miércoles, 5 de febrero de 2020


Partículas
*A.D. Copado




En el interior de una añeja buhardilla crepitaba un brumoso caldero sobre una tímida flama azulada. Los gélidos rayos de luna que se filtraban por las hendiduras del tejado caían lisos dentro del brebaje que hervía con buen ritmo. Entre las penumbras se vislumbraba una silueta con sombrero puntiagudo que se columpiaba al compás de rimas tétricas. En todas direcciones se asomaban  botellas toscas, pergaminos carcomidos, frascos de polvos extraños que se revolvían con fragancias rústicas. Esa era una noche predilecta para los encantamientos venusianos. Noche suculenta para inducir experiencias traviesas en brujitas curiosas. La pequeña aprendiz yacía de incógnito frente al caldero revolviendo aquellas aguas carmesí que burbujeaban bajo aletargados susurros mágicos. Era una moza de trece años, de piel almendrada, ojos fluorescentes y que vestía un holgado mameluco azulado y polvoriento que la cubría del cuello hasta los tobillos. Un par de afelpadas coletas castañas caían debajo de un desgastado sombrero oscuro y puntiagudo. Cantando y hechizando, la pequeña se balanceaba en sus rodillas frente a la gran olla mientras que un gran libro verdoso de amarillentas hojas le susurraba con voz propia sus recetas de amor casi olvidadas. En las trémulas aguas se agitaba restos de anís, cúrcuma, nueces, cascarones de huevo, leche en polvo y un trocito de papel donde estaba hábilmente dibujado el perfil de un apuesto muchacho moreno. Estos ingredientes se fundían entre suspiros y pensamientos picantes. La receta pertenecía al catálogo de las viejas artimañas y el gremio lo reprendía con severidad. Sin embargo la curiosidad y el deseo fueron más intensos que las advertencias. Ahora el caldo hervía presuroso ante la cara de una brujita ensimismada y ansiosa.
Nadie más conocería el origen y consecuencia de aquel tremendo suceso. Ahora sólo hacía falta el último ingrediente, una pequeña hojita de laurel recién cortada. La incrédula chiquilla hurgó con vehemencia su deshilachado mameluco hasta encontrar un rabillo verdoso que guardaba en una bolsita estrecha cerca del pubis. Con una sonrisa pícara y un movimiento feroz la hoja cayó en las aguas febriles del caldero. Un vapor denso y perfumado cubrió la buhardilla rápidamente. Aquellos humos resultaron tan potentes que los objetos cercanos se volvieron borrosos y etéreos. Entre risas y jadeos la chiquilla se levantó y miró ansiosa las burbujas inquietas del recipiente humeante. De pronto, las aguas se desvanecieron completamente y el vapor se volvió tan caliente que la pobre brujita tuvo que abanicarse con su sombrero mientras iba deslizando el mameluco fuera de su cuerpo abochornado. Se descubrió entonces una candente figurilla voluptuosa que se agitaba con movimientos infantiles en medio de los vapores densos de la habitación.
Pequeñas gotas de sudor con esencia de laurel se asomaron por sus poros excitados. Fue entonces cuando del caldero vacío y hueco se asomaron unos largos brazos unidos a un desnudo cuerpo joven y tembloroso. La criatura de cabellos pardos y mirada azulada se posó por fin fuera del caldero y se extendió cuan largo era. Una ardiente lujuria invadió a la brujita quien deshizo sus coletas castañas mientras se lamía con angustia los labios. Entre más intenso era el impulso, más fuerte era el ardor. Con ternura desenvuelta se lanzó sobre su amante cayendo al suelo  levantando el polvo en todas direcciones. En medio de aquel estallido de pataleos y revoltijos, el caldero se vino abajo junto con las llamas de la hoguera salpicando de chispas refulgentes los grimorios, pergaminos y pieles viejas. Mientras los frascos reventaban y los quejumbrosos muros chillaban con furia, aquellos cuerpos se propiciaban placer entre estocadas y rasguños en medio del infierno.
Toda la buhardilla explotó entre luces, cánticos y danzas flamígeras. Las llamas y el estruendo terminaron por alarmar a las demás brujas que horrorizadas percibían todo debajo de la buhardilla. Jóvenes y viejas se apuraron con paso veloz por centenares de escalones encorvados hasta llegar desfallecidas y aterradas al campo de batalla superior. Pasaron largo tiempo frente a la puerta tapiada lanzando gritos, encantos y otros embrujos con la intención de tirar los goznes que resistían a pesar del fuego. Cuando la puerta se abrió, todas entraron en tropel. Ahí agonizaba un viejo caldero tumbado. Había también un viejo libro de hojas y un mameluco que ardía de sus pliegues. Todas lanzaron quejidos lastimeros y lloriquearon el nombre de la brujita al unísono alrededor de una pizca de cenizas humeantes. En el ambiente retumbaron unas tiernas risitas infantiles que se callaron de pronto cuando la última partícula de laurel se desintegró en el suelo.

*A.D. Copado (Alfredo Daniel Copado Vences). Ciudad de México. Escritor de relatos fantásticos y de terror. De trayectoria internacional al participar en publicaciones y revistas dedicadas a la difusión de las letras en formato impreso y digital.



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