Las tres menos diez
Andrea Vicente Sandoval[1]
![]() |
Fuente de imagen: Imagenes google.mx |
Henos
aquí, el momento más desdichado para un hijo; ver a uno de sus padres dejar el
mundo al que ellos un día nos trajeron.
He
decidido que nadie de la familia nos acompañase; pienso decirles lo tuyo hasta
que te haya llevado a aquella última morada que te espera. Por ahora, tendrás
que conformarte con esta gran habitación de cuatro paredes, de color blanco
como las del hospital donde pasaste tus últimos días, con un olor muy penetrante
a naftalina, esa cosa que se usa para matar a los insectos. ¡Vaya que es
curioso que un lugar que guarda de los difuntos y que al mismo tiempo da
confort a los dolientes que acaban de sufrir una pérdida, asesine a esos bichos
a diestra y siniestra!
¡Lo
que son las cosas! Acabas de partir y ya estoy usando tus frases. Al fin y al cabo,
las películas tienen razón “las personas viven en los recuerdos que nos quedan
en la memoria”. Es realmente triste reconocer que nunca más podré saborear el
aroma de tu pelo platinado, sentir las arrugas de tus finas manos, abrazar tu
frágil figura, verte en la cocina preparando la comida del día y saber que una
vez más seré afortunada de probar aquel manjar al que me tenías tan acostumbrada.
Este
lugar tiene mucho eco, mis zapatos de tacón bajo hacen demasiado ruido sobre
este piso de azulejo y es que no puedo dejar de rondar por tu ataúd color
nogal.
Lo
escogí de ese color porque siempre te gustaron los muebles rústicos, muy
mexicanos. También lo elegí porque recordé que a papá también le agradaba ese
acabado y sabiendo que fue tu gran amor, tal vez no el amor de tu vida, pero sí
el más importante, terminé por decirle al funerario que ese cofre habría de
guardar mi más grande tesoro; tú, mi madre. Él, muy tiernamente me abrazó unos
segundos y se separó de inmediato, como era de esperarse. Aunque claro, sé que
naturalmente lo habrá hecho por cortesía y porque le he pagado una gran suma de
dinero para que te atienda lo mejor posible.
Ya
son las ocho de la noche. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Llevamos aquí cinco horas
y cada minuto he estado de pie. No lo había notado. Pero no te preocupes por
mí.
No
tengo hambre.
No
me siento agotada.
Ni
mucho menos estoy llorando.
Sólo
estoy molesta.
No
entiendo por qué hasta ahora no he soltado ninguna lágrima; aún no he goteado
por los ojos y comienzo a sospechar que me miran raro por ello. Tú bien sabes
que siempre le he huido a los lloriqueos, nunca quise ser como tú; que siempre
fuiste una auténtica Magdalena hasta cuando veíamos una película de lo más
cursi. Cuando podía, me burlaba de tu debilidad por ser demasiado sensible en
esas situaciones tan ridículas y estúpidas. Nunca llegué a saber de dónde
diablos sacabas tantas lágrimas; no sé cómo no te deshidratabas de tanta agua
que expulsabas de aquellos tus pequeños ojos que exprimías por la más mínima
cosa.
Me
acuerdo que días antes de que papá nos abandonara, durante cinco días te golpeó
tan fuerte que, en mi memoria, se quedaron tus gritos y tus llantos grabados;
al punto en que si pudieran conectar una bocina en mi lóbulo temporal, el
sonido sería de lo más nítido.
También
recuerdo que cuando papá se fue, llorabas en silencio para que yo no te tuviera
lástima, para que no te considerara más débil de lo que ya pensaba que eras. Y aunque
te oí sollozar cada una de las veces que te escondías en tu habitación, nunca
te dije nada, ni mucho menos te desprecié por las mañanas. Eso lo hacía en
silencio.
Cuando
él aún estaba con nosotros en casa, solía decirme que no le tuviera miedo a las
habitaciones sin luz, que recordara que siempre estaría conmigo para cuidarme,
aunque no estuviera presente, él lo haría.
Cuando
él se fue, le dejé de temer a la oscuridad, porque sabía que no serías capaz de
protegerme. Ahora me tendría que valer por mí misma.
Aun
así, no comprendo cómo fue que me volví tan perra, tan cruel; tan dura en el
exterior, pero de frágil interior. Tal vez sea porque no quería ser como tú,
igual de sensible y blanda por todo. Solía menospreciarte con cada parte de mí
por ser así, por dejar que todos vieran que eras de cristal, por mostrarle al
mundo que no podías cargar con nada, por permitirle a todos que podían romperte
una vez y las veces que quisieran.
