El
televisor
Por: Rodrigo Durana.
Texto publicado en la Revista Óclesis número 5.
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Obra. publicada en Revista Óclesis 5. Gustavo Mora |
Miras tu reloj que marca las dos de la mañana, apagas
el viejo televisor blanco y negro que está junto a los interruptores de
energía, tomas la linterna, revisas que esté puesto el seguro del cinturón que
carga la pistola, el tolete y las llaves. Sales de la cabina de seguridad, pasas
por la primer planta: Libros, perfumes y cafetería; segunda planta: Ropa para
dama y para niños; tercer planta: Zapatería y ropa para caballeros; cuarta
planta: DVD y discos; y finalmente, quinta planta: Aparatos eléctricos. A tu
regreso, por el elevador de servicio, decides bajar hasta el sótano para echar
un vistazo a las bodegas.
Al llegar, tu linterna comienza a
parpadear, es probable que tengas que cambiar las baterías, pues las luces del sótano
y los accesos de emergencia se apagan durante la noche; vas a la parte donde se
encuentran las herramientas y tomas un par de ellas, para cambiarlas, te quedas
en penumbras, apenas con la pequeña luz que emana de la lámpara de emergencia a
unos cuantos metros de ti. Debajo de ella hay una puerta que nunca habías visto
“Artículos de Devolución”. Después de cambiar las pilas intentas abrir con la
llave maestra (la que abre todas las puertas del sótano), pero ni siquiera
entra por el cerrojo. Le das un pequeño empujón a la puerta que se abre
mientras emite un rechinido de película barata de terror.
Entras, iluminas con la linterna y
encuentras una estructura enorme de televisores, unos encima de otros, tantos
que forman una pirámide casi perfecta. De pronto te llega la manía que tenías
de niño y que aún conservas: alumbras y comienzas a contar: treinta y tres,
cuarenta y nueve, setenta y siete, son tantos, que al pasar a la parte trasera
de la pirámide, pierdes la cuenta. Todos ellos son iguales, el mismo modelo: el
cubo de color azulado, el marco de la pantalla y la caja trasera color rosa; al
frente sólo hay una perilla azulada y un botón triangular rosa.
No te explicas de dónde han salido
tantos televisores, todos iguales; haces suposiciones y concluyes que se trata
de un modelo que salió defectuoso y que, por tanto, devolvieron todos. Alumbras
alrededor y descubres unos toneles vacíos, los tomas y formas una torre por
donde subes y tomas uno de la punta, lo haces con mucho cuidado para no
derribar la estructura televisiva.
Ya
de vuelta en la cabina de seguridad, pones el viejo artefacto blanco y negro en
la parte trasera de la cabina, junto a tu mochila. Colocas el nuevo de color
azulado junto a los interruptores de energía; lo conectas y buscas cómo encenderlo,
sólo hay un botón triangular color rosa y una perilla azulada, presionas el extraña botón triangular rosa y el
aparato se enciende. Arrellanado en tu
sillón favorito, giras la perilla, intentas cambiar de canal pero sólo se
ve uno, en todos los canales la misma imagen, no importa el número que
acciones, siempre la misma imagen, presionas el botón triangular rosa y
enciendes y apagas el televisor, pero siempre es igual. Concluyes que esa es la
razón por la que los devolvieron, ni modo de ver siempre el mismo canal; decides
que lo vas a regresar en el rondín de las cuatro de la mañana.
Tomas de tu mochila el sándwich y la Coca Cola que traías.
Sentado frente al televisor, ves ese único canal. Ahí, con una luz tenue ámbar,
unos dedos de pie se mueven, la imagen los sigue una a uno, se aleja un poco y
ves el pie completo, luego los tobillos delgados, finos, evidentemente de una mujer.
