Subjetividad y conciencia histórica.
Inquietudes y divagaciones en la senda de la cultura
política.
Oscar O. Chávez Rodríguez
Para Silvia Berenice. Cálida existencia que es
Alma, inspiración y escritura de mi vida.
“[…] Si dos, tres y hasta
cuatro hombres ceden a
uno, nos parece extraño,
pero es posible; en este caso, y con
razón, podríamos decir que
les falta valor. Pero si cien, miles
de hombres se dejan someter
por uno solo, ¿seguiremos diciendo
que se trata de falta de
valor…?”
Etienne de la Boétie.
Discurso de la servidumbre voluntaria.
La historia adquiere sentido
en la medida que va revelando, de manera progresiva, al hombre. Revelación que
no es, por supuesto, en automático, ni tampoco, ya no, por medio de la Gracia.
Más bien habría que restituir a la historia su cualidad de horizonte en el cual
el hombre está al punto de anunciarse, cuando comienza a saber de sí mismo. Y
con el saber la percepción de lo negativo, de aquello que limita y amenaza, de
lo que, en el extremo, conduce a la muerte de no hacerse algo, al menos huir
que es señal, ya, de acción. Acción que puede rotularse de simple instinto de
supervivencia, por lo tanto, no exclusivamente humana.
Mas al hablar de la historia
como revelación de lo humano se insinúa también la presencia de algo que llama
a dicha revelación otorgándole un sentido, especie de imán que señala, con su
fuerza de atracción, una dirección, el camino a seguir. El instinto de huida
deja de serlo para volverse mirada que busca, acción específica que define un
hacer y provoca una ruptura con lo inmediato, con aquello que denominamos
naturaleza. Si bien el hombre es un ser natural, lo humano solamente puede
aparecer al darse esa ruptura, al salir de la situación inicial en la cual el
vivir es llano acaecer, simple ir y venir entre el día y la noche. Y es el
pensamiento, o más bien el pensar, ya que hablamos de un momento inaugural de
lo humano, lo que permite que tal ruptura se dé. Separado, en algún modo
aislado y solo, el hombre se verá arrastrado por el vértigo de lo que ya no es
naturaleza, al menos no totalmente. Si hemos de hacer caso a pensadores como
Hobbes o Rousseau, el hombre –lobo o salvaje feliz– volvería el desgarrón originario
en tejido social, sin que esto signifique sociedad tal como hoy la entendemos.
Convivir, más que sociedad, como forma de encarar la naturaleza vuelta
circunstancia, realidad, es el modo que le permitiría al hombre seguir, ir
construyendo un espacio a su medida, delinear los contornos de su mundo.
Segunda realidad cuyos caminos crean cultura.
Con ella comienzan a
producirse un conjunto de elementos ordenadores del mundo, es decir, de ese
espacio en el cual lo humano se manifiesta y hace posible –Robinson Crusoe tuvo
encarecida necesidad de esos elementos–, al par de mostrarse como problemático.
Si bien el hombre nace en una cultura, arropado por una imagen que le indica lo
que es ser hombre, también se encuentra sujeto a la necesidad de seguir
creándola, pues “nada en la historia, ni en la vida, permanece simplemente
durando, sino transformándose en maneras que, a veces, parecen significar la
extinción, la muerte”, de quedarse el hombre en la pasividad. Y pasivo no
significa solamente quedarse quieto, sin hacer nada, sino también mantenerse al
margen de la comprensión de la realidad, a equivocarse respecto de lo que sea
ella, a confundirla por el ensueño que produce la música para ocultar la letra.
En modo pasivo todos los
hombres han sido traídos y llevados y aún arrastrados por fuerzas extrañas
debido a que el hombre camina “en la historia tras de sí mismo enredándose en
la esperanza, ensoñándose, inventándose a veces. No se quiere propiamente, se
sueña”.[1]
Soñar que señala que la primera forma de estar en una realidad humanamente es
soportarla, padecerla. Sin embargo, al llegar al extremo de lo soportable cobra
plenitud la realidad abriéndose en la curvatura del tiempo una doble
posibilidad: transitar de la pasividad al conformismo o liberarse rebelándose.
