1. Introducción
Cuando
reflexionamos sobre la novela no debemos dejar a un lado tres aspectos: las
condiciones socioculturales que le dieron origen, el papel del escritor y el
del lector. En esta dinámica es de vital importancia considerar la
interrelación de diversos géneros, como cuando el costumbrismo español emergido
de las diversas novelas históricas se convertirá en uno de los motivos
fundamentales, no sólo entre los escritores propiamente costumbristas sino
también entre los autores de las novelas llamadas realistas (Véase Aubert,
2001). Estas novelas, que encontrarán su más amplia difusión hacia finales del
siglo XIX (Galdós, Pardo Bazán, etc.), tuvieron una ilustre representante
durante el interregno del romanticismo tardío, aunque desde una perspectiva
fundamentalmente conservadora, en la escritora española de origen suizo Cecilia
Francisca Josefa Böhl de Faber y Larrea, más conocida por su nombre de pluma: Fernán
Caballero.
2. Semblanza
de una rejoneadora literaria
Nació el 24 de
diciembre de 1797 en la pequeña ciudad de Morges, cerca de Berna, Suiza.
Afirman algunos biógrafos que Cecilia nació en Cádiz, y afirman otros que lo
oyeron decir, que nació en un buque durante una travesía que sus padres hacían
por mar. Mas lo cierto es que en Morges se halla la correspondiente partida de
bautismo, de la cual consta que Cecilia vio la luz del mundo en la fecha
citada.
La
pequeña crecería en el ambiente de un hogar de extraordinaria riqueza cultural
y espiritual. El origen de su pensamiento, e incluso de su dedicación a la
literatura, hemos de buscarlo en sus progenitores. Su padre, el conocido cónsul
alemán Juan Nicolás Böhl de Faber, era un cerrado
defensor del pensamiento tradicional: obediencia a los principios monárquicos y
a la figura del rey, fidelidad a la patria y sumisión a las reglas de la Iglesia; su madre, Frasquita Larrea, era una simpática e
inquieta gaditana, defensora de los derechos de la mujer y de todo lo nacional
castizo, cuyo gusto por la conversación ha sido destacado por los cronistas;
escribió cuadros de costumbres y esbozos de tipos populares, antecedentes de
los que más adelante retendrían la atención de su hija. Estas serían las bases
donde Cecilia asimiló una ideología profundamente conservadora y católica, así
como un apasionado españolismo, que por la región geográfica donde se
desarrolló su vida, tomó la forma de andalucismo.
En
1805 la familia, constituida por Cecilia, su hermano Juan Jacobo y sus hermanas
Aurora y Ángela, marchó a Alemania. La madre no pudo resistir el ambiente y
regresó a España con las dos hijas menores, dejando a Cecilia y a Juan Jacobo bajo la custodia de
su padre. Es importante destacar que la educación de la muchacha corrió en
principio a cargo de una institutriz belga, y luego de un pensionado francés en
Hamburgo. Tras siete años de separación, se reúnen padres y hermanos y se
instalan definitivamente en Cádiz, Andalucía. Al regresar a España, su español
era deficiente, pues se había educado en la utilización del alemán y del
francés. Este inconveniente se contrapesó con su interés por las costumbres
nacionales, que vio con los ojos abiertos del forastero curioso.
En
1816 contrajo matrimonio en Cádiz con el joven capitán Antonio Planells y
Bardají, de Ibiza, y con él se trasladó varios meses a Puerto Rico. Aunque
comenzó a escribir a los 16 años, los primeros papeles que se conservan datan
de 1817, entre ellos los primeros esbozos —muy parecidos a los ensayos
paternos— de Sola (en alemán y publicada en Hamburgo en 1831) y Magdalena,
seguidas de la descripción de Puerto Rico incluida en La farisea (1863).
Muerto el esposo antes del año, Cecilia volvió a Europa, residiendo en Hamburgo,
y volviendo a Cádiz hacia 1821.
