Lo que es porque viene siendo
Hugo
I. López Coronel[1]
Resulta
innegable que el acto de hablar atiende y simboliza nuestro ser/estar en el
mundo, pues la praxis humana es posible, necesariamente, en el acto
comunicativo –espacio inagotable donde acontece nuestro ser/estar–; en este orden
de ideas, el habla –como parte de ese acto comunicativo cuyo sentido de
principio a fin es brindado por la lengua– representa el lugar ideal para la
reflexión acerca de la importancia del funcionamiento “correcto” o “incorrecto”
de la lengua misma. Diversas son las consideraciones teóricas respecto al
discurso gramatical prescriptivo, desde la actividad lingüística, dentro de la
comunicación humana; la lengua, como noción de sistema de códigos, y el habla,
formalizada por el hablante como acto tangible de una lengua, representan los
espacios donde los hablantes realizamos ese impulso, muy humano por cierto, de
juzgar el uso que se hace, por otros, de la lengua.
Así
como el impulso de juzgar es muy humano, el habla se presenta como el acto
humano por excelencia; ésta es una característica de vital importancia donde la
comunicación se realiza con un alto grado de complejidad y abstracción, Este
proceso es posible a partir de sonidos articulados que permiten elaborar
significados con una complejidad asombrosa. El habla se estipula como una
capacidad presente en todos los seres humanos; esta capacidad, si bien está condicionada
por factores tanto intrínsecos como extrínsecos, tiene características comunes en
todos los hablantes.
El
proceso de transmisión de mensajes de una conciencia a otra en la comunicación
se logra cuando ambas pueden interpretar los mismos hechos expresivos –he aquí
las funciones propias del lenguaje–. Es decir, la comunicación lingüística
supone –entre otros procesos– que las instancias implicadas compartan
necesariamente un código que los vincule, pues dos sujetos no serían capaces de
comunicarse sin un código, el cual queda concretado en la lengua.
Cabe
reflexionar, en este aspecto valorativo, la pertinencia de las expresiones de
"correcto" e "incorrecto" que suponen, sin duda alguna, la
presencia de dos formas lingüísticas valoradas de forma distinta. Entonces, si
bien existe la preocupación correctora –que además asumimos como parte de
nuestra naturaleza– en las prácticas concretas del habla, también cabría preguntarnos,
desde un punto de vista comunicativo, cuál es el propósito de valorar,
precisamente, esa pertinencia lingüística de lo “correcto” e “incorrecto”. Si
partimos de la proposición de que dos sujetos que comparten una misma lengua,
es decir, un mismo código, pueden comunicarse plenamente entonces por qué
debemos categorizar de “correcto” o “incorrecto” ciertos usos lingüísticos.
Una
sociedad sólo es posible –sin hacer de lado otras instancias– gracias a la
facultad del lenguaje, aspecto que asiente la vinculación entre quienes
comparten una misma lengua y quienes hablan otra. Esta solidaridad lingüística
permite que la lengua sea un instrumento simbólico de integración y al mismo
tiempo la instancia para diferenciarse de los otros. De esta manera, surge la
estandarización lingüística, lograda gracias a la enseñanza controlada de la
lengua materna y reforzada mediante el apoyo de los aparatos ideológicos de una
sociedad –familia, religión, educación, medios de comunicación, instituciones,
etc.– Por ello, una variedad lingüística se estandariza cuando en un espacio
determinado se imponen ciertos hábitos –de esa variedad lingüística por
supuesto– por encima de las otras variaciones –tanto sociales como geográficas y
discursivas– y en donde este proceso de imposición constituye a dicha variedad como
el medio más corriente de comunicación para sujetos capaces de emplear otras
formas de lengua.
No
estamos afirmando que los esfuerzos de prescripción lingüística sean perversos
e inútiles –aunque es innegable que muchos sí lo son, como la publicidad por
ejemplo–, pues no cabe duda que todo acto lingüístico conlleva, ostensivamente,
cierta prescripción; por el contrario, quienes prescribimos costumbres
lingüísticas –por ejemplo en la labor universitaria– lo realizamos con la
convicción de contribuir, de manera pertinente, a la formación personal y
profesional de nuestros semejantes –y en verdad, no sólo es un acto social de
buen gusto–. Así mismo, tampoco afirmamos que todos los recursos ideológicos,
por sí mismos, tengan una función maligna; por el contrario, estos recursos son
indispensables para que los seres humanos podamos llevar mejor este mundo,
entender una injusticia o fraternizar con la locura cuando la razón y la
voluntad son ya insuficientes. El hecho prescriptivo, per se, está presente en todo acto humano; sin embargo, ése no es
el problema real pues la realidad de este hecho se encuentra en el para qué lo
realizamos, la intención que se tiene al hacerlo y qué se quiere lograr con
ello: he ahí el dilema.
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