sábado, 31 de mayo de 2014

Dignificación proletaria y antiburguesía humanitario-romántica como aurora del drama social en el teatro tardío de Joaquín Dicenta*   

Francisco Hernández Echeverría



Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad.

Montesquieu

 La injusticia es una madre jamás estéril: siempre produce hijos dignos de ella.
 Adolphe Thiers


             Presentación

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De entre los numerosos objetivos que tiene Óclesis. Víctimas del artificio, dentro de sus denominadas “Jornadas Ocléticas”, uno es significativo: poner al día escritores raros y olvidados, tanto nacionales como extranjeros. Una actitud que nos coloca como un grupo cultural independiente gustoso por lo que la academia ha desatendido, ignorado, marginado y que hasta cierto punto “olvidado”, ya sea por tornarse heterodoxo, extravagante, desdichadamente consciente o porque simplemente no cumple con las exigencias de la promoción auspiciada por el mercado cultural.
            Nuestra bibliofilia nos ha llevado al extremo de arrojarnos sobre aquellas librerías de viejo para hacer vívido cualquier hallazgo que nos haga sentir que estamos “rescatando” de la ignominia a esos autores que ya nadie interesa.
            De ahí esta propuesta, este abordaje a la figura de Joaquín Dicenta y Benedicto, un dramaturgo que en su momento gozó de los laureles de la fama, pero que la ingratitud no del tiempo, sino de los mismos hombres —quizá por la incómoda temática que planteó en su obra—, lo sepultaron tanto en su país, seguramente por el advenimiento del franquismo, como de estas tierras, donde se considera un milagro que, como ha sido el caso de muchos otros escritores, se tenga referencia acerca de su obra y vida y que ahora compartimos felizmente en este número inaugural de la revista Calmecac-Tehuacán de la Universidad del Valle de Puebla.
            Nuestro comentario se dividirá en tres partes. En un primer momento plantearemos una introducción que es más bien un breve marco contextual. En un segundo tiempo, analizaremos lo que consideramos es el tema nuclear: las obras de lo que se ha dado en llamar el “Dicenta tardío”, y mostrar de manera plausible como éstos dramas ya presentan cierta madurez capaz de develar la verdadera intencionalidad del autor en cuanto a su “cuestión social”, más allá de cierta crítica que la ha reducido a una simple participación individualista y moral. Para finalmente, en un tercer apartado, hacer un esbozo biográfico de nuestro personaje con una conclusión que nos brindará la oportunidad de redimirlo del aciago olvido académico.


