Veredicto
Por: Hugo López
Coronel
Óclesis
A la Licenciada
![]() |
Coser Obra gráfica de Esmeralda Ruiz |
Los de antes habían
puesto un primer nombre; lo llamaron El Ciclo, tan simple, y escaso de
seudónimos que distrajeran la imagen de la mirada propia después de colocar la
huella tras la oscuridad que cede a los brazos del día. La destreza
característica es el sello que imprime los pesados andamios entre el caudal de
este presente y las imágenes vertidas en dientes encajados, como jornada, el
desliz de luz sobre el rostro; el llamado jala hacia tras desde la soledad
pasajera cuando los pies desnudos ansían las sandalias y hace de dos tiros
desnuda a la ventana de la cocina. Sonia y su faz de sonrisa, interpretada como
autoridad heredada por quienes la nombraron Sonia; el cabello aún envuelto
sobre los hombros y los olores castaños sobre el cuello con el molde de las
letras de receta para el almuerzo. Desde su andar característico aprisiona el
agua en la tetera de cristal mientras hurga en la alacena sobre su cabeza. -Sonia,
por una parte, guarda los buenos principios a la hora de estar en la cama,
pero, por otra, no dependas de la voluntad del que fabrica-. Voltea el
rostro y recuerda las huellas sobre el albero. Pone el pulso sobre los botones
del horno, suma los nombres de las cuentas para mañana en tanto extiende la
mascarilla sobre los platos. La estampa repentina del regalo sin boda trae a la
memoria las advertencias sin reparo: el legado del aumento de las masas de
agua, de la boca de profecía con sus atavíos, de las cuerdas ciegas violando la
nueva noche, la polvareda de los pasos de atrás cuando es entonces el suspiro
que revienta y la voluntad firme regresa a los movimientos otra vez de casa.
Hace el llamado porque una vez más todos duermen hasta tarde, como siempre sin
pena, sus sueños intactos desde la luna y sus vertientes de mar, sin repiques
para un escenario terso, petrificado en la cabecera del comedor y enmarcado en
madera. Ella llama porque debe hacerlo, porque hay espera como cosecha, porque
nacen miedos desde adentro, desde el impulso eléctrico que mecaniza los
tendones que llegan hasta la punta de los dedos. Hay un envite y un movimiento;
explota el llamado fraccionando el silencio y los clavos de la voluntad se
enredan en todas partes. Su voz se escucha y los párpados se abren.
Viste arracadas y blusa improvisada sin falda corta hasta
el tobillo, las manos tibias en los bordes de los costados, el entrecejo dócil
y las nalgas firmes de edad temprana mientras tú te sientas a la mesa todavía
amodorrado. De primer impacto, su rostro te lleva al antojo, el amanecer
castiga por abuso y las prendas se esconden de las manos, aunque, sin ser
perfecto, se tenga por principio salir con el portafolios cerrado y la corbata
bien puesta debajo del cuello. La miras coquetear con sus encantos, muy lejos
de ser la señorita de casa, con el cigarrillo en mano, las mejillas blancas
ubicando el rostro y las prendas falsas de la otra. La ves acercarse hasta ti,
pone un brazo alrededor tuyo, el vértice de las piernas sobre tu vientre y te
estrecha hasta su pecho; te dejas ir en su piel, pierdes el sueño. Desbocado,
tu cuerpo derretido se hace en la corriente de la catarata circular que te
vuelve a colocar sobre sus labios. Repites la mirada -Las leyes son mi
profesión. Te sonríe, se aleja dejándote en silencio y en espera hasta el
siguiente crepúsculo. La vista en la puerta sin cerrar es la última imagen que
queda tras su partida.
La preocupación de Sonia no es ficticia, sabe que el
deambular por la habitación alimenta el fuego de las capuchas en las velas. El
recorrido en ascenso hasta la casa del sol la ata a los rezos, a las
migraciones de los llantos de quienes alguna vez gastaron el misterio en ser
niños. La caminata dentro de casa la instala en los pasillos, en las ventanas y
las figuras sobre los muros. Las preguntas son las respuestas a la voluntad de
querer explicar todo. Ha descubierto oídos pegados a la hiel, alabastros
tejidos de regaños y muelles alertas que albergan navíos que desploman piedades
entrañadas. Las cavilaciones de Sonia la llevan a hurgar nuevamente en la
alacena y a observar el camino de las manecillas del reloj para hacer otra vez
el llamado. Un desliz y sus manos puestas dentro del portafolios la obligan a
creer que puede encontrar letras que formen palabras mientras agudiza el olfato
sobre la corbata arrancada del cuello y dejada sobre el sillón. Ella se sabe
madre, y él, aunque aún duerme, no logra desvestir el secreto de las arracadas
guardadas en la bragueta del pantalón. La conjunción de los brazos del
mecanismo se hace y entonces, como cada jornada ella llama; pero en esta mañana
él no podrá levantarse.
Ya dabas importancia a los paréntesis entre las líneas de los
códigos que a su llegada dejó mencionar. La jurisprudencia te resultaba tan
confusa como las tildes en los nombres extranjeros de tu geografía extraviada,
y de toda aquella disciplina, no siendo tuya, que utilizó para seducirte desde
antes de tomar el volante. Sus breves caderas por debajo de ti emularon los
callejones que alguna vez recorriste, siempre en busca de incertidumbres mal
bordadas en la tela, sembradas, quizá, desde la luna y sus vertientes de mar.
Su cuerpo te hizo llegar hasta la habitación, reformar uno de los medios para
comprobar la veracidad de las afirmaciones teóricas a través de la
confrontación de los contenidos obtenidos como resultado de tu experiencia. Sin
darte cuenta, se hizo su ausencia. Había dejado escrito el veredicto en el
sabor de tus labios y tus verracos se consumían en la espera por sus besos. La
declaración en la que tú, jurado, respondió tras buscar la tarjeta con su
número telefónico. La espera en las llamadas del teléfono. Una respuesta. Te
dijo su nombre: Sonia. Hace tres meses que la licenciada falleció.
Santa Lucía, Valle de la Cuetlaxcoapan
Agosto de 2006
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