viernes, 4 de abril de 2014

El televisor

Por: Rodrigo Durana.

Texto publicado en la Revista Óclesis número 5.

Obra. publicada en Revista Óclesis 5.
Gustavo Mora
Miras tu reloj que marca las dos de la mañana, apagas el viejo televisor blanco y negro que está junto a los interruptores de energía, tomas la linterna, revisas que esté puesto el seguro del cinturón que carga la pistola, el tolete y las llaves. Sales de la cabina de seguridad, pasas por la primer planta: Libros, perfumes y cafetería; segunda planta: Ropa para dama y para niños; tercer planta: Zapatería y ropa para caballeros; cuarta planta: DVD y discos; y finalmente, quinta planta: Aparatos eléctricos. A tu regreso, por el elevador de servicio, decides bajar hasta el sótano para echar un vistazo a las bodegas.
Al llegar, tu linterna comienza a parpadear, es probable que tengas que cambiar las baterías, pues las luces del sótano y los accesos de emergencia se apagan durante la noche; vas a la parte donde se encuentran las herramientas y tomas un par de ellas, para cambiarlas, te quedas en penumbras, apenas con la pequeña luz que emana de la lámpara de emergencia a unos cuantos metros de ti. Debajo de ella hay una puerta que nunca habías visto “Artículos de Devolución”. Después de cambiar las pilas intentas abrir con la llave maestra (la que abre todas las puertas del sótano), pero ni siquiera entra por el cerrojo. Le das un pequeño empujón a la puerta que se abre mientras emite un rechinido de película barata de terror.
Entras, iluminas con la linterna y encuentras una estructura enorme de televisores, unos encima de otros, tantos que forman una pirámide casi perfecta. De pronto te llega la manía que tenías de niño y que aún conservas: alumbras y comienzas a contar: treinta y tres, cuarenta y nueve, setenta y siete, son tantos, que al pasar a la parte trasera de la pirámide, pierdes la cuenta. Todos ellos son iguales, el mismo modelo: el cubo de color azulado, el marco de la pantalla y la caja trasera color rosa; al frente sólo hay una perilla azulada y un botón triangular rosa.
No te explicas de dónde han salido tantos televisores, todos iguales; haces suposiciones y concluyes que se trata de un modelo que salió defectuoso y que, por tanto, devolvieron todos. Alumbras alrededor y descubres unos toneles vacíos, los tomas y formas una torre por donde subes y tomas uno de la punta, lo haces con mucho cuidado para no derribar la estructura televisiva.
            Ya de vuelta en la cabina de seguridad, pones el viejo artefacto blanco y negro en la parte trasera de la cabina, junto a tu mochila. Colocas el nuevo de color azulado junto a los interruptores de energía; lo conectas y buscas cómo encenderlo, sólo hay un botón triangular color rosa y una perilla azulada,  presionas el extraña botón triangular rosa y el aparato se enciende. Arrellanado en tu sillón favorito, giras la perilla, intentas cambiar de canal pero sólo se ve uno, en todos los canales la misma imagen, no importa el número que acciones, siempre la misma imagen, presionas el botón triangular rosa y enciendes y apagas el televisor, pero siempre es igual. Concluyes que esa es la razón por la que los devolvieron, ni modo de ver siempre el mismo canal; decides que lo vas a regresar en el rondín de las cuatro de la mañana.
Tomas de tu mochila el sándwich y la Coca Cola que traías. Sentado frente al televisor, ves ese único canal. Ahí, con una luz tenue ámbar, unos dedos de pie se mueven, la imagen los sigue una a uno, se aleja un poco y ves el pie completo, luego los tobillos  delgados, finos, evidentemente de una mujer. Después la pantorrilla, la piel es extremadamente blanca, incluso algunas venas se perciben. Todo sucede como una especie de cámara objetiva, es decir, ves a través de la pantalla lo que ven los ojos de algún personaje. Se escucha una melodía dócil en el fondo, aparece una mano de hombre, que seguramente es de dicho personaje que mira, tiene un par de anillos en los dedos. Toca la rodilla con delicadeza, sube por el muslo desnudo; luego un movimiento un tanto brusco lleva la imagen hasta el cuello de la dama, cabellos negros, largos y rizados caen. Las manos del hombre hacen a un lado los rizos y acarician el cuello. Los dedos bajan con lentitud hasta llegar al camino que se forma entre seno y seno, de ahí, a uno de ellos, mediano y con el pezón pequeño y erecto, pequeños bellitos dorados y erizados a su alrededor. El pulgar de la mano toca el pezón rosado y lo aprieta suavemente con el índice, se escucha un tierno y suave gemido; luego la otra mano ejecuta la misma acción sobre el otro seno. Una de las manos