Entre
empellones y empujones defeños.
Entendiendo
al gandalla.[1]
Por
Oscar O. Chávez Rodríguez[2]
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Fuente de imagen: https://antiepoke.wordpress.com |
Entre las rutinas diarias en la Ciudad de
México se encuentra una particularmente interesante: viajar en metro. Claro,
interesante para quien es de otra ciudad, quiero decir, una en la cual no hay
un transporte público, al menos no de las dimensiones del Sistema de Transporte
Colectivo. Interesante, desafiante, francamente jocoso por la manera en la cual
no pocas personas “se hacen un huequito” en lo que parece, para una mirada
provinciana, lleno, que no cabe un alma más… Pero, sí, si cabe y no sólo una,
sino hasta dos, tres y cuatro. Supongo que es una extrapolación de “donde comen
tres comen seis”, luego “todos cabemos sabiéndonos empujar”.
Es
necesario, para entender la lógica del empellón, del empujón cortés –algo así
como la desatención cortés de Goffman– el agregar que dicho viaje es hacia la
escuela y/o el centro de trabajo, indudablemente que hay otros motivos por los
cuales se realizan viajes, mas se mencionan estos porque si bien puedo
dirigirme a algún lado –bobada escrita, aunque no tanto–, al hablar de la
escuela o el trabajo, existe un elemento limitante o sumamente relevante: el
tiempo. Hora de ingreso a clases, hora de checar la tarjeta. Situación que
obliga a tener que entrar, a como de lugar, al carro: espacio de olores y
calores, de texturas y acercamientos que no comportan, al menos no es la regla,
un sentido sexual, sino más bien de “llegar”.
El
tiempo, en este sentido, se vuelve un elemento particularmente “pesado” en la
Ciudad de México, pues no pocas veces la certeza sobre cuánto tiempo tardaré en
llegar comporta un elemento de incertidumbre, francamente desesperante,
angustiante, algo que no sucede, al menos no todavía, en otras ciudades. Tiempo
que lejos de ser el respaldo para la reflexión, torna en la limitante
existencial que obliga, que exige del hombre y mujer –quizás quepa excluir,
afortunadamente a los niños– vivir en esa premura, rayano la neurosis.
Agreguemos
a lo hasta ahora anotado que, como señaló Bruno Latour, “todos vivimos en una
sociedad y todos somos animales culturales”, culturalidad que no hay que
mirarla, como románticamente se la puede mirar, de espejo, de puntos de
referencia para mejorar como seres humanos, sino, en el caso que nos convoca
como el espacio de aprendizaje para “funcionar” en una realidad determinada,
construcción social de una realidad caracterizada por los empellones, la prisa,
no la desatención cortés, al menos no principalmente, sino por el desarrollo, a
partir de esta interacción, de una forma de comportamiento caracterizado por el
empujón, expresada en un estado de lleno, en multitudes que comparten un viaje
con audífonos y el sonido de los ventiladores y uno que otro gritón que vende
alguna chuchería, las más de las veces innecesaria pero que, dada nuestra
cultura del consumismo y la economía –restricción presupuestaría en la mente–
de la maximización, terminamos por comprar: “llévelo, llévelo…. Le traemos la
oferta… sólo cinco pesitos….”.
Al
mirar esta situación viene a la mente cómo se comporta el defeño al ir a otras
ciudades y, aunque indudablemente habrá excepciones –por ambos lados: defeños y
provincianos–, es casi regla general que se pasa altos, se estaciona en doble
fila, se adelanta, te avienta el carro, se mete en sentido contrario, se pasa por
donde está prohibido. Uno entiende, al observar como es la vida en el D. F. (hoy
CDMX ¡¡pa’no ofender!!) que si el habitante de esta ciudad no funciona en este
sentido se queda “varado en el camino”, con todas las implicaciones que tal
trae: reporte en la escuela y llamado a los padres que tendrán que pedir
permiso en el trabajo… pero –¡Oh Dios!– ya no puedo pedir permiso pues he
llegado tarde y ya hasta tengo un descuento y a la puerta otro.