En
1822 se casó por segunda vez con el oficial de Guardias españolas Francisco
Ruiz del Arco, marqués de Arco-Hermoso y durante trece años vivió feliz con él
alternando estancias en el palacio de Sevilla, donde residían generalmente, con
temporadas en el hermoso cortijo de Dos Hermanas, propiedad del militar. Allí,
comenzó la producción literaria de Cecilia de forma estable, despertándosele la
afición de observar, escuchar y describir directamente a la gente del campo a
quienes consideraba depositarios de todo lo valioso que aún había en la
personalidad nacional española. De este modo, fue recogiendo una especie de
bien provistos archivos sobre ambientes regionales de carácter netamente
español y cuentos populares que escribía en seguida de oírlos y que consignaba
con su padre. Luego, quizás en 1826, escribió en alemán el primer borrador de La
familia de Alvareda (1856), cuya traducción al español fue mostrada a
Washington Irving en 1829. Poco después escribió Elia o La España treinta años ha
(en francés y publicada en 1857) y unas cuantas narraciones incluidas en
novelas posteriores.
Por
entonces, Cecilia gozaba probablemente de cierta reputación local como
escritora en el círculo de su marido. Pero parece ser que para publicar
necesitaba aún más aliciente: su narración “La madre”, que salió en “El
Artista” en 1835, la presentó su madre sin su consentimiento. Arco-Hermoso
murió ese mismo año dejando a Cecilia en una comprometida situación económica,
aunque continuó disfrutando de las tertulias del palacio sevillano y de la vida
campesina en la finca familiar. Al poco tiempo, también perdería a sus padres.
En
un viaje a París conoce a Federico Cuthbert, el gran amor de su vida,
ficcionalizado en Clemencia (1852) con el nombre de sir George Percy. En
1837 contrajo nupcias por tercera ocasión con Antonio Arrom de Ayala,
diecisiete años más joven que ella, pero de precaria salud física y mental.
Cecilia residió sucesivamente en Jerez, Puerto de Santa María, Chiclana y Sanlúcar
de Barrameda. Venidos a menos sus bienes y ausente el esposo, ya que había ido
a probar suerte en Australia, Cecilia halló consuelo en una fuerte religiosidad
y se entregó plenamente a la literatura, produciendo entre 1842 y 1843 La
gaviota (en francés y publicada en 1849), Una y otra y Lágrimas
(1850).
La
administración de los asuntos financieros de la escritora por parte del marido
en turno fue desastrosa. Pero es probablemente a él a quien debemos la
retrasada decisión que Cecilia adoptó de publicar su obra. Recurrió al antiguo
adversario de su padre, José Joaquín de Mora, para que tradujera La gaviota
al castellano y a la vez, para que le
sirviera de agente en el periódico “El Heraldo de Madrid”. En mayo de 1849
apareció La gaviota como folletín en dicho órgano periodístico y la
autora utilizaría ya su famoso pseudónimo de Fernán Caballero (de aquí en
adelante la llamaremos Fernán). Si hasta ese momento su quehacer literario aún
pasaba inadvertido, La gaviota afianzó su fama estrepitosamente. Fernán
había conseguido por fin una posición con esta primera narración extensa que
llegó a considerársele como su obra maestra.
La
gaviota relata la historia de una joven campesina llamada Marisalada que tiene
por sobrenombre “Gaviota”. Hija de un pescador y poseedora de una bellísima
voz, Marisalada se casará con un médico alemán, Fritz Stein, quien la iniciará
en la carrera del canto; consigue grandes éxitos en los escenarios de Madrid y
Sevilla, pero, se entrega a los amores adúlteros con un torero; Stein se aleja
de ella, el torero muere de una cornada y la muchacha con el matrimonio
destruido y perdida la voz, regresa a su pueblo y acaba casándose con el
barbero.
Aunque
indudablemente menos robusta que la
Carmen de Merimée,
publicada un poco antes, algunos comentaristas indican mimosamente que:
[...]
no puede llegar a decirse que La
Gaviota sea una españolada más. Si sus
lamentaciones ante ciertos momentos de las corridas de toros tienen sabor extraño y suenan a sensiblería, hay que
atribuirlo a su condición de mujer, que no puede separarse de su ternura para
enjuiciar problemas enraizados profundamente en el alma de un pueblo con el que
Cecilia trata de identificarse (Jarnés, s/fecha, vol. II: 641).
