menos. Sin embargo, la mayoría de los autores coinciden en afirmar que aunque no se le pueda leer se le puede “justificar” —el libro de Montesinos sobre ella se subtitula “ensayo de justificación” (1961)— por razón de dos méritos fundamentales: haber acabado con el gusto del público por las malas traducciones de las novelas románticas inglesas y francesas y haber iniciado en este mismo público en el gusto por el arte de novelar genuinamente español, que durante los siglos XVIII y primera mitad del XIX había perdido el brillo que tuvo en la Edad de Oro. Con mucho mayor entusiasmo se expresa el apasionado Cejador (en Sainz de Robles, 1956, vol. II: 154): “Ella revivió la novela castiza española sin ingredientes románticos; la novela realista y de costumbres de Cervantes, continuada después por Galdós. Ella dio el primer ejemplo de la novela regional, continuada por Pereda. Ella fue la primera que introdujo el folklore o demosofía en España”.


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BIBLIOGRAFÍA


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[1] El célebre comerciante, crítico literario e hispanista Juan Nicolás Böhl de Faber se había afincado en Cádiz como cónsul. Cambio su credo protestante por el católico bajo la influencia de fray Diego José de Cádiz. Fue considerado un discípulo de los primeros románticos alemanes —Schlegel y Schelling— e introductor de esta corriente en España. Luchó por la afirmación de la nacionalidad frente a los avances de la Enciclopedia y también intervino en la polémica alrededor de la rehabilitación del teatro calderoniano. Entre sus obras sobresalientes se encuentran La floresta española y Teatro anterior a Lope de Vega.
[2] La Restauración es un período que tuvo España en el que se restauró la monarquía borbónica (1875-1923) tras la Primera República.
[3] Aparato que se empleaba para fijar imágenes sobre una placa.

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