I. Introducción: de la paralización de las formas dramáticas al drama de Echegaray

Desde el declive del romanticismo hasta la aparición de Henrik Ibsen la situación del teatro en Europa dejó mucho que desear. España no era una excepción. De hecho la decadencia del drama español del siglo XIX era sólo una consecuencia del sorprendente contraste entre la floreciente tradición romántica y la escasísima producción de obras significativas con marco contemporáneo. La creación literaria sufre una pérdida de nivel general entre mediados de la década de 1840 y la Revolución de 1868. Los dos tipos de obras de teatro que habían prevalecido hasta entonces, la comedia post-moratiniana y el drama romántico propiamente dicho, ya habían cumplido su función. El hombre de mundo de Ventura de la Vega anunció la posibilidad de una renovación del drama a gran escala. Pero, a pesar de que algunos críticos se daban, en mayor o menor escala, cuenta de que había llegado el momento de “libertar el drama antiguo de cuanto es incompatible con nuestras nuevas costumbres” esta renovación no se llevó a efecto (Bermúdez de Castro en Shaw, 1976, vol. V: 125).
            En su lugar sobrevivió inevitablemente en la obra de Francisco Villaespesa y de Ángel Guimerá y Marquina el drama histórico, puesto de moda por el romanticismo, prolongándose artificialmente y en progresiva degradación hasta los primeros años del siglo XX. El anacronismo de este hecho quedó de manifiesto cuando Armando Palacio Valdés, al hacer la crítica de Un grano de arena de Antonio García Gutiérrez, en 1881, se dio perfecta cuenta de que, en cierto modo, estaba haciendo la competencia a Mariano José de Larra, autor de la crítica de El trovador cincuenta años atrás, ¡mucho antes de que el propio Palacio hubiera nacido! Como hemos visto, los dramaturgos románticos habían pagado regularmente su deuda a Leandro Fernández de Moratín mientras iban realizando la renovación del teatro español. De igual modo, durante las décadas siguientes, los principales autores dramáticos continuaron estrenando esporádicamente dramas históricos, más o menos chapados al viejo estilo, en medio del tímido alborear de la naciente alta comedia, cuyo interés se orientaba hacia el planteamiento de problemas morales y sociales en un marco contemporáneo. El teatro de Gertrudis Gómez de Avellaneda que, como el de Tomás Rodríguez Rubí, es de transición, ilustra perfectamente el caso.
Al paso del siglo XIX, y en especial desde la muerte de Fernando VII, el teatro español va reflejando con bastante realismo la sociedad de su época, el margen de las evasiones románticas. Una galería de autores, empezando por Manuel Bretón de los Herreros hasta Manuel Tamayo y José de Echegaray, jalonan esta tendencia de literatura testimonial, compartida con las composiciones costumbristas y el auge de la novela.
El período de alta comedia de Tamayo se sitúa entre su obra sobre el tema de Juana la Loca, Locura de amor, que obtuvo un éxito de grandes proporciones en 1855 y su obra maestra, Un drama nuevo (1867), localizado en la Inglaterra isabelina. Adelardo López de Ayala, antes de dedicarse a temas contemporáneos, contribuyó en 1851 con Un hombre de estado, inspirado en la muerte de Rodrigo Calderón, y Rioja (1854). La única obra de teatro significativa de Gaspar Núñez de Arce, El haz de leña (1872), trata del tan manoseado tema del hijo de Felipe II, don Carlos. Muchos dramaturgos menores como Florentino Sanz (Don Francisco de Quevedo, 1848) y Narciso Serra (La boda de Quevedo, 1854), los colaboradores dramáticos Francisco Luis de Retes y Francisco Pérez Echevarría (La Beltraneja, 1871), Carlos Cuello (La mujer propia, 1873), Marcos Zapata (El castillo de Simancas, 1873) y F. Sánchez de Castro (La mayor venganza, 1874) contribuyeron a mantener vivo el género, hasta que recibió savia nueva con las fecundas obras de José de Echegaray.
