martes, 4 de abril de 2017

El Saber como medio de Autoafirmación y Elección de la Libertad

Por: Juan Carlos Pérez Castro

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http://comunicacionycultura2012.blogspot.mx
¿Qué podemos esperar de nuestro tiempo? Zygmunt Bauman habla de una modernidad líquida caracterizada por una falta de responsabilidad en cuanto a las cuestiones sociales, éticas y sentimentales. Sí, ciertamente vivimos en un mundo donde las relaciones interpersonales están dadas para ser desechables, donde, hombres y mujeres, presumen de tener una mayor cantidad de relaciones y de jugar con los sentimientos del otro, donde nadie se hace responsable por el significado de la relación con el “otro”.
Pero no nos engañemos, esto no es un acto nuevo. Las relaciones matrimoniales siempre se dieron en el marco de una ganancia, sólo en un pasado cercano podemos observar que esto cambió de alguna manera, claro está. El sentido humano primario (que no el primordial)  se da desde la esfera del egoísmo, así, la “voluntad de vida” schopenhaueriana muestra una de las formas más crueles de la existencia del hombre. Este hombre “inconsciente” de su sufrimiento, pero que claramente lo intuye, debe buscar desesperadamente una barrera que le permita salvaguardar su ego, para que, de esta manera pueda autoafirmarse sin el peligro de ser rebasado por el sufrimiento que le es inmanente. El grave problema de esto radica en dos cuestiones, a saber: en primera instancia, esto significa vivir en el “velo de maya”, es decir, en el mundo de la apariencia. Éste es un mundo de autoengaño, el cual le promete que el algún momento podrá encontrar la autosatisfacción, la realización de sus deseos de ser feliz, cuando esto es completamente imposible, pues no es consciente de sí mismo, por lo cual no puede llegar a la autosatisfacción plena (si es que ésta puede darse), tampoco conoce sus deseos, pues estos han sido implantados por “otros”, y, por tanto, la felicidad sería una simple apariencia en este marco; en segunda, una persona bajo estas características no puede hacer un ejercicio verdadero de su responsabilidad y, por tanto, de su libertad. Un individuo subsumido a la puerilidad reinante de nuestra época, enajenado de su condición real de existencia y alienado de los “otros” por sí mismo por la falsa ilusión de individualidad, es un sujeto que se encuentra sometido a la constante repetición de los agentes privativos de humanización tan característicos de nuestra época, en pocas palabras, sólo será un títere o, a lo más, un espejo destinado a reproducir los deseos de otros. Entonces, el reconocimiento de un carácter esencial en nosotros, es decir, de un saber que nos permita tomar una clara consciencia de lo que somos, nos puede permitir desembarazarnos de este “velo de maya”, para lograr captar la realidad con la que nos enfrentamos día a día.
En efecto, esta consideración se vuelve más difícil en el momento en que nos damos cuenta de que esto significa responsabilizarnos por nuestros actos pasados, presentes y futuros, así como de las decisiones que tomamos a cada momento, ya que nuestra libertad está dada, de manera inmediata, en la condición de la elección. Debemos ser conscientes de que, por medio del saber, es decir, un conocimiento cimentado en las bases de la reflexión, del pensamiento profundo y crítico, podemos lograr un cambio a las condiciones sociohistóricas en que vivimos.
En este sentido, se vuelve cada vez más necesario un saber que nos permita buscar una autonomía, una determinación de nuestras propias leyes con el propósito de encararnos en las mejores circunstancias ante nuestro semejante y nuestra sociedad, pues este saber, dado desde las mejores condiciones, podrá darnos las herramientas necesarias para tomar las mejores decisiones posibles, ya que ésta nos habrá dado la condición de ser autorreflexivos, y no dejarnos abandonar por un deseo egoísta, pero, ¿cómo se puede lograr esto? Por supuesto, no es un ejercicio sencillo, tampoco es algo que se dé únicamente en el marco de las dinámicas educativas. Ésta es una aspiración que se funda en el sentido de que podemos ser mejores personas. Por su puesto, la universidad