baja hasta el ombligo donde hay un percing con una bolita de plástico en el centro, adentro, un dibujo del Capitán Cabernícola. Luego un camino de vellitos de oro que llegan al extremo superior del pubis, donde una pila de vellos negros se yerguen. Una bella estampa aquella, perfectamente depilada de los lados, formando un rectángulo exacto que culmina en los labios medianos y extraordinariamente rosados. Un dedo los acaricia suavemente, del interior sale un suave líquido transparente. Con suave fricción los labios se separan, el dedo fricciona el pequeño clítoris con rapidez pero sin brusquedad. La otra mano nuevamente hace su aparición, el dedo índice toca el líquido transparente, que se pega y escurre hasta el culo, donde el dedo gira una y otra vez, mientras los gemidos suben de tono, hasta dilatarlo un poco. Las manos toman la cadera de aquella mujer y la voltean sobre las sábanas blancas; unas nalgas no muy grandes pero perfectamente redondas se levantan como dos bolas de helado de vainilla. La espalda larga y con algunas pecas culmina en la cintura reducida, y luego, en el extremo de la línea divisoria de las nalgas hay un pequeño agujero, como el de los aretes de los oídos, o mejor aún, como el de los aretes en la nariz pues en ellos se ve la entrada pero no se sabe muy bien a dónde llega. Crees, entonces, reconocer esas nalgas, sobre todo por el agujero al extremo, se parecen a las de Adriana, tu novia, el lunar con forma de luna en la nalga izquierda lo reconfirman. Después con rapidez un pene mediano, circuncidado y con la cabeza rozada, aparece en escena, se introduce entre las dos grandes bolas de nieve de vainilla, la mujer entonces emite un gemido largo y profundo.
            Piensas que se trata de una equivocación, pero la voz es inconfundible, grave, como la de Adriana, el amor de tu vida; peor aún, la escuchas decir: “¡Sí, cachorrito, sí!” justo como te dice  a ti cuando hacen el amor. Te preguntas si tu mujer, tu novia, la que te enseñó el valor de la confianza y la lealtad, puede ser una actriz de una película porno.
Giras la perilla bruscamente, pero la imagen no cambia, es la misma en todos los canales, Adriana montada por alguien y en gozoso movimiento. Después de cavilar profundamente, supones que el televisor es quizá un artefacto que permite ver a las personas su pasado, o su futuro y tal vez, ese hombre, que ahora introduce una y otra vez su miembro en tu mujer, eres tú, pero en el futuro porque tú nunca lo has hecho así. De pronto la imagen sube desde las nalgas, por su espalda, su cabeza que ahora gira y ahí está, descubres que, en efecto, se trata de Adriana que pide a gritos: ¡Más!, ¡Más! La imagen sube, por la pared, que te es de sobra conocida, pues es la habitación de ella. Piensas que el televisor sí muestra el futuro, que tal vez más tarde estarás ahí, en dicha escena; sin embargo, cuando la imagen gira hacia el lado derecho, descubres reflejado en el enorme espejo, arriba de la cómoda, que el hombre que hace gritar a tu novia, el hombre que tiene empotrada a Adriana es don Manuel, tu suegro, el padre de Adriana.
La cámara objetiva ya no lo es más. En escena, ves a los dos: padre e hija, jinete y yegua, en plena carrera rumbo al punto de origen, punto que comienza a llegar con un grito arrollador de don Manuel, seguido por gemidos devoradores de bocanadas de aire de su hija.

Por fin, estás ahí, empujas la puerta que está en el patio trasero de la casa, entras por la cocina, subes al segundo piso, escalón tras escalón, puñalada tras puñalada en tu hígado; cada gemido de Adriana es una lágrima de cáustico veneno que corre por tus entrañas. Al terminar las escaleras, hiere en tu cara el rayo de luz ámbar proveniente de la habitación de tu novia. Ya en el umbral de la puerta lo ves con tus propios ojos: Adriana, la mujer de tu vida, la de ojos azules que conquistaban todo, está ahí, desnuda, hincada en cuatro extremidades, recibiendo los embates de su propio padre. No han notado tu presencia, estás impávido, una centella helada corroe tu espina dorsal, desenfundas la pistola, quitas el seguro, escuchas los gritos de éxtasis del padre y la hija, apuntas y disparas, la espalda de don Manuel recibe tres impactos de bala. El sudor corre por tu frente, la sangre chorrea por los orificios, el semen escurre por las piernas de la impávida Adriana. Tu mano tiembla, colocas la pistola en tu boca, tu dedo tirita en el gatillo, estás a punto de jalarlo; el extraño botón triangular es agresivamente apretado, tu alma rehíla y, providencialmente, el televisores apagado.

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