Los dramas de Echegaray presentan la paradoja de aplicar una rígida lógica teatral a situaciones cargadas de melodramatismo. En el planteamiento, desarrollo y desenlace tienen una claridad matemática, infalible. Pero en el fondo de las situaciones son falsas y los personajes de una pieza, inflexibles.
            Es evidente que en un teatro así, el individuo, el hombre de carne y hueso, sujeto de todo drama perdurable, no interesa. Es un teatro ideológico e idealista que parte de contrastes absolutos, sin matiz, de seres que se revuelcan en el cieno o que son todo pureza ideal.
            En las ideas funde igualmente Echegaray lo calderoniano, lo romántico, con unos imperativos de consciencia, inspirados en Ibsen o en un vago idealismo nórdico del que sólo toma lo externo. Sus dramas giran todos en torno a dos puntos centrales, honor y deber estrictos, y terminan siempre en muerte, en tragedia. En el estilo usa el verso o el verso alternado con la prosa que al fin termina, con evidente acierto, por preferir.
            A semejanza de los otros dramaturgos de su generación, en sus primeras obras cultiva el drama de tipo romántico-histórico del que es el mejor modelo La esposa del vengador o legendario como En el seno de la muerte; pero sus obras más características son los dramas de tesis. A este tipo pertenecen entre otros O locura o santidad y El gran galeoto, sus dos obras maestras; la primera, una tragedia basada en los escrúpulos de consciencia del protagonista don Lorenzo que quiere sacrificar la felicidad de sus seres queridos a lo que él cree su deber; la segunda, estudio de los efectos que la maledicencia produce en la sociedad moderna. Otros dramas suyos giran en torno a los siguientes temas: los efectos del libertinaje que redundan en el dolor de los hijos: Vida alegre y muerte triste; los males del egoísmo en la sociedad capitalista: Mancha que limpia y La última noche; sátira social del arribismo: A fuerza de arrastre.
Es Echegaray el primer dramaturgo español que imita directamente a Ibsen en el Loco de Dios y en El hijo de don Juan, adaptación de Espectros del dramaturgo noruego.
Los fáciles triunfos obtenidos por el autor de El gran galeoto suscitaron la imitación de unos cuantos dramaturgos, cuyos nombres llenan el panorama teatral de la época hasta la aparición de Jacinto Benavente. Suelen ser integrados en la impropiamente llamada “escuela de Echegaray”; impropiamente, decimos, porque no siempre siguen el ejemplo del maestro. Unas veces se ajustan, es cierto, a su manera sentenciosa, que exageran en más de una ocasión; otras, tienden a un naturalismo muy en boga por aquellos días en el extranjero, basándose para desarrollarlo en temas preferentemente de índole de crítica social y con tendencias hacia un teatro más realista, de donde sobresalen los nombres de Leopoldo Cano, Eugenio Sellés, José Feliú y Codina, Enrique Gaspar y Joaquín Dicenta.
Será éste ultimo quien producirá verdadera sensación junto con Galdós, por introducir el drama serio, con ideas de honda preocupación social entre los últimos años del siglo XIX y los comienzos del XX


