lunes, 26 de junio de 2017

Lo que es porque viene siendo

Hugo I. López Coronel[1]

Resulta innegable que el acto de hablar atiende y simboliza nuestro ser/estar en el mundo, pues la praxis humana es posible, necesariamente, en el acto comunicativo –espacio inagotable donde acontece nuestro ser/estar–; en este orden de ideas, el habla –como parte de ese acto comunicativo cuyo sentido de principio a fin es brindado por la lengua– representa el lugar ideal para la reflexión acerca de la importancia del funcionamiento “correcto” o “incorrecto” de la lengua misma. Diversas son las consideraciones teóricas respecto al discurso gramatical prescriptivo, desde la actividad lingüística, dentro de la comunicación humana; la lengua, como noción de sistema de códigos, y el habla, formalizada por el hablante como acto tangible de una lengua, representan los espacios donde los hablantes realizamos ese impulso, muy humano por cierto, de juzgar el uso que se hace, por otros, de la lengua.
Así como el impulso de juzgar es muy humano, el habla se presenta como el acto humano por excelencia; ésta es una característica de vital importancia donde la comunicación se realiza con un alto grado de complejidad y abstracción, Este proceso es posible a partir de sonidos articulados que permiten elaborar significados con una complejidad asombrosa. El habla se estipula como una capacidad presente en todos los seres humanos; esta capacidad, si bien está condicionada por factores tanto intrínsecos como extrínsecos, tiene características comunes en todos los hablantes.
El proceso de transmisión de mensajes de una conciencia a otra en la comunicación se logra cuando ambas pueden interpretar los mismos hechos expresivos –he aquí las funciones propias del lenguaje–. Es decir, la comunicación lingüística supone –entre otros procesos– que las instancias implicadas compartan necesariamente un código que los vincule, pues dos sujetos no serían capaces de comunicarse sin un código, el cual queda concretado en la lengua.
Cabe reflexionar, en este aspecto valorativo, la pertinencia de las expresiones de "correcto" e "incorrecto" que suponen, sin duda alguna, la presencia de dos formas lingüísticas valoradas de forma distinta. Entonces, si bien existe la preocupación correctora –que además asumimos como parte de nuestra naturaleza– en las prácticas concretas del habla, también cabría preguntarnos, desde un punto de vista comunicativo, cuál es el propósito de valorar, precisamente, esa pertinencia lingüística de lo “correcto” e “incorrecto”. Si partimos de la proposición de que dos sujetos que comparten una misma lengua, es decir, un mismo código, pueden comunicarse plenamente entonces por qué debemos categorizar de “correcto” o “incorrecto” ciertos usos lingüísticos.
Una sociedad sólo es posible –sin hacer de lado otras instancias– gracias a la facultad del lenguaje, aspecto que asiente la vinculación entre quienes comparten una misma lengua y quienes hablan otra. Esta solidaridad lingüística permite que la lengua sea un instrumento simbólico de integración y al mismo tiempo la instancia para diferenciarse de los otros. De esta manera, surge la estandarización lingüística, lograda gracias a la enseñanza controlada de la lengua materna y reforzada mediante el apoyo de los aparatos ideológicos de una sociedad –familia, religión, educación, medios de comunicación, instituciones, etc.– Por ello, una variedad lingüística se estandariza cuando en un espacio determinado se imponen ciertos hábitos –de esa variedad lingüística por supuesto– por encima de las otras variaciones –tanto sociales como geográficas y discursivas– y en donde este proceso de imposición constituye a dicha variedad como el medio más corriente de comunicación para sujetos capaces de emplear otras formas de lengua.
No estamos afirmando que los esfuerzos de prescripción lingüística sean perversos e inútiles –aunque es innegable que muchos sí lo son, como la publicidad por ejemplo–, pues no cabe duda que todo acto lingüístico conlleva, ostensivamente, cierta prescripción; por el contrario, quienes prescribimos costumbres lingüísticas –por ejemplo en la labor universitaria– lo realizamos con la convicción de contribuir, de manera pertinente, a la formación personal y profesional de nuestros semejantes –y en verdad, no sólo es un acto social de buen gusto–. Así mismo, tampoco afirmamos que todos los recursos ideológicos, por sí mismos, tengan una función maligna; por el contrario, estos recursos son indispensables para que los seres humanos podamos llevar mejor este mundo, entender una injusticia o fraternizar con la locura cuando la razón y la voluntad son ya insuficientes. El hecho prescriptivo, per se, está presente en todo acto humano; sin embargo, ése no es el problema real pues la realidad de este hecho se encuentra en el para qué lo realizamos, la intención que se tiene al hacerlo y qué se quiere lograr con ello: he ahí el dilema.






[1] El autor es maestro en Literatura Mexicana por la FFyL de la BUAP y miembro activo en Óclesis.

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