Mas en esta segunda posibilidad existe el riesgo de ser aniquilado. Hundirse,
recomenzar en un punto más bajo de aquel en que se produjo la rebelión debido a
la incomprensión plena de la realidad, al simple actuar que se torna, por ello,
en pragmatismo estéril. El único modo, a quien esto escribe así le parece, de
evitar tal hundimiento es despertar a la realidad, asumir el trauma y
comprender sus causas. Hacer extensiva la conciencia histórica y con ello
evitar que la historia se siga comportando como una antigua deidad que exige
inagotable sacrificio, pues:
El tiempo en que somos conscientes y pensamos, en que
ejercemos la libertad, no ha comenzado a transcurrir, no lo hará mientras no
lleguemos a entrever la realidad que acecha y gime dentro de la Esfinge. Y es
siempre la misma: el hombre. Instante primero del despertar, el más cargado de
peligro, que antecede a la conciencia y la obliga a despertar, encontrarse
consigo misma. En el hombre escondido en la Esfinge hay un condenado que
padeció, también un desconocido que clama por ser. Pasado y porvenir se unen en
este enigma. De todas las condenaciones y errores del pasado sólo da remedio el
porvenir, si se hace que no sea repetición, reiteración del pasado. Historia
verdadera, pensamiento que avanza en el tiempo y que lo tiene en cuenta, es
decir: lo contrario de una Revolución.[2]
Se trata, por lo tanto, de
una postura que rompe con la ingenuidad del “quienes no recuerdan su pasado
están condenados a repetirlo” para establecer que no basta con recordar, ya que
eso implica –paradójicamente– olvidar la profunda fuerza de inercia propia del
ser humano y sus creaciones sociales, la cual produce cambios que nos hacen
distintos; ingenuidad incapaz de darse cuenta que “para que una sociedad,
cualquiera que sea, pueda ser determinada enteramente por el momento
inmediatamente anterior al que vive, no le bastaría una estructura tan
perfectamente adaptable al cambio que en verdad carecería de osamenta; sería
necesario que los cambios entre las generaciones ocurriesen […] a manera de
fila india”,[3]
es decir, una sociedad estática. Mas como tal cosa no sucede, ni siquiera en
los organismos más simples, es por lo cual la sola recopilación del pasado y su
inserción en una memoria colectiva no garantiza comprender lo que somos, ya que
las ausencias terminan por generar vacíos que el pensamiento, al fijar la
atención en el conjunto del proceso y hacer relativos los momentos considerados
como anormalidad o negatividad, hace aparecer como contingentes, secundarios o
irrelevantes.
Por ello la necesidad de
mirar hacia la cultura, la nuestra, en la medida que constituye el rasgo peculiar
del ser humano, aquel que lo distingue y distancia del resto de los seres
vivos, pues a través de ella los individuos generan una forma de mirarse e
interrelacionarse. Diríamos, además, que en ese espacio el hombre encuentra,
crea y recrea, las herramientas que le han permitido delinear los contornos de
su propia existencia, asumiendo las riendas de su historia, edificando un
entramado de símbolos, normas e ideales compartidos que le hacen patente su
realidad a la par de abrir un horizonte de comprensión y transformación de la
misma. Es aquello que permite tomar distancia de lo natural y representarse el
mundo, es decir, un lugar esencialmente, exclusivamente, humano que al otorgar
un rostro y una figura nos permite orientarnos. Orientación que da un
significado a cada una de nuestras actividades, que las ubica en el mundo, ya
ordenado o en vías de ordenarse.
Atendiendo
a esto, es evidente que el hombre es un ser privilegiado,
ya que “posee el privilegio de tener antepasados; somos siempre hijos de
alguien, herederos y descendientes. Tener cultura [significa] poder recordar,
rememorar. Poder también, en un trance difícil, aclarar en su espejo nuestra
angustia e incertidumbre”.
Nuestra doble condición de receptores y creadores de cultura, mediada por un
proceso dialéctico, nos hace seres en potencia, abiertos a la posibilidad y
bajo el amparo de la esperanza.
Ser
receptor de cultura constituye, en modo alguno, un proceso natural, es decir,
la familia como espacio de socialización nos va incorporando a esquemas de
comportamiento y escribimos “natural” debido a que este proceso se caracteriza
por un “no darse cuenta”, por un no problematizarse esa recepción. El niño
recibe un ethos que le hace ser del
modo en el que es, que le lleva a relacionarse de un modo y no de otro,
generándole un sentido de pertenencia y una suerte de modelo que le permite
relacionar e interpretar la realidad. Junto con la familia aparece la escuela
como otra estructura social que lleva a cabo el proceso de socialización
internalizando, por medio del proceso educativo, los elementos esenciales que dan cuenta de su
incorporación a un conglomerado social. En esta situación el niño es un sujeto
pasivo, receptor de ese conjunto de valores, costumbres, creencias y prácticas
que constituyen la forma de vida de un grupo específico.
Visto
por el lado de la recepción, y desde una perspectiva abstracta, es decir,
asumiendo que la cultura cumple con objetivos de convivencia, responsabilidad y
compromiso social, consideramos que se puede avanzar en la construcción y
consolidación de una sociedad plenamente humana mediante la transmisión de
esquemas culturales, siempre y cuando se asuma a la cultura como una
manifestación de lo social que busca la inclusión de todas las partes.
