viernes, 13 de enero de 2017

Un breve repaso a la narrativa homosexual en México

Por: Jorge Luis Gallegos Vargas[1]


Fuente de imagen:

https://velezpelligrini.org
Los primeros vestigios de la homosexualidad en la literatura mexicana se encuentran en cartas y diarios de los misioneros. No obstante, es en el siglo xx, Los 41 (1906) de Eduardo A. Castrejón toma como punto de partida el arresto de 1901; la aparición de este libro fue reflejo de la homofobia imperante en el porfiriato. La escritora Guadalupe Marín en Un día patrio (1941) ficcionaliza a uno de los Contemporáneos y, en el 59, Pita Amor cuenta la historia de un homosexual en el cuento El casado. Por su parte José Revueltas presenta en Los muros de agua a La Morena, y los “remontados”; también, Fabrizio Lupo (1952) de Carlo Cóccioli y El norte (1958) de Emilio Carballido fueron los primeros intentos de integrar al homosexual a las líneas de la narrativa.
Fue El diario de José Toledo, de Miguel Barbachano Ponce, la primera historia en presentar, de manera explícita, personajes abiertamente homosexuales. A éste, se le suman 41 o el muchacho que soñaba con fantasmas (1964), libro firmado con el pseudónimo de Paolo Po; Los inestables (1968) presentada bajo el pseudónimo de Alberto X. Teruel. José Ceballos Maldonado publica Después de todo (1969) y el libro de cuentos Del amor y otras intoxicaciones (1974); Cielo Tormentoso (1972) de Carlos Valdemar, posible pseudónimo de un ex seminarista o sacerdote, puso en evidencia la homosexualidad dentro de la vida eclesiástica; también, de los setenta y los ochenta fueron La máscara de cristal (1973) de Genaro Solís, otra historia presentada bajo la sombra del pseudónimo, Hasta en las mejores familias (1975) de Luis Zapata, Mocambo (1976) y Todo el hilo (1986) de Alberto Dallal, Raúl Rodríguez Cetina introduce a la literatura homosexual el personaje del chichifo en El desconocido (1977). La aparición, en 1979, de El vampiro de la colonia Roma de Zapata, significó un hito: abrió el campo de las letras a la homosexualidad; a partir de ésta, las voces acalladas retomaron la literatura como foro de expresión.
Destacan también Omnicrón (1980) de Eduardo Luis Feher, novela que relata la vida en la corte y la sexualidad en el período del rey Luis xii; Octavio (1982) de Jorge Arturo Ojeda, El desconocido (1977) y Flashback (1982) de Raúl Rodríguez Cetina, Sobre esta piedra (1981) de Carlos Eduardo Turón, Las púberes canéforas (1983) de José Joaquín Blanco, Melodrama (1983) de Luis Zapata; Xeröndnny: Donde el gran sueño se enraíza (1983) de Arturo César Rojas firmada bajo el pseudónimo de Kalar Sailendra, Parte del horizonte (1982) y Utopía gay (1983) de José Rafael Calva.
Otras obras homoeróticas son: La morada en el tiempo (1981) de Esther Seligson, Letargo de Bahía (1992) de Alberto Castillo, la cual obtuvo el primer premio en el concurso de la revista Punto de partida, Agapi mu (amor mío) (1993) de Luis González de Alba, A tu intocable persona (1995) de Gonzalo Valdés, Mátame y verás (1990) de José Joaquín Blanco, Tonada de un viejo amor (1996) de Mónica Lavín y Primero las damas (1988) de Guadalupe Loaeza. Para el nuevo milenio se publican Fruta  verde (2006) de Enrique Serna, Jacinto de Jesús (2001) de Hugo Villalobos, Por debajo del agua (2002) y Triangulo de amor y de muerte (2004) de Fernando Zamora, El clóset y el sillón (2000) de Manuel Levinsky, Toda esa gran verdad (2008) de Eduardo Montagner. Para el 2007 aparece Quimera Ediciones, editorial que promueve literatura lesbo y homoerótica; dentro de su catálogo se encuentran textos de poesía, ensayo y narrativa como El sol de la tarde (2009) de Luis González de Alba o Paso del macho (2011) de Juan Carlos Bautista.
            El común denominador de estas obras es que han denunciado la heteronormatividad, obligando a la sociedad a mirar sin prejuicios y de manera abierta a los disidentes sexuales. Lo cierto es que la homosexualidad, vista como un fenómeno social y cultural, ha transformado la cotidianeidad, resignificado el ser y el deber ser; ha roto esquemas, modificado paradigmas; el clóset ya no es una forma de expresión. Las letras han encontrado en la perspectiva de género el medio idóneo para contar las experiencias del homosexual, darle nombre a sus vivencias; hacer una desvinculación de lo biológico con lo afeminado, ofrece una ventana en la que el otro pueda encontrar un espacio de transición.



[1] Acerca del autor: Jorge Luis Gallegos Vargas es Maestro en Literatura Mexicana por la FFyL de la BUAP y miembro activo en Óclesis, Víctimas del Artificio. 

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