Fue
ahí cuando comencé a compadecerte. Más tarde, eso se convertiría en lástima y
luego, en desprecio.
Y
aunque yo trataba inútilmente de ayudarte, de hacer que tu carácter se tornara
valiente, yo que con todas mis fuerzas intentaba hacer que resurgiera una nueva
mujer que fuese independiente, tú lo echabas a perder con tus relaciones
efímeras y fallidas.
Siempre
eras tú quien terminaba lamentándose por ser tan tonta y confiada.
Llorabas
semanas ininterrumpidas.
Llorabas
mientras dormías.
Llorabas
a la luz del alba.
Llorabas
con el último crepúsculo del día.
Llorabas
cuando tomabas la ducha, para confundir tu llanto con el agua que caía desde la
cima de tu pelo hasta la punta de tus pies.
Llorabas
mientras comías.
Llorabas
cuando ibas a misa.
Llorabas
mientras rezabas por tu último novio, pidiéndole a Dios que te lo regresara; que
esta vez sí harías lo que él quisiera.
En
fin, llorabas, llorabas y llorabas.
Nunca
vi en mi vida que una sola persona arrojara tantas lágrimas al suelo; sólo a ti
te he visto derramar tanta agua, cual Fuente de Trevi.
Odiaba
que te hicieras sufrir tanto; pero más te odiaba a ti porque en vez de criarme,
malgastaras tus días y tus noches en sufrimiento vacío. Fue así como dejaste ir
mi infancia, con noviazgos malogrados. Al final, de los hombres con quienes
estuviste, nunca me diste una figura paterna definida, mucho menos una materna.
¡Maldita
sea, muero de frío! Por las prisas, ni siquiera traje un suéter. Eso pasa
cuando estás sola velando a tu madre, en vez de estar rodeada por tu familia,
que te consuela y te da calor mientras atraviesas por la ausencia más grande
que un ser humano puede pasar durante esta insulsa existencia.
Desearía
que la única persona que me consolara fueras tú. Aunque eso sería imposible.
¿Cómo
mi propia madre me va a consolar por la muerte de mi madre? ¡Vaya paradoja!
Esto no es ningún cuento de Cortázar; vamos, que si lo fuera se llamaría Continuidad en una funeraria. Pero eso
no tiene nada de gracioso, como tampoco lo es tu muerte.
Si
aquí me conocieran, dirían que yo fui quien te maté. Y no estarían muy lejos de
la realidad. Es verdad que yo te maté, pero no como tú piensas.
Confieso,
señores del jurado, que he asesinado a mi madre. Y lo hice no una, varias
veces. Lo hice cuando le dije que por su culpa mi padre nos había abandonado;
lo hice cuando la ignoré mientras salía de casa con tal de no verla más;
también, aquella ocasión en la que le mencioné que era el ser más cobarde que
podía existir. Y no, ésta no es una reflexión moralista como las que suelen
escucharse en las reuniones cristianas, tal como La mamá más mala de todas de un tal Osorio, no, simplemente
reconozco que le hice mucho daño con esos desatinados comentarios.
Y
ahora que estás tendida dentro de esta caja de madera, esperando a que den las
tres de la tarde para llevarte al cementerio; quisiera disculparme contigo,
pedirte que me perdones por haber sido tan fría contigo. Tú, que siempre fuiste
tan cálida conmigo.
Desearía
haberlo hecho antes, arrodillarme, alzar mi rostro hacia ti e implorar tu
perdón y comenzar de nuevo. Tú no merecías una hija desagradecida, imbécil,
necia; que fuera tan ciega que nunca pudo ver que su madre se cansaba por darle
todo que ella quería.
Perdóname
por todo, madre mía.
Te
amo, pero jamás podré perdonar que me hayas dejado así, sin madre.
En
fin, ya son las tres menos diez, es hora de partir a tu última morada.
He
mandado a grabarte una lápida de mármol, cuyo epitafio diga:
“En honor a ti madre,
que descansas en el cielo, de parte de tu hija que sigue tus pasos aquí en la
Tierra”.
[1] Texto resultado
del Seminario de Narrativas para la comunicación, impartido por la Dra. Iraís Rivera Geroge, Profesora Investigadora de la Facultad
de Ciencias de la Comunicación-BUAP, del Grupo de Investigación “Narrativas
para la Comunicación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario