miércoles, 20 de julio de 2016

El intelectualoide (el falso intelectual)

Por: Jorge Cabrera Piña


Fuente de imagen:
www.google.com


Merodeando por los pasillos de lo cotidiano es posible encontrar un singular personaje que resulta peligroso por lo que representa. Acecha como una extraña figura delatada por sus manías, que es producto y estandarte de nuestros tiempos, y que últimamente ha encarnado el signo de contradicción tan propio de un contexto hecho del fracaso de las expectativas de la humanidad sobre sí misma. El intelectualoide, o falso intelectual, no se esconde ni se arrastra fiel a su vileza, sino que la expone y se regocija de ella en los escaparates robados, reclamando la universalidad de los espacios, en apego a la mala interpretación que suele dar a esos artificios tan sobados como la libertad de expresión, siendo el manoseo y la interpretación, inexacta por definición, vicios típicos humanos.
El falso intelectual o intelectualoide es esa persona que mediante el discurso se hace pasar por un actor vivo del pensamiento crítico y el movimiento cultural, pero que en realidad sólo ostenta el título sin realizar aporte alguno al panorama, mismo que es conseguido las más de las veces a través del poder y no del mérito propio. El falso intelectual parece alguien que lee copiosamente con agudo sentido analítico, que tiene y manifiesta el don de expresar las ideas por escrito, y sobre todo, que lee entre líneas pensando en lo que percibe del mundo más profundamente que el común de los mortales, y que dicha capacidad le da el derecho de distinguirse de ellos. Claro está que en ningún momento un intelectualoide realiza ninguna de estas actividades ni sea poseedor de la misteriosa gracia que sí tiene y manifiesta con digno brillo el verdadero intelectual.   
El intelectualoide no lee, ni piensa, ni escribe, ni es consciente de la profundidad de los conceptos que pretende manejar, y si llega a hacer todo aquello lo hace sin criterio, a ciegas, con cínica torpeza. No hace trabajo crítico, de investigación ni nada que tenga algún impacto positivo y notorio en la sociedad. El ocio del intelectual tiene un escritorio en su oficina que es más grande que su capacidad para pensar el mundo. Si bien puede identificarse plenamente con la figura del intelectual ocioso, gracias a que ésta es una característica predominante, e incluso define a las otras en tanto las precede, no se trata del único rasgo que permite identificar al falso intelectual. Así, se tiene que el intelectualoide es laxo, puesto que difícilmente conoce los fundamentos epistémicos que permiten distinguir los límites disciplinares y cae en un eclecticismo peligroso al combinar indiscriminadamente temas y perspectivas incompatibles, inoperantes o simplemente irrelevantes.
El intelectualoide es rumiante por excelencia, puesto que ha renunciado al acto de disertar por entregarse con pluma de azufre el de recitar, dando la impresión de poseer conocimientos amplios y generosos tan sólo repitiendo lo que lee. Vive de ser reconocido por repetir, eso sí, palabra por palabra y números de página, aquéllo que ya se dijo y sólo hizo falta decir una vez, eso de lo que se ha hablado tanto, pues abundan hoy los adictos a la supuesta elegancia que tienen las sentencias plenas de palabras rimbombantes, barroco en el que incluso llega a perderse el sentido de lo importante y lo inmediato. Esta figura es también ególatra, ya que tiende a expresar sus muy propias y muchas veces poco fundamentadas perspectivas como paradigmas de actualidad tan vigentes en el Estado del Arte como si el resto de los pensadores de su contexto las compartieran.
El falso intelectual es ideócrata. Negligente de la multidimensionalidad del mundo, se decanta por un discurso tendencioso y a veces incongruente o anacrónico, y no tanto por una postura, la que defiende y justifica usando para ello lo poco que entiende de lo que lee, sin mencionar que contribuye a mantener un estatus ideológico en su contexto más por fines políticos que por su valor en la realidad. Es claramente snob y narcisista, porque presume todo lo que dice haber leído cada vez que puede entre quienes lo conocen, a cuya atención y reconocimiento manifiesta una seria y ominosa dependencia; se toma fotografías en posiciones reflexivas queriendo aparentar la postura de quien ha abierto los ojos a las verdades del mundo y destila una amargura de existencialista. Además de que usa sus “logros intelectuales” (aparecer en coloquios y ponencias en las universidades) para coleccionar muestras de popularidad en las redes sociales. Nada más falso y tan poco propio de la actividad intelectual formal que desear parecerlo y atender a la pose, y no la tinta y el papel, pero el artificio de la popularidad crea una ilusión de poder que triste y paradójicamente lo valida como lo que dice ser.
El falso intelectual es incongruente y es corrupto dado que en la práctica no defiende las causas que dice profesar y es poco ético en los actos que lo definen como persona, y que precisamente resguarda bajo la pose y la pretensión. Mientras por un lado elabora un discurso enardecido comprometido con alguna causa, por el otro actúa según sus intereses e instintos, cayendo incluso en la doble moral. Defiende al sistema para el que trabaja, aunque diga ir en su contra. Es arribista porque suele aspirar a posiciones de poder –académico, político o de cualquier clase- sólo para protegerse y justificarse en un espacio que le permita ejecutar sus verdaderas intenciones, que son más viles que nobles. Ejemplos de este rasgo los encontramos en los profesores de carrera que sólo buscan colocarse en las élites para adueñarse de los espacios obteniendo beneficios tangibles e intangibles por igual sin ejercer sus funciones, o bien haciéndolo de forma ineficiente. Proxeneta de la jerarquía académica
Y ya colocado en las altas esferas del poder y el reconocimiento intelectual, que a veces no son más que los cargos de alta responsabilidad en las universidades, o el reconocimiento otorgado por gremios apolillados de criaturas semejantes, el intelectualoide resulta ser caudillo e ideópata. Condiciona la postura y la actividad intelectual de sus subordinados para que le sirvan y no le estorben en el sostenimiento de ese artificio roñoso que es el gusto de llamarse a sí mismo intelectual.
Capta ideas valiosas haciéndolas pasar como suyas, sanciona a los aprendices (pudiendo ser alumnos) que no comparten su postura y manipula a los incautos que caen deslumbrados en su trampa para que se adscriban a una corriente o etiqueta que limita el alcance de las ideas jóvenes e innovadoras. Incluso llega a manifestarse abiertamente a favor de la idea de cerrar los espacios y utilizar los conocimientos y el poder para gobernar sobre el interés de aquéllos que no los tienen; aprovecharse de los tontos y los incultos para venderles o imponerles verdades que sólo sirven a sus fines, donde estos nada tienen que ver con el carácter fidedigno de la labor cultural e intelectual y su impacto en la sociedad. Finalmente, el Intelectualoide se destaca por ser tecnicista, dado que es fanático de hacer textos indescifrables que parecen exquisitos, pero resultan ser evidencia de su ignorancia de causa y de contexto. Además de manifestar un fervor ridículo que acompaña su discurso, como muestra fiel de creerse poseedor de la verdad a su tiempo.

Al falso intelectual se le puede encontrar en las instituciones educativas, foros y publicaciones, como docente, coordinador. ponente o expositor, o bien en espacios editoriales. Se trata de una especie peligrosa que prolifera a los ojos cómplices de las instituciones y a salvo bajo la feliz indiferencia de la sociedad. Son, en cada instante, cada discurso y cada juicio, fieles a la omisión de los actos propios del verdadero intelectual, el que piensa y mueve al mundo, ese otro personaje al que se oponen con penosa necedad.

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