funge un papel decisivo en esta circunstancia. Si bien es cierto que los procesos educativos anteriores (estoy pensando en los niveles educativos básico, medio y medio-superior) deben servir para asentar las bases del conocimiento y de las normas de conducta, apoyados en todo momento por la educación moral y ética que se debiera recibir en casa, es, a mi entender, la formación profesional la que va a encausar de manera sustancial el modo de ver, sentir y sufrir la vida real de la persona (esto pensando en que, uno de los fines de la universidad, no es sólo el de preparar para el desempeño de un conocimiento específico, también debería ser un lugar donde la preparación de las conductas éticas, y de la manera de observar la vida se tendría que dar en un marco de crítica y reflexión).
            Se dice que la universidad debe preparar para la vida, y preparar para la vida no significa enfocarse en el desarrollo y aplicación de un conocimiento tecnocientífico, pues la vida no se puede reducir únicamente al campo laboral o experimental. Preparar para la vida significa dar herramientas de comprensión para el desenvolvimiento pleno de la libertad y responsabilidad de manera óptima, apelando a una formación ética y humanista que pueda brindar las mejores condiciones de decisión en los actos que realizamos día a día.
Sin embargo, observamos en nuestros días cómo estas materias (ética y las implicadas en humanidades), son vistas solamente como materias de relleno, las cuales están sólo para ser presentadas y que no aportan un conocimiento concreto a determinadas áreas de estudio, nos damos cuenta cómo el estudio de las humanidades se han vuelto a cada momento más chocante, más tedioso, y se piensan como materias inservibles y que deberían ser desechadas de los planes de estudio. ¿Qué nos significa el hecho de que los conocimientos éticos, morales y humanistas sean vistos con desprecio? Bien, por una parte, que, al parecer, los estudiantes de hoy piensan que los estudios humanistas y éticos son innecesarios, ya que “seguramente” los tienen bien cimentados y por ello es absurdo pensarlos o repensarlos. Por supuesto, la anterior respuesta es un tanto irónica, pero esa ironía nos sirve para reflexionar una nueva dimensión del problema, ésta es: ¿hasta dónde podemos estar seguros de que nuestros pensamientos y conductas morales y éticas son los correctos? Bien, para proceder en orden cronológico, responderé a la primera cuestión, para posteriormente atender a esta pregunta.
            Bien, que las humanidades (para resumir) sean vistas con desdén, muy probablemente obedezca a la falta de responsabilidad existencial en que vivimos. Me explico: todo ejercicio de libertad se da desde la condición de la responsabilidad, si no me hago responsable de mis decisiones, no soy libre, sólo me remito a reproducir lo que otros esperan de mí, entonces, todo acto de libertad es un acto de elección, pero sólo cuando me hago plenamente responsable de esta elección y de sus consecuencias.
Nuestro tiempo se caracteriza por haber olvidado la responsabilidad, por menospreciar la responsabilidad de nuestras acciones en pos de una vida que permita los mayores placeres lo más rápido posible; en pocas palabras, estamos aconteciendo la época de la infantilización de la sociedad, del endiosamiento de la juventud, y esto trae como consecuencia directa la incapacidad por el ejercicio del poder propio. Ser autónomo significa tener una autorregulación que permita obrar de la mejor forma en sociedad, buscando como fin el bienestar propio y común, pero para ser autónomo, primeramente, hay que ser libres, y para ser verdaderamente libres, debemos de ser responsables. Sin responsabilidad, no hay libertad, si no hay libertad, se pierden los fundamentos propios y de la sociedad, lo que resulta en una especie de nihilismo donde todo está permitido. Esto nos conlleva a pensar de manera crítica sobre los temas humanos, para que nuestra reflexión se encuentre en el marco de la mejor toma de decisión que pueda permitir un bienestar social.