Otros, como
Eugenio de Ochoa, juzga que había en La gaviota un interés hábil y
naturalmente sostenido, corrección y elegancia, caracteres tan nuevos como
verdaderos:
[...]
descripciones tan delicadas, tan lozanas y tan fragantes, permítasenos la
expresión, que ora recuerdan el nítido pincel de la escuela alemana ora la
caliente y viva entonación de la escuela andaluza. Véase allí el dibujo de
Alberto Durero realzado con el colorido de Murillo (Ochoa en Diccionario
Enciclopédico Hispano-Americano, s/fecha, vol. III: 742).
El mismo
escritor afirma igualmente que las descripciones de la citada novela recordaban
a cada paso las obras de los grandes maestros del arte, Cervantes, Fielding,
Walter Scott y Cooper, y que a veces competían con ellas, y defendía que La
gaviota “será nuestra literatura lo que es Waverley en la literatura
inglesa, el primer albor de un hermoso día, el primer florón de la gloriosa
corona poética que ceñirá las sienes de un Walter Scott español” (Ibídem).
A partir de La gaviota Fernán
publicará en rápida sucesión numerosos romances, novelas y cuentos menores en
diferentes revistas literarias, tales como la “Revista de ciencias, literatura
y artes de Sevilla” y “El Museo Español”: Lágrimas, Clemencia, Lucas
García (1852), Cuadros de costumbres populares andaluzas (1852), La
familia de Alvareda, Una en otra, Elia, Simón Verda y Un
servilón y un liberalito o Dos almas de Dios (1855).
Además
de estas novelas, publicó unas colecciones de cuentos entre los que se
encuentran Relaciones (1857), Cuadros de costumbres populares
andaluces (1857) y Cuentos y poesías populares andaluces (1859). El
volumen de Cuadros de costumbres populares andaluzas es una obra de
especial interés folklórico, pero más ligera que las otras de la escritora,
ofreciendo un estilo más brillante y policromado que viene a reflejar fielmente
el alma empapada de Fernán por el ambiente vistoso, ligero pero brillante de
Andalucía. Cuentos y poesías populares andaluces es una recopilación de
cuentos y poesías populares.
En 1857, tres factores se conjugaron
para llevarla a la consagración definitiva; por un lado, la edición de sus
obras completas por Mellado, por otro, gracias a la protección de Isabel II,
que la visitó personalmente, y a los duques de Montpensier, regreso
triunfalmente a Sevilla para habitar en concesión real la mansión histórica del
Alcázar, y por último, la publicación de un artículo sobre su obra en “Le
correspondant”, que la convirtió en figura europea.
Y
aunque siguió escribiendo en plácido retiro, lo más importante de la obra de
Fernán estaba ya terminado en 1857. Ahora abandonaba los usos y costumbres de
las diversas clases de la sociedad española que venía trabajando y se inclinaba
hacia una novelística cada vez más idealizada, que ella misma concebía como
“lección edificante”: Un verano en Bornos (1858), Cosa cumplida...
sólo en la otra vida (1861), El Alcázar de Sevilla (1862) y La
corruptora (1868).
Dos duros golpes
tendrá que soportar Fernán: en 1859 su marido se suicida en Londres ante su
imposibilidad de sacar a flote a la familia; su desalojo del Alcázar durante la
revolución de 1868. Pasó entonces a ocupar una casita en la calle llamada “Juan
de Burgos” —hoy “Fernán Caballero”—, número 14 (parroquia de la Magdalena), donde
publicó su última obra: Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares
e infantiles (1877). Allí fallecería a las diez de la mañana del 7 de abril
de 1877.
Su
muerte produjo honda conmoción en España y en el extranjero. Los principales
escritores europeos y americanos le dedicaron calurosos elogios.
3. La teoría
novelística de Fernán Caballero
Tradicionalmente
Fernán ha sido clasificada como el punto final del romanticismo y arranque del
realismo europeo en la España
de la segunda mitad del siglo XIX, aunque quizá sea más exacto afirmar que es
una figura de transición a caballo, entre la narración romántica y el
costumbrismo realista escrito para un público extranjero (la mayoría de sus
obras fueron escritas en alemán o francés), aunque nunca pretendió de una
manera consciente luchar contra ese romanticismo que su padre tanto había defendido.
