miércoles, 5 de marzo de 2025

 


Valle de la Muerte



I

 

La condición; como resultado del pasado.

No brotan, la inercia los empuja...

 

El cabello cubre parte de las cicatrices, agitado, frente al péndulo derecho de la sonrisa desde su boca, aún con el esbelto trueque y el seno, con la fragancia casi pura, deshilado, enjuto, con el panorama de las cejas escasas y el coqueteo del cristal escurrido desde el brillo de los ojos.

Memorizas - las distancias escritas -

y preguntas por los rumbos

que habría tomado el agua

tras la configuración,

un grito ausente de nubes,

y la lengua envuelta sobre los hombros llenos de polvo

y frágiles,      

transparentes, todavía      

del paso de los años,

partícipes hacen ansias algunas postales, el flujo cayere el goteo de la lluvia granulada,

unísonos vientos de verso,

andenes asimétricos repletos de rostros sonrojados,

capuchones,

baratijas sin vehículo propio y propensas al primer olvido; luengo bajo la granizada los sones nunca perdonados desde el juicio, tan reales como los abetos que exploran el cielo donde quizá otro distancia; vertida la intención,

palabra de honor, con sus cascabeleos de olvidos.

 

 

II

 

Salió de la garganta: y no habrá retorno...

 

Vemos partir los primeros chubascos de niebla, las olas se desvanecen sobre el telar y blanden el gusto, el arenal se entrega y el recuerdo de las primeras batallas aún sobre el lecho: “mecimiento alocado que escupes deseos”, y nunca calla a los inquilinos de viejo aliento.

El acceso es el objetivo primero,

despereza, y occisa, un llanto

en el fondo que despierta amaneceres,

raudos, sosos de instinto,

inherentes al miedo único tras el trago, pero callas con lemas externos nocivos a mi dueño y el valle se sacude los restos de la noche y emancipa las torrenciales marejadas de desprecio sobre la pradera quebrantada de viento, seco y pasmoso

en la huella del dedo,

del canto verdugo del agotamiento,

una rama en el firmamento y

el anochecer embarca a la madrugada con el sueño amparado a la cobija de seguir rumbo. Primer paso: se flexiona el arco del talón con un brinco sobre la pequeña grieta; pesares por la tierra primigenia. Zoc, zoc... el gigante corre sobre su reino.

 

 

III

 

Buscas tu alimento con el dolor del tacto.

Y vino la lluvia...

 

La vista vuelve al temprano aleteo, guiñado por la transparencia, el púlpito fresco, un aliento tan siempre prematuro cuando el agua viaja etérea; el incendio templario derrocó cada uno de los reinos, colocó las llamas entre los muros y facilitó la llegada al cielo. Iniciaron bimotores siglos hasta tapizar la cumbre con defectos; y hambrientos almanaques devoran líneas entre pastas granuladas. El giro se extiende formando huracanes sobre las bandejas, el espejo brota la necesidad, charlotea la brigada y el remolino se hunde, crespo, misacantano, entonces yace en otra parte.

            No hay fuego, apenas está la fricción de las maderas en la distancia del arco, ajenas las manos, de anillos, de seda, que prolonguen jirones en el talle, cercenadas, y tan lejos la vida de la muerte, de la gota desparramada en el vientre tibio, de la madrugada en espera del astro, del cause, del hierro.

Infringe a lo lejos, sin punto de referencia,

sin el atosigo

            almidonado,

                        vertical,

                                   abandonado a la suerte,

                                   abandonado al tiempo,

                                   al instante previo con los incendios agitados bajo la corona alta; y desboca al silencio de la eterna calma.

Y otra vez puesto, el meteoro abriga la sustancia revuelta con la tierra, el clamor de las rocas copuladas por el fuego derrama sus vacíos y la lluvia siembra los campos dormidos.

Paso segundo, deletreando el panorama de una piel sin la mía; otra vez tan lejana la voz que clama el retorno indisoluble al principio. La bestia sujeta la carnada y devora las vísceras replegadas, deshechas en mi puño.

                                   Quedan voces en el oído

                                   al trago del último beso.

                                   Quedan flores apiñadas,

                                   huecas, amputadas desde el tallo

                                   y el aliento varado.

Vuelve la luz con el viento sobre el rostro. Tercer paso y el cañón a los pies apuntando. No hay más motivos; queda el rostro frente a la caída de agua y desde las plantas de la torre la conciencia migrando por el resto del cuerpo.


Hugo Coronel

Valle de la Cuextlacuapan, 2005.

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