domingo, 18 de septiembre de 2016

Los años en la Vida

Por Oscar O. Chávez Rodríguez[1]


Fuente de imagen:
http://www.actitudfem.com
La vida se mide en años, no porque tal sea su medida, sino por un convencionalismo y utilidad social. Se puede hablar, se ha hablado –atendiendo a ello–, de los buenos años, los años dorados, aquellos que han dejado su huella en una sonrisa perenne, en un sentirse a gusto; también se ha hablado de esas otras épocas (años) en las cuales lo aciago, no lo triste sino la tristeza y lo lamentable se imponen, dejando su impronta en el tiempo que tarda en retomar un cauce a la medida de la existencia, permitiéndole retomar sus pasos, andar nuevamente una senda. Años cuya evocación nos alerta de los posibles extravíos, a esto hay que endilgar la frase según la cual “el tiempo lo cura todo”, no es que lo cure, es sólo que se le asume como aprendizaje, experiencia en la cual el propio sujeto, el ser tan falible llamado humano, logra una transparencia desde la cual observa, mira su propio vivir. Ya esto dará alguna luz a propósito de esos seres que viven en las sombras, quizás sea más atinado decir: penumbras, incapaces de ascender –ascensión siempre será– allí donde la claridad se extiende, abarcando amplias escenas de la existencia, generando estancias para el propio vivir, el singular, el de uno. Sombra adensada, pesada que nubla la conciencia y confunde la razón, extraviando, además, la pasión o llevándola, al menos, a un querer estar acompañada; empecinamiento que se vuelve imagen de otra vida que provoca el simple precipitarse del tiempo, su deslizarse –y con él uno– hacia un abismo de lo no vivido porque lo memorable –los años– está ausente.
Los años, un año…. A las claras: la temporalidad constitutiva del ser humano en la cual, no sin esfuerzo, logra reconocerse y habitarse plenamente –aunque no definitivamente ya que somos abierta interrogación, indeterminada presencia–, consiguiendo, al par, que la sonrisa torne en tiempo constante, en duración existencial que nos hace ingresar a la vida, a nuestra vida desde la cual aprendemos –en el tiempo– que la felicidad es posible.
Temporalidad y soñar (se) que se vuelven bisagras que unen nuestra alma con la quietud, permitiendo la emergencia de lugares para la existencia que no son otra cosa que el tomar nuestra vida a nuestra cuenta, sin necesidad de asideros, de tablas de salvación a la medida de nuestro desamparo. El tiempo salva porque los sueños nos hacen intimar con nuestra soledad, porque vamos hilvanando lugares –Espacios y lugares– en los que resplandece nuestra vida en libertad.
Libertad en primerísima persona que permite adentrarse en la niebla, en la espesura de una existencia inesperada, luego el recuerdo, las memorias y todas las voces que se hacen silencio externo para volverse charla interior, para habitarnos en el alma, en el lugar desde el cual brota el suspiro.
“El cuerpo, cárcel del alma” escribió algún filósofo –por voluntad, aunque en esencia poeta–, sin darse cuenta la gravísima condición que su sentencia revelaba, sin lograr precisar las consecuencias que traería su empecinarse en la razón, no en lo inmediato, ciertamente, pues habría que esperar el impostergable caminar histórico del ser humano y con él la emergencia de una insatisfacción con la razón. Instalado en el mundo de las Formas el hombre parecía sentirse pleno, haber alcanzado alguna plenitud que, sin embargo, sería puesta en entredicho cuando el suspiro se hacía más intenso, reclamando su propio espacio, su horizonte existencial exclusivo y no por una apetencia o simple rebeldía, sino por un sofocarse del alma que buscaba liberarse. Cuerpo–cárcel que no pudo contener, evitar o encerrar el suspiro que liberaba el alma. Alma en libertad que no buscaba enseñorearse, sino descender a los espacios de la vida, aquellos abandonados en favor de la razón, y construir lugares a la medida de ella, la recién liberada.
Suspiro vuelto una caricia ingenua, con ingenuidad y ternura. Caricia en tercera persona que nos toca cada mañana cuando le recordamos, cuando su nombre emerge en el pecho y se esconde en los labios tornándose en sonrisa. Nombre, tu nombre, un nombre, mil nombres... ¡la sonrisa permanece! Y al pasar del tiempo o con el tiempo, la emergencia de un jardín pleno, con sus rincones poblados de recuerdos, con sus fuentes insomnes y en total armonía:

“Jardín cerrado al tiempo
y al uso de los hombres.
Intacta, libre,
en generoso desorden
su materia vegetal
invade avenidas y fuentes…
Allí, tal vez,
cierta nocturna sombra
de humedad y asombro
diga de un nombre,
un simple nombre…”[2]

Allí habita la existencia, la sonrisa, el nombre. El alma en camino de reconocerse plenamente, al punto de adentrarse en la niebla para volverse recuerdo de un momento de plenitud, de incandescente pasión y amor sincero... Luego una sonrisa de gratitud por haber coincido, por haberse habitado mutuamente. Cerrarse del jardín, cumplida curvatura del tiempo que deja de pesar y permite seguir en el camino.
Nos abandona, entonces, el tiempo, nos deja en la ausencia de uno mismo, de ella, de todo aquello que en su resplandor constituyó nuestra sonrisa, sostuvo la mirada.... Nos abandona el tiempo, nos hace derramar lágrimas de nostalgia, suspiros desganados, al punto del cesar. Luego, en la ajenidad del tiempo, en un reclinarse de la existencia la emergencia de una vereda, apenas una tímida senda en cuyo horizonte despunta la casa del recuerdo, hacia ella encamino mi vida, triste y ajena, buscando encontrar entre la memoria vuelta imágenes un detalle, un boceto de tu mirada tan llena de mi presencia... Nada aparece, sólo nostalgia de ti, intención de mí....



[1] Licenciado en Filosofía y Economía, Maestro en Ciencias Políticas, estudios realizados en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, institución en la cual se desempeña como Profesor–investigador adscrito a la Facultad de Economía; actualmente realiza estudios de Doctorado en Ciencias Sociales y Políticas en la Universidad Iberoamericana, Cd. de México. Es colaborador activo en Óclesis.
[2] Álvaro Mutis. Lied en Creta IV (fragmento). Summa de Maqroll el gaviero.

1 comentario:

  1. La verdadera libertad del ser ocurre cuando el espíritu rompe las cadenas del tiempo y de lo relacionado al plano físico...
    Magnífica aportación!

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