            II. El Dicenta tardío como aurora del drama social

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La personalidad del cronista, novelista, periodista y dramaturgo Joaquín Dicenta quedó súbitamente definida por su profunda inquietud en el terreno social, cuya máxima representación, no sólo del autor, sino también de la época, es Juan José, drama libertario puesto en escena en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1895. Frente a los elegantes decorados burgueses del teatro comercial, Dicenta trata aquí el enfrentamiento entre patronos y obreros dentro de una taberna frecuentada por albañiles.
Independientemente de los indudables méritos de Juan José, el escándalo y la prohibición de la representación de la obra por parte de varios obispos españoles debido a que el autor había revelado franca simpatía por el movimiento socialista, contribuyó a que fuera llevada a las tablas infinitas veces en todos los teatros de España, convirtiéndola en una especie de heraldo y adalid de un teatro socializante. Juan José inaugura una nueva tendencia dramática en los escenarios españoles y la crítica la eleva a manifiesto socialista. Gracias a dicho signo sociopolítico, llegó a proponerse, a raíz de la muerte de su autor, como obra de representación anual y semiobligada en los festejos populares del Primero de Mayo, ni más ni menos como se ha venido haciendo hasta época reciente con Don Juan Tenorio a principios de noviembre
Preso entre dos “generaciones” literarias —la de la Restauración y la finisecular— heredero de una y precursor en cierta medida de la otra, su personalidad “rebelde” fue también un obstáculo para que Joaquín Dicenta se adhiriera a una escuela o grupo.           No obstante hay quienes lo ubican en la denominada “Generación del 68”.
El bilbilitano cultivó todos los géneros con fortuna varia: periodismo, poesía, narraciones de viaje, novela y cuento; pero fue en el teatro donde cosechó sus mayores éxitos; y, dentro del teatro, en el drama social, que representa lo más granado de su producción. Tiene asimismo dramas románticos: El suicidio de Werther (1887), Honra y vida (1888), La mejor ley (1889), La conversión de Mañara y piezas musicales (zarzuelas y sainetes): El duque de Gandía (1894), Curro Vargas (1898), La cortijera (1899), Raimundo Lulio, Juan Francisco, Entre rosas, casi todo ello en verso. De los dramas sociales, ya en prosa, cabe destacar: Juan José (1895), El señor feudal (1896), Aurora (1902); Daniel (1906), El lobo (1913) y Aurora. Todavía al margen de esta división tripartita —piezas musicales, drama romántico y drama social— pueden señalarse varias obras de gran intensidad educativa y bastante psicológicas: Los irresponsables (1892), Luciano (1894), Sobrevivirse (1911), Amor de artistas (estrenada en el teatro de Novedades de Barcelona el 14 de julio de 1907), Confesión y De tren a tren. Y aunque todas estas obras hoy han caído en el olvido, el tiempo sólo ha dejado vivo Juan José.
De los anteriores títulos y fechas se deduce con toda claridad que Dicenta fue derivándose hacia temas de conflicto proletario con una pasión tan honda, violenta y un tanto efectista y artificiosa como Echegaray lo había hecho con los aristócratas y burgueses de su época, y con los procedimientos romancescos de Tamayo y Baus, añadiéndole la preocupación por las cuestiones sociales.
Es aquí donde ha de buscarse la peculiar personalidad de este escritor, y es aquí donde nos vamos a detener en una brevísima apostilla a sus tres o cuatro obras más representativas. Juan José es la primera, no sólo cronológicamente, sino también por su mayor éxito y significación, ya que se considera en España como uno de los primeros intentos de drama de tono socialista o comprometido.
El argumento de Juan José se desarrolla cuando el albañil Juan José, hijo de padres desconocidos, vive en amasiato con Rosa, muchacha hermosa y amable de su misma clase, pero más inclinada al lujo que a las privaciones inherentes a su estado social. Si convive con el obrero es sólo porque se siente atraída por su “hombría”, pues le ha visto repetidas veces enfrentarse valientemente con algunos “señoritos” patrones. Uno de estos, Paco, maestro de la obra donde trabaja el protagonista, galantea a la joven, no perdiendo ocasión de dirigirle requiebros, aun en presencia de Juan José. Éste, que vive solo en el mundo y que ha puesto en Rosa todo su amor, está celoso. Del lado de Juan José están Perico, que sueña con la libertad, e Ignacio y Andrés, que no creen en nada, y que soportan la situación en que se encuentran, sin que se les pase por la mente cambiarla. Completa el panorama Toñuela, la mujer de Andrés, fémina honrada y sufrida, y la vieja Isidra, tipo celestinesco, buena bebedora, codiciosa de dinero y por tanto, al servicio de los intereses amorosos del “señorito” Paco.
