viernes, 1 de julio de 2016

Entre empellones y empujones defeños.
Entendiendo al gandalla.[1]

Por Oscar O. Chávez Rodríguez[2]


Fuente de imagen:

https://antiepoke.wordpress.com
Entre las rutinas diarias en la Ciudad de México se encuentra una particularmente interesante: viajar en metro. Claro, interesante para quien es de otra ciudad, quiero decir, una en la cual no hay un transporte público, al menos no de las dimensiones del Sistema de Transporte Colectivo. Interesante, desafiante, francamente jocoso por la manera en la cual no pocas personas “se hacen un huequito” en lo que parece, para una mirada provinciana, lleno, que no cabe un alma más… Pero, sí, si cabe y no sólo una, sino hasta dos, tres y cuatro. Supongo que es una extrapolación de “donde comen tres comen seis”, luego “todos cabemos sabiéndonos empujar”.
            Es necesario, para entender la lógica del empellón, del empujón cortés –algo así como la desatención cortés de Goffman– el agregar que dicho viaje es hacia la escuela y/o el centro de trabajo, indudablemente que hay otros motivos por los cuales se realizan viajes, mas se mencionan estos porque si bien puedo dirigirme a algún lado –bobada escrita, aunque no tanto–, al hablar de la escuela o el trabajo, existe un elemento limitante o sumamente relevante: el tiempo. Hora de ingreso a clases, hora de checar la tarjeta. Situación que obliga a tener que entrar, a como de lugar, al carro: espacio de olores y calores, de texturas y acercamientos que no comportan, al menos no es la regla, un sentido sexual, sino más bien de “llegar”.
            El tiempo, en este sentido, se vuelve un elemento particularmente “pesado” en la Ciudad de México, pues no pocas veces la certeza sobre cuánto tiempo tardaré en llegar comporta un elemento de incertidumbre, francamente desesperante, angustiante, algo que no sucede, al menos no todavía, en otras ciudades. Tiempo que lejos de ser el respaldo para la reflexión, torna en la limitante existencial que obliga, que exige del hombre y mujer –quizás quepa excluir, afortunadamente a los niños– vivir en esa premura, rayano la neurosis.
            Agreguemos a lo hasta ahora anotado que, como señaló Bruno Latour, “todos vivimos en una sociedad y todos somos animales culturales”, culturalidad que no hay que mirarla, como románticamente se la puede mirar, de espejo, de puntos de referencia para mejorar como seres humanos, sino, en el caso que nos convoca como el espacio de aprendizaje para “funcionar” en una realidad determinada, construcción social de una realidad caracterizada por los empellones, la prisa, no la desatención cortés, al menos no principalmente, sino por el desarrollo, a partir de esta interacción, de una forma de comportamiento caracterizado por el empujón, expresada en un estado de lleno, en multitudes que comparten un viaje con audífonos y el sonido de los ventiladores y uno que otro gritón que vende alguna chuchería, las más de las veces innecesaria pero que, dada nuestra cultura del consumismo y la economía –restricción presupuestaría en la mente– de la maximización, terminamos por comprar: “llévelo, llévelo…. Le traemos la oferta… sólo cinco pesitos….”.
            Al mirar esta situación viene a la mente cómo se comporta el defeño al ir a otras ciudades y, aunque indudablemente habrá excepciones –por ambos lados: defeños y provincianos–, es casi regla general que se pasa altos, se estaciona en doble fila, se adelanta, te avienta el carro, se mete en sentido contrario, se pasa por donde está prohibido. Uno entiende, al observar como es la vida en el D. F. (hoy CDMX ¡¡pa’no ofender!!) que si el habitante de esta ciudad no funciona en este sentido se queda “varado en el camino”, con todas las implicaciones que tal trae: reporte en la escuela y llamado a los padres que tendrán que pedir permiso en el trabajo… pero –¡Oh Dios!– ya no puedo pedir permiso pues he llegado tarde y ya hasta tengo un descuento y a la puerta otro.
Realidad de la rapidez, sociedad de la velocidad que se traduce en comportamientos que chocan con la realidad de la provincia. Comportamiento como forma de reaccionar, de funcionar en la vida cotidiana. Si bien “gandalla” no es una palabra que aparezca en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el que si aparece es “gandaya” que hace referencia a:

1. f. tuna (‖ vida libre y vagabunda). Andar el vagabundo que no tiene ocupación fija a la ~, o buscar, o correr, la ~, o ir por la ~.
1. locs. verbs. coloqs. Buscarse la vida.
Y
(Del cat. gandalla)
1.    f. Redecilla del pelo.