Después la pantorrilla, la piel es extremadamente blanca, incluso algunas venas
se perciben. Todo sucede como una especie de cámara objetiva, es decir, ves a
través de la pantalla lo que ven los ojos de algún personaje. Se escucha una
melodía dócil en el fondo, aparece una mano de hombre, que seguramente es de
dicho personaje que mira, tiene un par de anillos en los dedos. Toca la rodilla
con delicadeza, sube por el muslo desnudo; luego un movimiento un tanto brusco
lleva la imagen hasta el cuello de la dama, cabellos negros, largos y rizados
caen. Las manos del hombre hacen a un lado los rizos y acarician el cuello. Los
dedos bajan con lentitud hasta llegar al camino que se forma entre seno y seno,
de ahí, a uno de ellos, mediano y con el pezón pequeño y erecto, pequeños
bellitos dorados y erizados a su alrededor. El pulgar de la mano toca el pezón
rosado y lo aprieta suavemente con el índice, se escucha un tierno y suave
gemido; luego la otra mano ejecuta la misma acción sobre el otro seno. Una de
las manos baja hasta el ombligo donde hay un percing con una bolita de plástico
en el centro, adentro, un dibujo del Capitán Cabernícola. Luego un camino de vellitos
de oro que llegan al extremo superior del pubis, donde una pila de vellos negros
se yerguen. Una bella estampa aquella, perfectamente depilada de los lados,
formando un rectángulo exacto que culmina en los labios medianos y
extraordinariamente rosados. Un dedo los acaricia suavemente, del interior sale
un suave líquido transparente. Con suave fricción los labios se separan, el
dedo fricciona el pequeño clítoris con rapidez pero sin brusquedad. La otra
mano nuevamente hace su aparición, el dedo índice toca el líquido transparente,
que se pega y escurre hasta el culo, donde el dedo gira una y otra vez, mientras
los gemidos suben de tono, hasta dilatarlo un poco. Las manos toman la cadera
de aquella mujer y la voltean sobre las sábanas blancas; unas nalgas no muy
grandes pero perfectamente redondas se levantan como dos bolas de helado de
vainilla. La espalda larga y con algunas pecas culmina en la cintura reducida,
y luego, en el extremo de la línea divisoria de las nalgas hay un pequeño
agujero, como el de los aretes de los oídos, o mejor aún, como el de los aretes
en la nariz pues en ellos se ve la entrada pero no se sabe muy bien a dónde
llega. Crees, entonces, reconocer esas nalgas, sobre todo por el agujero al
extremo, se parecen a las de Adriana, tu novia, el lunar con forma de luna en
la nalga izquierda lo reconfirman. Después con rapidez un pene mediano,
circuncidado y con la cabeza rozada, aparece en escena, se introduce entre las
dos grandes bolas de nieve de vainilla, la mujer entonces emite un gemido largo
y profundo.
Piensas
que se trata de una equivocación, pero la voz es inconfundible, grave, como la
de Adriana, el amor de tu vida; peor aún, la escuchas decir: “¡Sí, cachorrito,
sí!” justo como te dice a ti cuando
hacen el amor. Te preguntas si tu mujer, tu novia, la que te enseñó el valor de
la confianza y la lealtad, puede ser una actriz de una película porno.
Giras la perilla bruscamente, pero
la imagen no cambia, es la misma en todos los canales, Adriana montada por
alguien y en gozoso movimiento. Después de cavilar profundamente, supones que
el televisor es quizá un artefacto que permite ver a las personas su pasado, o
su futuro y tal vez, ese hombre, que ahora introduce una y otra vez su miembro
en tu mujer, eres tú, pero en el futuro porque tú nunca lo has hecho así. De
pronto la imagen sube desde las nalgas, por su espalda, su cabeza que ahora
gira y ahí está, descubres que, en efecto, se trata de Adriana que pide a
gritos: ¡Más!, ¡Más! La imagen sube, por la pared, que te es de sobra conocida,
pues es la habitación de ella. Piensas que el televisor sí muestra el futuro,
que tal vez más tarde estarás ahí, en dicha escena; sin embargo, cuando la
imagen gira hacia el lado derecho, descubres reflejado en el enorme espejo,
arriba de la cómoda, que el hombre que hace gritar a tu novia, el hombre que
tiene empotrada a Adriana es don Manuel, tu suegro, el padre de Adriana.
La cámara objetiva ya no lo es más.
En escena, ves a los dos: padre e hija, jinete y yegua, en plena carrera rumbo
al punto de origen, punto que comienza a llegar con un grito arrollador de don
Manuel, seguido por gemidos devoradores de bocanadas de aire de su hija.
Por fin, estás ahí, empujas la
puerta que está en el patio trasero de la casa, entras por la cocina, subes al
segundo piso, escalón tras escalón, puñalada tras puñalada en tu hígado; cada
gemido de Adriana es una lágrima de cáustico veneno que corre por tus entrañas.
Al terminar las escaleras, hiere en tu cara el rayo de luz ámbar proveniente de
la habitación de tu novia. Ya en el umbral de la puerta lo ves con tus propios
ojos: Adriana, la mujer de tu vida, la de ojos azules que conquistaban todo,
está ahí, desnuda, hincada en cuatro extremidades, recibiendo los embates de su
propio padre. No han notado tu presencia, estás impávido, una centella helada
corroe tu espina dorsal, desenfundas la pistola, quitas el seguro, escuchas los
gritos de éxtasis del padre y la hija, apuntas y disparas, la espalda de don
Manuel recibe tres impactos de bala. El sudor corre por tu frente, la sangre chorrea
por los orificios, el semen escurre por las piernas de la impávida Adriana. Tu
mano tiembla, colocas la pistola en tu boca, tu dedo tirita en el gatillo,
estás a punto de jalarlo; el extraño botón triangular es agresivamente apretado,
tu alma rehíla y, providencialmente, el televisores apagado.
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