Frecuentemente Isidra visita la casa y hace cuanto puede para separar a Rosa de Juan José, dándole a entender a la muchacha, que aceptando el amor de Paco, pasaría de la pobreza a la riqueza. Un día, con sus malas artes, consigue la bruja combinar una cita en la taberna entre Paco y Rosa. Juan José los sorprende y la emprende contra Paco. Después de recíprocas amenazas los dos rivales están a punto de llegar a los golpes, pero son contenidos por sus amigos.
            Al día siguiente Juan José es despedido; y como no consigue hallar trabajo en otra parte, la miseria no tarda en apoderarse de su casa. Isidra se aprovecha de ello para llevar a Rosa alguna comida y leña para calentarse y para hablarle de Paco, pero Juan José, adivinando que algo se oculta en aquellos hipócritas e interesados favores, la echa de su casa, y se decide a robar para mantener a su Rosa; pero es detenido y condenado a ocho años de cárcel. Soporta con paciencia su reclusión con la sola esperanza de, una vez cumplida su condena, unirse de nuevo a Rosa, vivir como hombre de bien y ser feliz a su lado. Pero una carta de su amigo Andrés le informa de que Rosa se ha convertido en la amante de Paco, y que lleva con él una vida de lujo. Juan José llevado por su desesperación, logra fugarse y matar a Paco, y cuando Rosa, fuera de sí, confiesa que amaba al señorito y lo amará siempre, Juan José la estrangula; después se arroja llorando sobre el cadáver y espera pacientemente la llegada de la justicia.
Como personaje, Juan José es hermano del villano con consciencia de honra y de dignidad personal del teatro de Lope de Vega, sólo que vestido de proletario y habitante no de la aldea, sino de la ciudad. Frente a él, como antagonista, se levanta no ya el noble que abusa injustamente del poder, sino el “señorito” patrono, sólo que su función dramática es menos la del patrono que la de rival con dinero. Se funden en este famoso drama realista, el espíritu tradicional del teatro español y la observación de tipos contemporáneos. Obra popular por su emoción fácil y comunicativa, que brota de las fuentes profundas de la sensibilidad, este drama ofrece “la factura límpida y sencilla de las obras realizadas por el ímpetu de la inspiración genial” (Boselli en Porto-Bompiani, 1959, vol. VI: 264).
Más sociales son otras obras de Dicenta, aunque teatralmente no alcancen los logros de Juan José. En El señor feudal, por ejemplo, aunque el drama ya tiene ciertos visos socialista, el argumento sigue siendo —como escribe el crítico Torrente Ballester— “el tan manido esquema inventado por Lope: una moza campesina engañada por un señorito y vengada por su hermano” (en Ruíz Ramón, 2000: 364).
Todavía el socialismo, en su típica manifestación de lucha de clases, aparece más claro en Daniel. Aquí el protagonista es un doctrinario, que lleva a la práctica sus principios. Mata a sangre fría, de una manera consciente, para dar satisfacción a su dignidad ultrajada y, a la vez, por un imperativo de justicia social: “Daniel es el odio; el odio que marcha majestuoso, indominable hacia los grandes días justicieros del porvenir”, dirá la escritora Rosario de Acuña y Villanueva en una carta abierta dirigida a Dicenta en 1907.
El lobo, cuya acción se desarrolla en un presidio, se reduce a una moderada crítica del régimen penitenciario. Abunda en tópicos y efectos melodramáticos, por lo que señala un evidente descenso en la producción del autor. Dicenta mismo se había dado cuenta de que el tipo de drama por él encarnado estaba agonizando para dejar paso a obras de otra índole. Escribe en ¡Quién fuera tú! (1916), una de sus novelas: “La vida don Anselmo se deslizó como una comedia plácida, de escenas vulgares […] algo parecido a lo que llaman ahora comedia de matices”. La alusión al teatro de Jacinto Benavente no puede ser más clara. Otros dramas y comedias dignos de mencionarse tenemos: El crimen de ayer (1907) y Lorenza (estrenada en el teatro de Novedades de Barcelona el 18 de julio de 1908).
En una sociedad marcada por el analfabetismo y las desigualdades, Dicenta se preocupó por escribir obras dentro de la línea de la educación, o si se quiere mejor, de intención psicológica, entre las que podemos aludir Sobrevivirse (interpretada por la famosa actriz María Guerrero) y Confesión. La primera, con cierto fondo autobiográfico, aspira a reflejar la tragedia de un autor dramático que pierde el favor del público por aparición de nuevas tendencias o gustos. El artista transige, cede, va doblegándose, hasta que no puede más y acaba por suicidarse. La segunda, adquirió particular interés, al ser señalada por algunos como precedente directo de La muralla de Joaquín Calvo Sotelo. Buena parte de la crítica ha querido ver en esta famosa comedia, uno de los mayores éxitos del teatro español contemporáneo, un simple plagio del drama de Dicenta. La acusación llegó a plasmar en forma de querella formulada por una hija de Dicenta ante el correspondiente Juzgado, el que se apresuró a emitir su fallo favorable a Calvo Sotelo, reconociendo la originalidad de La muralla. La verdad es que las innegables analogías de argumento y situación ente las dos obras puede perfectamente atribuirse a meras coincidencias, muy frecuentes en el teatro de todas las épocas; y puestos a buscar precedentes a La muralla, no sería difícil hallarlos, al margen de Confesión. Por ejemplo: O locura o santidad, de Echegaray; Era un santo, del padre Luis Coloma, etc. El hombre enriquecido a costa de la miseria del prójimo, y cuya fortuna se basa por tanto en un hecho delictivo, abunda en todas las latitudes; y el problema de condenación o devolución que tal estado de cosas plantea a un espíritu cristiano que debe ser harto reconocido para muchos confesores (Díez-Echarri, 1984, vol. II: 1035).