Realidad de la rapidez,
sociedad de la velocidad que se traduce en comportamientos que chocan con la
realidad de la provincia. Comportamiento como forma de reaccionar, de funcionar
en la vida cotidiana. Si bien “gandalla” no es una palabra que aparezca en el
Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el que si aparece es
“gandaya” que hace referencia a:
1.
f. tuna (‖ vida libre y vagabunda). Andar el vagabundo que no tiene ocupación
fija a la ~, o buscar, o correr, la ~, o ir por la ~.
1.
locs. verbs. coloqs. Buscarse la
vida.
Y
(Del
cat. gandalla)
1. f.
Redecilla del pelo.
Indudablemente que los dos primeros sentidos
no serían aplicables a la gente del D. F.; mas el segundo sí, en el entendido
no tanto de lo que ahí aparece, derivado del catalán, como lo que la palabra
gandalla denota, sino a lo que tal palabra, históricamente, se aplica: Los
bandido catalanes de los siglo XVI y XVII llevaban recogido el cabello con una
redecilla, es decir, una malla, una red.
Jugando o extrapolando la
palabra diríamos que el gandalla se pone un artefacto que le ayuda en la
realización de una determinada actividad, acción, tarea. No es que sea el
defeño un bandido, sino alguien que hace uso de “una malla” para entrar en
interacción, logrando con ello sobrevivir, aquí sí como el bandido catalán en
plena huida que, de no llevar sujeto el cabello tropezaría y, con ello, sería
atrapado y castigado, lo mismo el habitante del D. F. pues si no entra en el
metro, o se le pasa el autobús, o no empuja en San Lázaro o Pino Suarez, entonces
se queda varado y las implicaciones no son, claro está, el ser castigado,
aunque si atrapado…. Por un nuevo contingente de usuarios del metro.
[1] En el diccionario se lee:
adjetivo/nombre común. MÉX. col. desp.
[persona] Que es abusivo y tiene malas intenciones. Mas me parece que la idea
de “tener malas intenciones” no es del todo aplicable. Interesante mencionar
que el Diccionario de la Real Academia no registra tal palabra, la más próxima
es “gandaya”. En provincia, al menos en lugares como Puebla, Guerrero –Acapulco
para más señas–, Oaxaca, es una idea más o menos compartida la del “gandalla”
como rasgo de los originarios de la Ciudad de México, del D. F., y que hace
alusión a que no respetan espacios, se meten en sentido contrario, se pasan los
altos, se estacionan en doble fila, si le es posible se aprovechan de la buena
voluntad de otros, y más. En este
sentido, el presente ejercicio de interaccionismo pretende entender o plantear,
con todas las limitantes propias de mi escribir en tanto que no tengo un oficio
–el de sociólogo– por demás riguroso, exigente e interesante, una probable
explicación a dicho comportamiento. He de señalar que entiendo –esperando no
estar equivocado o, al menos, no tanto– la importancia del interaccionismo
social como herramienta que permite hacerse ideas de lo macrosocial desde lo
particular, desde la inter–acción o lo microsocial. Proceso deductivo inverso
que potencializa la probabilidad de explicación–comprensión de lo social desde
lo particular. Indudablemente que mi base empírica es muy reducida: apenas mi
experiencia reciente en las líneas 1, 2, 9 y B del Sistema de Transporte
Colectivo, coloquialmente conocido como “el metro”, asimismo, mis trayectos en
las rutas de transporte público –ruta 5– entre metro Observatorio y metro
Tacuyaba hacia el campus de la Universidad Iberoamericana, y mis paseos por el
Centro Histórico de la Ciudad de México, Bellas Artes, Chapultepec entre otros,
constituyen dicha base. Es, por lo mismo, sumamente tentativo, aproximativo e
incluso puede caer en imprecisiones lo aquí escrito.
[2] Licenciado en Filosofía y Economía,
Maestro en Ciencias Políticas, estudios realizados en la Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla, México, institución en la cual se desempeña como
Profesor–investigador adscrito a la Facultad de Economía; actualmente realiza
estudios de Doctorado en Ciencias Sociales y Políticas en la Universidad
Iberoamericana, Cd. de México.
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