domingo, 1 de septiembre de 2013

ÉL
Por: Ludwigvan Bustamante Silva
Ella se balanceaba con la barbilla tocándole las rodillas y los brazos rodeándole las piernas cuando el conejo comenzó a saltar, azotándose una y otra vez contra las paredes de su jaula. El humo se escapaba por la ventana entreabierta, las flautillas estaban tiradas en la alfombra. El café hervía ya, pero ella tampoco lo notaba. Era ensueño lo que vivía, mientras su cuerpo deseaba sexo ella lo engañaba con altas dosis de fantasías, el pequeño buró se había convertido en un museo mientras su acompañante revisaba los cajones con avidez.
Fuente de imagen:
http://viajera-del-rio.blogspot.mx/2009/02/entre-odios-y-amores-el-y-ella-iii.html
El dinero comenzó a caer derramándose mientras abría el último de ellos: eran monedas de oro, no reconocí la naturaleza de las acuñaduras, pero brillaban intensamente; sólo entonces decidió aventurarse él en un chapuzón y nadar entre las monedas, se vistió una escafandra, de seda para evitar ser disuelto por el medio tan ácido, en el casco de la misma estaba conectada una manguera, sólo fluía libertad hacia el interior del traje, cuyo otro extremo estaba suelto, pendiendo al borde del cajón, para evitar morir ahogado. Los sinsabores que lo atormentaban fuera eran estúpidos nadando entre tanto oro. No quería apoderarse de tal sostén económico, no quería salir de aquél cajón siendo rico, sólo buscaba hallar el telón de aquél mundo que le habían fabricado sus “semejantes”. Nadaba con avidez hacia abajo, y a menudo temía que la manguera que le proveía libertad no fuese lo suficientemente larga, sin embargo ese joven  ignoraba que el largo de aquélla manguera se aumentaba por la fuerza de cizallamiento que ejercía la libertad sobre sus paredes internas, mas él no podía despreocuparse, y cuando la presión de la profundidad apretaba todo su cuerpo como la atmósfera aprieta a un globo, él buscaba liberarse de esa presión como un globo que empuja a la atmósfera, y simultáneamente tiraba, con cautela, de la manguera, no se fuera a quedar a medias.
La pendulante señorita observaba el tatuaje en el dorso de su mano izquierda; por alguna razón, quizás estúpida o quizás inteligente, se había tatuado Andrómeda, que se expandía y retraía frente a sus ojos, como lo propuso Edwin Hubble hace algunos años; sólo entonces sufrió la fuerza centrípeta, que la comenzó a atraer al centro, mientras la galaxia sufría la centrífuga, que la obligó a comérsela.
Cuando por fin sintió que sus oídos se liberaban de las infinitas presiones del capitalismo salvaje, apareció un humo denso, tan espeso que parecía agua. Aleteó con fuerza, y antes de notarlo ya poseía aletas, pie de pato, sindactilia en los miembros inferiores y quiso reír, pero recordó el instrumento que le proveía libertad, temiendo que fuera a zafarse intentó contener la risa, pero no pudo; mientras reía, la manguera conectada al casco aumentó su diámetro, para su sorpresa, mientras sus esfínteres de excreción ya se habían dilatado inconteniblemente. El humo que era ya más fácil de disipar, pronto se convirtió en un abigarre de mierda, cálices, astillas con olor a incienso, trocitos de vidrio, fragmentos de cerebros humanos, pedazos de plástico puntiagudos de los cuales pendían muchos pequeños circuitos eléctricos, conectados en una red que parecía envolver todo el mundo, y ese asqueroso mar de podredumbre y pobreza pestilente lo empujaba de vuelta hacia el denso humo de transición; sólo entonces comprendió dónde se hallaba y tiró del zipper en la pierna derecha de su escafandra, extrajo una sonrisa gigante, de esas que se compran en las tiendas de bromas o como las que se pintan los payasos, y se la pegó sobre el casco de seda, mientras abría su calota para extraerse casi todo el encéfalo, que guardó en un frasco con formol, devolviéndolo a la bolsa ya vacía.