Lo
que sí es exacto es que Fernán intentó una nueva teoría de la novela que habría
de tener su máximo desarrollo en la época de la Restauración, que no es muy
fácil de elucidar. Defendía cinco principios: 1) naturalidad; 2) verdad;
3) patriotismo, 4) moralidad y 5) poesía. Su grandeza como
novelista está relacionada con los dos primeros. Su desafortunado legado para
la novela española, con los dos últimos.
Fernán
entendía por naturalidad la exclusión de lo novelesco imaginativo:
No
pretendo escribir novelas, sino cuadros de costumbres, retratos, acompañados de
reflexiones y descripciones —privo a mis novelas de toda esa brillante parte
del colorido de lo romanesco y extraordinario [...] Todo lo novelesco tiende a
exaltar a la criatura; yo busco ablandarla, excluyendo o poniendo en mala luz
todas estas pasiones, ya enérgicas, ya exaltadas, que son venenos que vierte el
corazón en la buena y llana vida [...] Pongo pues, lo romanesco en lo no
romanesco (Caballero en Shaw, 1973: 86).
Como
podemos ver en esta cita, el principal interés Fernán radica en apartar
previamente todo lo desagradable del cuadro de la sociedad de la época,
abogando por las “buenas ideas” que den paso firme desde lo romántico hacia un
verdadero documento costumbrista. Fernán defiende repetidamente en sus escritos
la veracidad de su arte: “Hase dicho para rebajar la realidad, según la
propensión de los pesimistas, que inventamos los cuadros que escribimos [...]”
(Caballero en Alvar, 1959, vol. III: 636). Y, en otra ocasión: “Algunos piensan
—sin duda inducidos a ello por la denominación de populares que llevan nuestros
Cuadros de costumbres— que los reproducimos para el pueblo; y esto es un error”
(Ibídem). En estas declaraciones quedan patentes que la escritora entiende por
verdad la sustitución de la inventiva y de la imaginación creadora por la
observación minuciosa de los hechos y la realidad. De ahí que asocie realismo y
costumbrismo a una incansable labor de recolección de anécdotas y leyendas
populares, tradiciones, apuntes sobre paisajes y conversaciones, gente, casas,
actitudes, proverbios, frases, decires, chistes, chascarrillos, coplas,
consejas, cantares y versos —parecido con lo que hace un folklorista actual—,
pero posterior a la labor creadora, es decir, primero hay que tomar una
determinada inspiración, que posteriormente dirija esa labor mecánica de
recolección de “apuntes del natural” (Caballero en Madrigal, 1999: 220) que
ella llamaba su “mosaico” y su “joyero” era la materia prima que vertía en las
novelas que estaba ya preparando. Es curioso que una de sus imágenes
predilectas era la de compararse con un daguerrotipo. Hasta tal punto
esto es cierto, que La familia de
Alvareda la escribió el mismo día que escuchó la narración.
Es
por esto, que a veces se ha pretendido hacer de Fernán una escritora realista,
lo que es a todas luces falso. El realismo no depende solamente de ofrecer una visión exacta de
la realidad observada: depende también de qué aspectos de la realidad se
reproducen. Fernán poseía una técnica totalmente opuesta a la mera fantasía —la misma
técnica que dice usar Pérez Galdós en el prólogo a Misericordia. Pero
ella usaba esta técnica para libertar a la literatura española de los
apresurados esbozos psicológicos, muy en boga en los temas históricos, inspirándose
mejor en lo cotidiano, en la actualidad viva, y representar así algo meramente
pintoresco, a tal grado, que el duque de Rivas comparaba los retratos
fernáncaballerescos con las obras de Velásquez, por su vigor, y con las de
Goya, por su colorido (Sainz de Robles, 1956, vol. II: 154).
Lo
que ella le interesaba era solamente parte de la realidad: esa parte que
se podía adecuar a sus presupuestos morales, característica constante de toda
su producción. Aunque hay autores que aseveran contrariamente que lo
sorprendente y positivo de Fernán es que resistió a la tentación de reducir su
obra a un fin moral, a esquemas y dogmas que probaran y justificaran su propio
sistema ideológico.