Indudablemente que los dos primeros sentidos no serían aplicables a la gente del D. F.; mas el segundo sí, en el entendido no tanto de lo que ahí aparece, derivado del catalán, como lo que la palabra gandalla denota, sino a lo que tal palabra, históricamente, se aplica: Los bandido catalanes de los siglo XVI y XVII llevaban recogido el cabello con una redecilla, es decir, una malla, una red.
Jugando o extrapolando la palabra diríamos que el gandalla se pone un artefacto que le ayuda en la realización de una determinada actividad, acción, tarea. No es que sea el defeño un bandido, sino alguien que hace uso de “una malla” para entrar en interacción, logrando con ello sobrevivir, aquí sí como el bandido catalán en plena huida que, de no llevar sujeto el cabello tropezaría y, con ello, sería atrapado y castigado, lo mismo el habitante del D. F. pues si no entra en el metro, o se le pasa el autobús, o no empuja en San Lázaro o Pino Suarez, entonces se queda varado y las implicaciones no son, claro está, el ser castigado, aunque si atrapado…. Por un nuevo contingente de usuarios del metro.



[1] En el diccionario se lee: adjetivo/nombre común. MÉX. col. desp. [persona] Que es abusivo y tiene malas intenciones. Mas me parece que la idea de “tener malas intenciones” no es del todo aplicable. Interesante mencionar que el Diccionario de la Real Academia no registra tal palabra, la más próxima es “gandaya”. En provincia, al menos en lugares como Puebla, Guerrero –Acapulco para más señas–, Oaxaca, es una idea más o menos compartida la del “gandalla” como rasgo de los originarios de la Ciudad de México, del D. F., y que hace alusión a que no respetan espacios, se meten en sentido contrario, se pasan los altos, se estacionan en doble fila, si le es posible se aprovechan de la buena voluntad de otros, y más.  En este sentido, el presente ejercicio de interaccionismo pretende entender o plantear, con todas las limitantes propias de mi escribir en tanto que no tengo un oficio –el de sociólogo– por demás riguroso, exigente e interesante, una probable explicación a dicho comportamiento. He de señalar que entiendo –esperando no estar equivocado o, al menos, no tanto– la importancia del interaccionismo social como herramienta que permite hacerse ideas de lo macrosocial desde lo particular, desde la inter–acción o lo microsocial. Proceso deductivo inverso que potencializa la probabilidad de explicación–comprensión de lo social desde lo particular. Indudablemente que mi base empírica es muy reducida: apenas mi experiencia reciente en las líneas 1, 2, 9 y B del Sistema de Transporte Colectivo, coloquialmente conocido como “el metro”, asimismo, mis trayectos en las rutas de transporte público –ruta 5– entre metro Observatorio y metro Tacuyaba hacia el campus de la Universidad Iberoamericana, y mis paseos por el Centro Histórico de la Ciudad de México, Bellas Artes, Chapultepec entre otros, constituyen dicha base. Es, por lo mismo, sumamente tentativo, aproximativo e incluso puede caer en imprecisiones lo aquí escrito.
[2] Licenciado en Filosofía y Economía, Maestro en Ciencias Políticas, estudios realizados en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, institución en la cual se desempeña como Profesor–investigador adscrito a la Facultad de Economía; actualmente realiza estudios de Doctorado en Ciencias Sociales y Políticas en la Universidad Iberoamericana, Cd. de México.

No hay comentarios:

Publicar un comentario