jueves, 26 de marzo de 2020


Y de pronto nos damos cuenta…

que la prisa por más tener solo alimentaba a quienes ya tienen demasiado,
que con unos días de pausa nuestros avaros ideales se han derrumbado,
que me tengo solamente a mí mismo porque las cosas se van, se tienen que vender
o se pierden porque alguien con más miedo que yo me las robó,
porque mis amigos tienen que cuidar también de ellos mismos,
porque “mis amores” no los poseía yo, sino que yo me había dado a ellos.

¿Y qué pasará ahora sin esa economía pujante?
Quizá mucho desde el balcón de los que más tenían
quizá muy poco desde la celda de quienes nada poseían
quizá el mismo sistema ha implosionado en su propia paradoja,
era insostenible soportar el ritmo cada vez más intenso,
el sistema de cristal ya acusaba por defectos muchos,
donde se nos obligaba a enfocarnos en los resultados,
en ese maldito número que nos cualifica según conveniencia
que nos da migajas de plata y nos arrebata la vivencia
y nos desprecia si pensamos más en nosotros que “en ellos”
por un supuesto bien común que casualmente más les rinde
se nos obliga, por unos días, sin saber cuántos, a detenernos
aunque que sea para no causar más daño a su culto
el ignominioso culto del más tener.


Pero qué maravillosa oportunidad se nos ha otorgado
hacer un alto por unos momentos en el sendero de la vida
que nos sometía a la vorágine de la productividad
y nos obligaba a perdernos de la belleza del camino.



Y entonces podemos entender que no estamos aquí para llegar antes
o para llegar con tanto, sin aliento y sin recelo,
sino para llegar nosotros mismos siendo plenos,
con nuestras victorias y aprendizajes, con certezas y virajes,
con nuestro sensor de amor descompuesto de tanto que hemos dado,
con nuestras lágrimas recicladas desde el infinito
de tantas veces que con alguien o por alguien hemos llorado
con nuestras manos callosas de tantas sogas que hemos tirado
tratando de ayudar a alguien más a seguir su camino andado.

El camino no es hacia wall Street, Beigin o Roma,
tu vida no pertenece al sistema, ¡entiéndelo!
Tu vida es para ti, a través de los demás,
a través de tu satisfacción de dar, de cuidar y amar
a todos aquellos que también somos tú.

La productividad no es el problema,
egoísmo es el tema y solo tú puedes remediarlo,
una sociedad productiva sin egoísmo
siempre los mejores números tendrá
porque solo así en cimentos de piedra se podrá fincar
y la historia está ahí para demostrar
que los imperios y los reinos han de existir
cuando la riqueza y el saber se ha de compartir.

y al final, qué más da…
la gran lección que el hombre no ha aprendido
después de tantos eones y tantas vidas en el intento
es que no hay cajeros en el otro plano
que solo llevas las experiencias que tu rostro de satisfacción inundaron
para cuando al final puedas cerrar los ojos y decir: “misión cumplida”.


JOCL



lunes, 2 de marzo de 2020


El buen samaritano | Ensayo sobre la ceguera

Luz Tania Álvarez Palomares

Distancia, tiempo, distancia, tiempo. La vida del humano es un invento. Camina a paso lento, un pie tras otro, su mente hace tiempo que dejó este momento. Distancia, tiempo, distancia, tiempo. Un chico llega al borde de la cebra. No una cebra animal, no un peluche barato, no; una cebra de blancas rayas sobre un suelo que es negro.

            Rojo, amarillo, verde. Verde, amarillo, rojo. Saltar o no, vivir o morir, pregunta elemental en la mente de un chico al borde de la calle. Verde, coches van. Rojo, personas van. Pero él sigue ahí viendo el tiempo pasar. Verde, coches van, y si él avanza igual, la vida se le va. Rojo, personas van, y si él avanza, otro día de miseria ha de pasar.

Acelerar, frenar, claxon. Un chico sin propósito en una banqueta.

            Acelerar, frenar, claxon, claxon… un coche no avanza, se ha quedado estático. El chico suicida levanta la mirada, observa entre la multitud que se junta, un hombre desesperado. Grita que no ve, que se ha quedado ciego, que por favor alguien lo ayude. Y todos opinan, hablan… esa gente molesta, chismosa, cómo la odia el chico suicida. Pero antes de que se dé cuenta, está entre esa gente, se impregna de su odiosa actitud; pero no puede ver al hombre sufrir, porque él cree saber que tiene, no, él lo sabe, está seguro. Fue como con su madre, primero dejó de ver, luego de caminar, luego de respirar. Y en su tumba no sólo enterraron su cuerpo, si no, el alma de una familia que ahora estaba en pedazos. En la casa del chico ya no había dinero, y mucho menos amor. Algo tenía que hacer por el hombre y su familia, tenía que salvarlos.

— Yo lo llevo a casa, yo manejo — sus palabras eran claras, su mente no.

Sentó al hombre en el asiento del copiloto, lo oyó llorar y murmurar su dolor. Pero él lo iba a salvar, nadie sufriría lo que él sufrió. Le preguntó al hombre su dirección, prendió el coche y puso una velocidad. Rojo, la gente va, pero los coches no avanzan. Verde, los coches van, la gente se queda atrás.

El chico aceleró, cambió la velocidad, volvió a acelerar, y de nuevo la velocidad. Tenía que salvar al hombre y su familia. Esa era su única misión. Rojo, verde, amarillo, eso ya no le importaba al chico. Dio una vuelta, el coche casi se voltea, dio otra vuelta, y el coche acelera. 

Distancia, tiempo, distancia. La vida del humano es un invento.
Rojo, blanco, azul, el sonido de una sirena a lo lejos suena.
Rojo, blanco, azul, hay dos muertos en la calle sur.
Rojo, blanco, azul, un coche estrellado contra un muro azul.