Y así llegamos a su segundo grupo de
principios: moralidad y poesía. El arte en sí es fundamentalmente moral, pero
pocas veces lo es oportunamente. No corresponde al escritor tomar por la manga
y gritarle apremiantemente en el oído que el único camino es la virtud.
Desgraciadamente Fernán no lo veía así y, mientras declaraba ser “instintiva e
indesprendiblemente apegada a la verdad” (Ibídem, 87), proclamaba que el bueno
es bueno, con todas las virtudes cristianas; y el malo es malo, con todos los
vicios, por ende, en sus obras combatía sin tregua los vicios sociales, la
falta de fe y el incumplimiento de los deberes cristianos, presentando siempre
una virtud, especialmente la caridad.
No
obstante, hay que subrayar que ni la virtud ni los males que censuraba eran
forjadas fantasías de la privilegiada imaginación de la escritora. Eran y son
la realidad de la vida humana, a cuyo estudio se había consagrado toda su vida.
No de otro modo puede explicarse la poderosa influencia ejercida por Fernán en
España y fuera de ella.
Así,
si la novela era un instrumento de perfeccionamiento moral: “la ética es parte
tan esencial de la novela, que si ésta le faltara, podría colocársele en la
categoría de un culto, fino, tutti i mondi” (ibídem), lo que ella
refleja no es la verdad tal cual es, sino tal como ella desea que sea. Esto
también lo podemos reconocer cuando Fernán, entregada a su gran pasión por Andalucía, se remansa
con primor y deleite en la idealización de los tipos y costumbres populares
andaluces, lo que hace filtrar claros vestigios del modo romántico y lo lejano
que se encontraba el verdadero realismo. Esto y no otra cosa quería decir para ella “poetizar
la realidad”: someterla a un proceso de selección e (inevitablemente) de
deformación que la adecuara a sus ideas.
Hasta
qué punto no se daba cuenta de esto nos lo demuestra, por un lado, su aparente
incapacidad de percibir que verdad y moralidad son a menudo irreconciliables,
dentro o fuera de la ficción, y, por otro, su ingenua veta de paternalismo
hacia sus personajes, humedeciendo de piedad cuantas pasiones hace saltar con
desgarro, por la fuerza de las circunstancias: en Un servilón y un
liberalito, de haber hecho perfecta justicia a ambas partes, cuando el
liberalito en cuestión es un muchacho totalmente desconsiderado, grosero y
alocado, cuyas acciones y actitud contrastan violentamente con la honestidad,
la caridad y la paciencia de sus tradicionalistas huéspedes.
4. Ideología filosófico-política
en su novelística
A los cuatro
principios anteriormente vistos debemos añadir un quinto, que se conecta con la
vida de Fernán más de lo que normalmente suele ocurrir. En sus ficciones tomará
partido por uno de los polos de la contradicción entre una España que todavía
se aferraba a una tradición de espiritualismo cristiano, y una Europa que
comenzaba a ejercer la influencia de una cultura materialista. Defendió lo que
consideraba genuinamente español —lo santo, lo religioso, las costumbres puras
y rancias, el sentir nacional, la familia— frente a la influencia del
positivismo: sobre cualquier canon novelístico predominaba, para ella, el dogma
antiliberal. Por tanto entendió su oficio creativo como la lucha ideológica del
espiritualismo contra el materialismo, que al echar mano del rastreo de
costumbres para frenar el empuje del progreso y de las ideas llegadas al
exterior, irá también tomando la forma de una lucha entre ciudad y campo.
Consideraba que los centros urbanos con su liberalismo era la fuente de la
corrupción y la desgracia, inclusive podemos encontrar a una Fernán preocupada
por el patrimonio cultural cuando en La gaviota, culpa a la
“secularización” de la destrucción de viejos conventos e iglesias. Para ella no
sólo el equilibrio social sino también la felicidad individual se logra
únicamente en la sencillez de la vida del campo, donde se conservan las mejores
tradiciones, a las que las nuevas ideas y las nuevas formas de vida se oponen.
