sábado, 10 de noviembre de 2012


De educación y otros demonios

Flor D. García Dávila

No es ninguna novedad el decir que el nuestro no es un país de lectores. Mientras, los docentes se debaten entre programas incongruentes y discentes que mayoritariamente se rigen por la ley del mínimo esfuerzo. No es difícil comprobarlo: nosotros también hemos sido estudiantes.
Estudiantes… ¿de qué? Hablamos sin duda de la educación “formal”, la que se imparte en la escuela, la que es avalada por un documento útil a fines laborales. ¿Y qué más? La educación que ha olvidado a la lengua española –viéndolo de manera simplista, dado el territorio plurilingüístico que habitamos.
Hemos escuchado antes, a manera de chascarrillo de café, que los libros de texto de hace cincuenta años bien podrían servir ahora para estudiar la licenciatura. Pero debiéramos darle el peso sintomático que le corresponde. Cada vez es menos el contenido curricular asignado por nivel educativo, y algo peor: nos estamos quedando sin teoría. Antes, un libro obligatorio de educación básica servía como fuente de consulta en niveles superiores, aunque fuese sólo de referencia; ahora, bajo el amparo de un mal entendido constructivismo, hallamos bibliografía colmada de actividades y cuestionarios nunca resueltos; de fragmentos de novelas que poco le hablan al alumno de la cohesión de la obra de arte como un todo.
Ya la cultura es un privilegio. La lengua materna se convulsiona, ignorada por sus hijos pródigos. Tan es así que los programas de bachillerato ya no contemplan el área de gramática, que sólo resulta engorrosa por su complejidad. ¿De dónde, entonces, tendremos lectores funcionales?
Viéndolo en el lado práctico, ¿cómo esperamos personas que puedan leer tres párrafos en un minuto y medio e identificar deficiencias en las estructuras oracionales como lo exige cierta prueba de aptitud para ingresar a la universidad? Por designio del gran capital la educación está ahora reservada para aquellos que logren acceder a grados de especialización, y la estrategia es eliminar a la mayor parte en el camino. Así, tan terrible: eliminar. Como si se tratara de un juego sucio o de una guerra –que algo hay de ambos. De ese modo papá gobierno no tendrá que preocuparse por invertir en investigación. Así seguiremos siendo “una gran fuerza de trabajo” para otros intereses.
La palabra construye el mundo, pero en nuestro contexto, ésta no es un fin en sí misma sino un simple medio: el elemento accesorio de una comunicación necesaria. Se usa. Pero nos enfrentamos a un uso de maquila, donde no hace falta conocer los materiales porque el trabajo, el enajenante trabajo de nuestra lengua, no lo requiere, ya que nunca llegamos a ver su producto final.
Nos olvidamos del poder que ejerce una estructura sintáctica bien construida. Cabe decir, bien dirigida. Y para muestra, nuestros spots televisivos, la venta de “ideas”, nuestros noticiarios truncos…
¿En dónde está la solución? Chi lo sà. Pero lo importante aquí es lo que hacemos mientras tanto.

* Texto presentado en la Mesa redonda sobre Educación, organizada por el Grupo Óclesis y donde se contó con la participación del Círculo de Lovecraft Puebla, A.C.

No hay comentarios:

Publicar un comentario