Partículas
*A.D. Copado
En el interior de una añeja buhardilla crepitaba un brumoso
caldero sobre una tímida flama azulada. Los gélidos rayos de luna que se
filtraban por las hendiduras del tejado caían lisos dentro del brebaje que
hervía con buen ritmo. Entre las penumbras se vislumbraba una silueta con
sombrero puntiagudo que se columpiaba al compás de rimas tétricas. En todas
direcciones se asomaban botellas toscas, pergaminos carcomidos, frascos
de polvos extraños que se revolvían con fragancias rústicas. Esa era una noche
predilecta para los encantamientos venusianos. Noche suculenta para inducir experiencias
traviesas en brujitas curiosas. La pequeña aprendiz yacía de incógnito frente
al caldero revolviendo aquellas aguas carmesí que burbujeaban bajo aletargados
susurros mágicos. Era una moza de trece años, de piel almendrada, ojos
fluorescentes y que vestía un holgado mameluco azulado y polvoriento que la
cubría del cuello hasta los tobillos. Un par de afelpadas coletas castañas
caían debajo de un desgastado sombrero oscuro y puntiagudo. Cantando y
hechizando, la pequeña se balanceaba en sus rodillas frente a la gran olla
mientras que un gran libro verdoso de amarillentas hojas le susurraba con voz
propia sus recetas de amor casi olvidadas. En las trémulas aguas se
agitaba restos de anís, cúrcuma, nueces, cascarones de huevo, leche en polvo y un
trocito de papel donde estaba hábilmente dibujado el perfil de un apuesto
muchacho moreno. Estos ingredientes se fundían entre suspiros y pensamientos picantes.
La receta pertenecía al catálogo de las viejas artimañas y el gremio lo
reprendía con severidad. Sin embargo la curiosidad y el deseo fueron más
intensos que las advertencias. Ahora el caldo hervía presuroso ante la cara de
una brujita ensimismada y ansiosa.
Nadie más conocería el origen y consecuencia de aquel tremendo
suceso. Ahora sólo hacía falta el último ingrediente, una pequeña hojita de
laurel recién cortada. La incrédula chiquilla hurgó con vehemencia su deshilachado
mameluco hasta encontrar un rabillo verdoso que guardaba en una bolsita
estrecha cerca del pubis. Con una sonrisa pícara y un movimiento feroz la hoja
cayó en las aguas febriles del caldero. Un vapor denso y perfumado cubrió la
buhardilla rápidamente. Aquellos humos resultaron tan potentes que los
objetos cercanos se volvieron borrosos y etéreos. Entre risas y jadeos la
chiquilla se levantó y miró ansiosa las burbujas inquietas del recipiente
humeante. De pronto, las aguas se desvanecieron completamente y el vapor se
volvió tan caliente que la pobre brujita tuvo que abanicarse con su sombrero
mientras iba deslizando el mameluco fuera de su cuerpo abochornado. Se
descubrió entonces una candente figurilla voluptuosa que se agitaba con
movimientos infantiles en medio de los vapores densos de la habitación.
Pequeñas gotas de sudor con esencia de laurel se asomaron por sus
poros excitados. Fue entonces cuando del caldero vacío y hueco se asomaron unos
largos brazos unidos a un desnudo cuerpo joven y tembloroso. La criatura de
cabellos pardos y mirada azulada se posó por fin fuera del caldero y se
extendió cuan largo era. Una ardiente lujuria invadió a la brujita quien
deshizo sus coletas castañas mientras se lamía con angustia los labios. Entre
más intenso era el impulso, más fuerte era el ardor. Con ternura desenvuelta se
lanzó sobre su amante cayendo al suelo levantando el polvo en todas direcciones. En
medio de aquel estallido de pataleos y revoltijos, el caldero se vino abajo
junto con las llamas de la hoguera salpicando de chispas refulgentes los
grimorios, pergaminos y pieles viejas. Mientras los frascos reventaban y los
quejumbrosos muros chillaban con furia, aquellos cuerpos se propiciaban placer
entre estocadas y rasguños en medio del infierno.
Toda la buhardilla explotó entre luces,
cánticos y danzas flamígeras. Las llamas y el estruendo terminaron por alarmar
a las demás brujas que horrorizadas percibían todo debajo de la buhardilla.
Jóvenes y viejas se apuraron con paso veloz por centenares de escalones
encorvados hasta llegar desfallecidas y aterradas al campo de batalla superior.
Pasaron largo tiempo frente a la puerta tapiada lanzando gritos, encantos y
otros embrujos con la intención de tirar los goznes que resistían a pesar del
fuego. Cuando la puerta se abrió, todas entraron en tropel. Ahí agonizaba un viejo
caldero tumbado. Había también un viejo libro de hojas y un mameluco que ardía
de sus pliegues. Todas lanzaron quejidos lastimeros y lloriquearon el
nombre de la brujita al unísono alrededor de una pizca de cenizas humeantes. En
el ambiente retumbaron unas tiernas risitas infantiles que se callaron de
pronto cuando la última partícula de laurel se desintegró en el suelo.
*A.D. Copado (Alfredo Daniel Copado Vences). Ciudad de
México. Escritor de relatos fantásticos y de terror. De trayectoria
internacional al participar en publicaciones y revistas dedicadas a la difusión
de las letras en formato impreso y digital.
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