Véase lo que Juan Alvareda, a la hora de la muerte, encarga a su hijo Perico:
“Acuérdate
de mi muerte para no temerla; todos los Alvaredas han sido hombres de bien; en
tus venas corre la misma sangre española y en tu corazón viven los mismos
principios católicos que los hicieron tales. Sé cual ellos, y así vivirás
dichoso y morirás tranquilo” (Caballero, 1985: 165)
Asimismo en La gaviota, Marisalada se corrompe en la
ciudad, causa de que abandone a su marido y pierda la voz, lo que motiva su
desdicha.
En
este sentido, también es característico su patriótico españolismo, normalmente
de origen popular andaluz. En efecto, ya hemos visto que Fernán definía su obra
como cuadros combinados de reflexiones y remozadas descripciones de la
realidad, pero en otra parte la describía como “un ensayo sobre la vida íntima
del pueblo español, su lenguaje, sus creencias, cuentos y tradiciones”
(Caballero en Shaw, 1973: 87). Esto lo advierte la escritora cuando dice que,
después de haber estudiado con cariño los cuadros costumbristas, el desarrollo
de la acción novelesca no es más que una estructura para presentar un amplio
escenario contemporáneo, es decir, realista, para que el público europeo
pudiera tener una idea objetiva de la vida española y, sobre todo, de la
andaluza, y no se desorientara por la exageración. Las numerosas traducciones
de sus obras revelan que el público europeo estaba dispuesto a aprovechar la
oportunidad.
4.
Consideraciones críticas
Algunos
críticos afirman que a pesar de su deseo de objetividad, su obra nunca alcanza
un valor estético ya que adolece de ciertos defectos: la imprecisión y descuido
del lenguaje debido a su deficiente conocimiento del castellano, comprensible
dado su origen alemán; falta de penetración en el carácter y bastante
superficialidad en el análisis psicológico. Pero sobre todo, la fluidez de la
trama queda bastante lastrada por su inoportuna intención católica, que es
reflejada en las largas digresiones moralizantes y los excesivos comentarios de
la autora, generalmente de tono bondadoso, ingenuo, a ratos sonrosado,
melodramático y dulzón.
Finalmente,
los personajes secundarios y los acontecimientos relacionados con ellos están
introducidos por sus connotaciones pintorescas más que por su contribución al
progreso del relato (por ejemplo Galo Pando; Tía Latrana, el Don Modesto de La
gaviota), mientras que las figuras principales tienden a ser idealizadas o
sacrificadas según sus filiaciones religiosas y políticas o según el país a que
pertenecen. Y aunque Fernán evita enormemente los trillados “finales felices”,
en el desarrollo de sus novelas tiende a prevalecer un cierto providencialismo
sobre el libre juego del azar. De este modo, por ejemplo, en Clemencia,
la joven heroína desgraciada en su matrimonio, en vez de recurrir al adulterio,
al suicidio o incluso a una excesiva compasión de sí misma, acepta su suerte
con cristiana resignación. Uno se para a pensar lo edificantemente monótono que
habría resultado todo si el marido no llega a morirse. De un modo parecido en Elia,
la heroína, atrapada en el conflicto entre pasiones y deberes, se retira
silenciosamente a un convento.
Pese
a su persistencia en el fervor de ciertos lectores, el prestigio de Fernán
disminuyó notablemente en el siglo XX, y actualmente nos pertenece mucho menos.
Sin embargo, la mayoría de los autores coinciden en afirmar que aunque no se le
pueda leer se le puede “justificar” —el libro de Montesinos sobre ella se
subtitula “ensayo de justificación” (1961)— por razón de dos méritos
fundamentales: haber acabado con el gusto del público por las malas
traducciones de las novelas románticas inglesas y francesas y haber iniciado en
este mismo público en el gusto por el arte de novelar genuinamente español, que
durante los siglos XVIII y primera mitad del XIX había perdido el brillo que
tuvo en la Edad
de Oro. Con mucho mayor entusiasmo se expresa el apasionado Cejador (en Sainz
de Robles, 1956, vol. II: 154): “Ella revivió la novela castiza española sin
ingredientes románticos; la novela realista y de costumbres de Cervantes,
continuada después por Galdós. Ella dio el primer ejemplo de la novela
regional, continuada por Pereda. Ella fue la primera que introdujo el folklore
o demosofía en España”.
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