jueves, 29 de mayo de 2014


Veredicto

Por: Hugo López Coronel
Óclesis

A la Licenciada


Coser

Obra gráfica de Esmeralda Ruiz
Los de antes habían puesto un primer nombre; lo llamaron El Ciclo, tan simple, y escaso de seudónimos que distrajeran la imagen de la mirada propia después de colocar la huella tras la oscuridad que cede a los brazos del día. La destreza característica es el sello que imprime los pesados andamios entre el caudal de este presente y las imágenes vertidas en dientes encajados, como jornada, el desliz de luz sobre el rostro; el llamado jala hacia tras desde la soledad pasajera cuando los pies desnudos ansían las sandalias y hace de dos tiros desnuda a la ventana de la cocina. Sonia y su faz de sonrisa, interpretada como autoridad heredada por quienes la nombraron Sonia; el cabello aún envuelto sobre los hombros y los olores castaños sobre el cuello con el molde de las letras de receta para el almuerzo. Desde su andar característico aprisiona el agua en la tetera de cristal mientras hurga en la alacena sobre su cabeza. -Sonia, por una parte, guarda los buenos principios a la hora de estar en la cama, pero, por otra, no dependas de la voluntad del que fabrica-. Voltea el rostro y recuerda las huellas sobre el albero. Pone el pulso sobre los botones del horno, suma los nombres de las cuentas para mañana en tanto extiende la mascarilla sobre los platos. La estampa repentina del regalo sin boda trae a la memoria las advertencias sin reparo: el legado del aumento de las masas de agua, de la boca de profecía con sus atavíos, de las cuerdas ciegas violando la nueva noche, la polvareda de los pasos de atrás cuando es entonces el suspiro que revienta y la voluntad firme regresa a los movimientos otra vez de casa. Hace el llamado porque una vez más todos duermen hasta tarde, como siempre sin pena, sus sueños intactos desde la luna y sus vertientes de mar, sin repiques para un escenario terso, petrificado en la cabecera del comedor y enmarcado en madera. Ella llama porque debe hacerlo, porque hay espera como cosecha, porque nacen miedos desde adentro, desde el impulso eléctrico que mecaniza los tendones que llegan hasta la punta de los dedos. Hay un envite y un movimiento; explota el llamado fraccionando el silencio y los clavos de la voluntad se enredan en todas partes. Su voz se escucha y los párpados se abren. 

Viste arracadas y blusa improvisada sin falda corta hasta el tobillo, las manos tibias en los bordes de los costados, el entrecejo dócil y las nalgas firmes de edad temprana mientras tú te sientas a la mesa todavía amodorrado. De primer impacto, su rostro te lleva al antojo, el amanecer castiga por abuso y las prendas se esconden de las manos, aunque, sin ser perfecto, se tenga por principio salir con el portafolios cerrado y la corbata bien puesta debajo del cuello. La miras coquetear con sus encantos, muy lejos de ser la señorita de casa, con el cigarrillo en mano, las mejillas blancas ubicando el rostro y las prendas falsas de la otra. La ves acercarse hasta ti, pone un brazo alrededor tuyo, el vértice de las piernas sobre tu vientre y te estrecha hasta su pecho; te dejas ir en su piel, pierdes el sueño. Desbocado, tu cuerpo derretido se hace en la corriente de la catarata circular que te vuelve a colocar sobre sus labios. Repites la mirada -Las leyes son mi profesión. Te sonríe, se aleja dejándote en silencio y en espera hasta el siguiente crepúsculo. La vista en la puerta sin cerrar es la última imagen que queda tras su partida.

La preocupación de Sonia no es ficticia, sabe que el deambular por la habitación alimenta el fuego de las capuchas en las velas. El recorrido en ascenso hasta la casa del sol la ata a los rezos, a las migraciones de los llantos de quienes alguna vez gastaron el misterio en ser niños. La caminata dentro de casa la instala en los pasillos, en las ventanas y las figuras sobre los muros. Las preguntas son las respuestas a la voluntad de querer explicar todo. Ha descubierto oídos pegados a la hiel, alabastros tejidos de regaños y muelles alertas que albergan navíos que desploman piedades entrañadas. Las cavilaciones de Sonia la llevan a hurgar nuevamente en la alacena y a observar el camino de las manecillas del reloj para hacer otra vez el llamado. Un desliz y sus manos puestas dentro del portafolios la obligan a creer que puede encontrar letras que formen palabras mientras agudiza el olfato sobre la corbata arrancada del cuello y dejada sobre el sillón. Ella se sabe madre, y él, aunque aún duerme, no logra desvestir el secreto de las arracadas guardadas en la bragueta del pantalón. La conjunción de los brazos del mecanismo se hace y entonces, como cada jornada ella llama; pero en esta mañana él no podrá levantarse.

Ya dabas importancia a los paréntesis entre las líneas de los códigos que a su llegada dejó mencionar. La jurisprudencia te resultaba tan confusa como las tildes en los nombres extranjeros de tu geografía extraviada, y de toda aquella disciplina, no siendo tuya, que utilizó para seducirte desde antes de tomar el volante. Sus breves caderas por debajo de ti emularon los callejones que alguna vez recorriste, siempre en busca de incertidumbres mal bordadas en la tela, sembradas, quizá, desde la luna y sus vertientes de mar. Su cuerpo te hizo llegar hasta la habitación, reformar uno de los medios para comprobar la veracidad de las afirmaciones teóricas a través de la confrontación de los contenidos obtenidos como resultado de tu experiencia. Sin darte cuenta, se hizo su ausencia. Había dejado escrito el veredicto en el sabor de tus labios y tus verracos se consumían en la espera por sus besos. La declaración en la que tú, jurado, respondió tras buscar la tarjeta con su número telefónico. La espera en las llamadas del teléfono. Una respuesta. Te dijo su nombre: Sonia. Hace tres meses que la licenciada falleció.

Santa Lucía, Valle de la Cuetlaxcoapan
Agosto de 2006





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