            Lo anterior por supuesto abre la respuesta a la segunda pregunta planteada con anterioridad: no podemos saber en ningún momento que nuestras acciones son las mejores posibles, por ello se exige a cada momento una crítica profunda a nuestras acciones y a nuestros pensamientos, esto con el fin de que, por medio de la reflexión, podamos hacernos conscientes de las consecuencias de nuestros actos y podamos, entonces, obrar de la mejor manera posible. Si no reflexionamos sobre nuestras acciones, podemos dejarnos engañar por las ilusiones exteriores que nos prometen únicamente el placer sin consecuencia, así dirá Nietzsche: “Pero el hombre mismo tiene una invencible propensión a dejarse engañar y está como encantado de dicha cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como verdaderos o cuando el actor en el teatro representa con mayor realeza al rey que como lo muestra la realidad”[1].
            Entonces, la reflexión sobre estos temas nos sirve para tener una mirada más atenta a nuestros actos, y si bien es cierto que siempre no podremos actuar de la mejor manera posible (recordemos que el ser humano es falible, pero que el reconocimiento de sus fallas le pueden implicar una mejoría), al menos nos puede alejar lo más que se pueda de la mentira, es decir, de la falsa noción de que aquello que me agrada y me apetece, me significa un bien y que debo renunciar al sufrimiento porque ahí es donde se encuentra lo que me puede perjudicar. Sin embargo, el reconocimiento y la consciencia de que somos seres sufrientes nos puede permitir establecer puentes de comprensión, puentes de comunidad y de reconocimiento del otro, pero, ¿cómo lograr esta consciencia?
            Bien, la vida ascética nos promete despertarnos del “velo de maya”, profunda agonía, desesperación y deseo del cual somos partícipes, pues es nuestra representación, nuestro “mundo”. Sin embargo, esto se contrasta con la realidad concreta del ser humano, a saber: que es un ser intersubjetivo, determinado y confinado a este “mundo” cerrado, pero expuesto al vacío y lo insondable de lo infinito, y así observamos, nuevamente, una de las antinomias kantianas, que se resuelve en la síntesis de “ser”-“no-ser”. Entonces, el sentido de las ascesis se convierte en un problema fundamental, pues, siempre estamos sometidos a la deriva del mundo “comunal”. Aquí se observa claramente una posible identificación entre el pensamiento schopenhaueriano y sartriano, pues, para el francés “el infierno son los otros”, y para el pensamiento del alemán, influido profundamente por el budismo, el deseo es el origen de todo sufrimiento, y lo que deseamos con mayor fuerza es “el otro”. Por supuesto, una superación posible se da en el marco de la compasión, ya que ésta nos muestra la crudeza del sufrimiento ajeno y nos permite tender un puente de comprensión hacia el otro, lo que nos mostraría que, si bien uno de los caminos puede ser el de la ascesis, el otro puede ser el de la compasión.
            A manera de conclusión, puedo decir que este “saber” debe ser identificado de manera más cercana a la toma de consciencia, que a un saber erudito, sin embargo, en el fondo encubre ambas consideraciones. Este saber “dual”, por llamarlo de alguna manera, puede ser un camino que nos aproxime a la autonomía y la autoafirmación de mí existir, lo que indudablemente me lleva a plantear las condiciones de mi libertad en el marco de un mundo intersubjetivo. Es un posible acceso a la autoconsciencia que me recuerda a cada momento que no vivo en un mundo dado para el cumplimiento de mis deseos o caprichos egoístas, sino que me planta en la base de una consideración hacia el otro como responsabilidad existencial concreta. Como diría Sartre, es cierto, yo no elegí libremente esa libertad de la cual hago ejercicio todos los días, pero debo hacerme responsable de las decisiones que tomo, pues esas decisiones son mi marco referencial en el cual me desenvuelvo dentro de mi sociedad, y, si en todo caso no se puede comprender que este mundo no está sujeto a mis deseos, al menos se puede seguir la máxima kantiana del imperativo categórico: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio”.





[1] Nietzsche, F., Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.

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