La jovencita estaba ya en el centro de Andrómeda, girando y temiendo alejarse demasiado de casa. Entonces comenzó a levitar, primero de puntas, irremediablemente subía más y más, no era mentira que la gravedad es la fuerza que nos atrae a la Tierra, ¡es cierto! Nuestros pies serían herramientas inútiles sin los 9.81 metros por segundo al cuadrado que nos siembran al planeta azul, sin los 760 milímetros de mercurio que aplastan nuestras cabezas. Giró la vista hacia donde sabía estaba el hogar, aunque el absoluto silencio de la galaxia vecina le fascina, no quiere partir, pero su joven amigo nada desnudo, tratando de descifrar el misterio de los disfraces que se nos venden por todos lados, y no lo puede abandonar a su suerte, puede sentirlo cada vez más profundo, pero sin saber en dónde se encuentra, sólo lo sabe un poco más debajo de la realidad (yo diría más cerca de).
Cuando la sonrisa apareció sobre su casco, pudo flotar con libertad entre aquél chiquero, la más inmunda alberca de mierda, soporte de la realidad que se vive fuera de las mentes. Por fin, logró escapar a la densa argamasa pérfida, y apareció frente a un vacío blanco, blanco por completo. Justo al salir de la mierda sintió cómo ardía su escafandra. Entonces la retiró de prisa, sacudido por las llagas que le comenzaban a aparecer sobre el cuerpo por el calor de combustión desprendido en aquél pírico episodio. Temió por su respiración, pero el ambiente no parecía denso, casi por quimiotaxis comprendió cómo debía actuar. En el fondo de aquél vacío, oculto con la vista baja, apareció un homúnculo, enflaquecido, emaciado, humillado y languidecido por el vacío (perdón si repito la palabra, pero no hay otra forma de llamarlo), por la falta de alimento allá abajo. No podía aquél chico, entusiasmado y nervioso, mirarle el rostro que miraba el suelo, infinitamente blanco, una blancura excesiva, ni las vestimentas que limpió Jesús en aquél monte eran tan molestas a la vista como la blancura de este sitio, aunado a esto, un silencio más pesado que cualquier ruido antes escuchado: el silencio de la soledad.
Ya estaba ella fuera del cajón sin fin, preocupada.
Alcanzó a tocarle el hombro a aquél humanoide aborrecible, pequeño, anémico crónico; sólo entonces volteó, el fenómeno, y despidió un grito despreciable, en el cual su boca se abrió exageradamente, cual monstruo, dislocando sus mandíbulas del cráneo, su escaso cabello se agitó, y sus desorbitados ojos ictéricos y fuera de sí protruyeron aún más. Aquélla boca abierta desmesuradamente generó un agujero negro que absorbió estrepitosamente al curioso visitante, que sin mucha molestia entró en la cavidad oral que lo atraía, y amaneció a un mundo de colores psicodélicos y figuras amorfas, de estética impresionante. Un placer visual sin corteza de asociación lo redimía de su, hasta entonces limitada, apreciación; rápidamente colocó el encéfalo en su sitio y su área 17 recibió aquél orgasmeante impacto que cercenó todos sus prejuicios, su primitivo concepto de belleza; era incontenible la magnitud de felicidad que lo inflaba como un globo, de tal modo que se sentía a punto de reventar.
Desde afuera, ella tiró de la manguera con fuerza, con la esperanza de rescatarlo. Aún con la percepción tiempo-espacial alterada, sabía que ya había pasado mucho, y no notaba ningún movimiento proveniente de las profundidades del oro. Tiró con fuerza, una y otra vez de la manguera, para poder rescatar a su compañero; sin embargo, el extremo de la manguera estaba vacío, sólo adherido a él, las cenizas de la escafandra.

Cierto que por su atrevimiento debí perdonarle, pero no podía dejarle volver después de haber visto tanto.

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