Vista así, la cultura viene a constituir el espejo en el cual las sociedades
reflejan y comparten su capacidad para formar, mejorar y perfeccionar al
hombre.
Esta
dimensión de la recepción de la cultura constituye, sin duda, una parte
relevante. ¿Qué decir de la parte que tiene que ver con la creación? En primer
lugar, habría que establecer su importancia para la consecución, en el tiempo,
de la propia cultura y, con ello, de la sociedad misma, pues no debe olvidarse
que el hombre está en sociedad, que sólo en ella aparece; nada más revelador de
esta su condición que la búsqueda incesante de salir de la naturaleza sin caer
en los laberintos de la soledad, extremos que han delineado ese aparecer del
hombre. Creación que comporta un alto grado de responsabilidad que, sin
embargo, no ha sido cumplida a cabalidad.
Planteada
así, la cultura se nos presenta como la “matriz consciente e inconsciente, que
otorga sentido al comportamiento” de los individuos en sociedad,
situándolos bajo la influencia de un imaginario colectivo que requiere de
instancias explícitas que, como señaló Castoriadis, “dictan lo que hay que
hacer y lo que no hay que hacer”. Hacer y no hacer que desliza la pregunta
acerca de la manera en la cual se construye la subjetividad, es decir, las
formas y las modalidades que le permiten al individuo constituirse y
reconocerse como sujeto.
Puesto que “el hombre existe
sólo (en y a través) de la sociedad”, lo que se nos presenta como punto a
debatir es la discursividad que, apoyándose en una serie de instancias, entre
las cuales los medios masivos de comunicación tienen un lugar central, circula
en la sociedad llevando a los individuos a pensarse y saberse de un modo y no
de otro. En el extremo, pensarse y saberse de un modo distinto es visto como anormalidad
o, en nuestro caso, como rebeldía. La noción foucaultiana de experiencia como
correlación “entre campos del saber, tipos de normatividad y formas de
subjetividad” contribuye a perfilar una perspectiva de análisis de nuestra
realidad.
¿Cuál es el discurso que ha
circulado en la historia mexicana y que nos ha llevado a reconocernos como
mexicanos? ¿De qué modo ese discurso ha permitido asumir la realidad, la
nuestra, y con ello actuar de un modo específico? ¿Hasta qué punto somos una
simple transparencia, un breve suspiro en una historia patria cuyos imaginarios
sociales han sido, son, el partido, el Estado, la selección nacional, el actor
“vestido de pueblo”, el político cuya imagen transmite, insistentemente, la
televisión?
Preguntas liminares que
conducen a la necesidad de distinguir la realidad dada a la receptividad de
aquella otra dada a la significación que ésta reviste. Si, como señaló
Castoriadis, la autonomía constituye el rasgo peculiar del mundo social
histórico, cabe la interrogante acerca del momento o los momentos en los cuales
el mexicano ha logrado dicha autonomía y, sobre todo, las razones, propias o
ajenas, que la han anulado o transformado en simple cansancio, desilusión y
aislamiento.
Nos hemos quedado, no pocas
veces, al nivel de la receptividad, lo cual echa luz sobre la incapacidad de
constituir una sociedad civil de largo aliento que, sostenida en la conciencia
histórica, logre participar en la formación de las decisiones nacionales. Y no
se trata simplemente de un problema de organización, sino de la presencia y
extensión de distractores que nos llevan a aplaudir en lugar de protestar, que
hacen emerger una especie de nueva vida que provoca una suerte de unidad
nacional, chabacana y anodina, que distrae de los grandes problemas nacionales.
¿Alguien podría poner en duda la importancia que un partido de la selección
nacional tiene en este país, la pasión que despierta?
Una manera es, así le parece
a quien esto escribe, hacer extensiva la conciencia histórica, con lo cual se
muestra como tarea urgente la reforma del sistema educativo, ya que después de
todo, lo que se nos presenta es la necesidad apremiante de atender a nuestra
realidad y, primero, comprenderla para, después, transformarla. Transformación
que sólo será posible en la medida que cada uno asuma responsablemente su lugar
en nuestra sociedad, buscando con sus acciones contribuir al conjunto, echar
abajo “el individualismo moderno [que] nos ha acostumbrado a que creamos estar
viviendo solos”. Despertar a la realidad, asumir que “la historia es el
ejercicio de la libertad que se trasmuta a cada momento” y nos obliga a hacer
algo, “hacer una verdad, aunque sea escribiendo”.
Bibliografía
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Castoriadis,
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