Como novelista, Dicenta alcanzó gran fama moviéndose en la misma línea sociológica de sus más características obras dramáticas. Casi todas sus narraciones, más bien breves, fueron apareciendo en colecciones de la época, tales como: “El cuento semanal”, “Los contemporáneos”, “La novela corta”, etc.; y se distingue por su crudeza y brusquedad; brusquedad y crudeza que afecta no sólo al lenguaje, sino también a las situaciones. Basándose en ello, Sáinz de Robles (1957: 68-69) ha podido señalar a Dicenta como “un precursor del tremendismo o tremebundismo actual, tendencia novelística que nuestro autor empezó a cultivar con fortuna hace bastantes años, sin dárselas por ello de innovador ni adoptar actitudes extravagantes”. Sus novelas más logradas son: El caudillo, Galerna (1911), Los bárbaros (1912), Encarnación (1913), Paraíso perdido, De piedra a piedra, De la vida que pasa (1914) y Mi Venus (1915). Si hablamos de sus cuentos, sobresale El Spoliarium y Los de abajo.
Como cronista expresa sus viajes de manera amena y con vigorosa sobriedad, mereciendo citarse obras magníficas tales como Por Bretaña, Mares de España y la serie titulada Tinta negra (Prampolini, 1941, vol. XI: 65); como traductor pasó al español el drama catalán de Santiago Rusiñol, titulado El místico.
Su labor periodística giró en torno a la militancia y al compromiso del hombre con la sociedad. Y su preocupación por la educación lo hizo escribir un bello informe titulado “La enseñanza primaria en Madrid”, el cual sigue siendo uno de los pocos documentos serios sobre el analfabetismo de la época.
Como se ha mencionado anteriormente, Joaquín Dicenta, un “Primer Dicenta”, se inició escribiendo una serie de dramas en verso en los que se muestra como neto heredero o epígono de la solemnidad echegarayesca, pero que en ciertas ocasiones, por sus matices efectistas, retoricismo exuberante, derroche de palabras y el valor costumbrista en los tipos principales, se emparenta también con el teatro postromántico.
Poco a poco se hizo más sobrio y realista, más moderno, pero sin renunciar a esa herencia romántica más o menos visible o fondo de romanticismo íntimo que, como dice Sáinz de Robles (en Valbuena Prat, 1983: 192), tiene la “extraordinaria sinceridad, realismo y energía” para mover figuras, pasiones y trama que animan temas de asunto social; acaso este desequilibrio entre el sentimiento y el marco ambiental, en muchos casos, explique la extrañeza que produjo este “Segundo Dicenta” o “Dicenta tardío” a sus contemporáneos, principalmente en la formación intelectual de la “generación del 27”, cuya extrañeza fue más bien retórica, que real.
En cuanto a ese fondo romántico en el que hay un arsenal de tópicos reales, ideológicos, populares y sociales, la opinión de la crítica se ha divido en dos bandos: 1) Los que consideran que el realismo y lo social del Dicenta tardío, son simples elementos del fondo romántico; por lo tanto, la “cuestión social” —como la llama García Pavón (1962)— sirve a su drama. Entonces su éxito se explica porque la mayoría lo consideraba un melodrama moral (consciencia  individual y moral); 2) El segundo grupo ven el fondo romántico más como un acierto informativo del dramaturgo para fallar a favor de propagar doctrinas igualitarias; por lo tanto, el drama sirve a la “cuestión social”. Entonces su éxito se explica porque la mayoría lo consideraba un melodrama social (consciencia de clase).

1) Primer grupo: el Dicenta tardío es un autor que gira en torno al drama moral. El primer grupo de críticos ha sido el más influyente. Para ellos,  Dicenta, a diferencia de Cano y Sellés, o de otros oscuros escritores de su tiempo —que son escritores por puro accidente— es, ante todo, un dramaturgo para quien el teatro es sólo instrumento de creación literaria o estéticamente valiosa, lo que hace imposible llevar a las tablas cualquier pretensión panfletaria al servicio de una urgente ideología de combate, ya que de lo contrario la obra adquiriría un cariz de “vulgar instrumento de presión” (Véase Raimondi, 1987: 734).
            Tomando como ejemplo el Juan José, este grupo argumenta que el escenario en el que se desenvuelve el drama efectivamente es real (las costumbres exteriores, los trajes, el idioma de los tipos pertenecen a la época y están reproducidos con gráfica fidelidad), pero los caracteres, las almas, resultan, a pesar del indudable dramatismo que desarrollan, tan arcaicos y legendarios como los personajes de Víctor Hugo porque bajo la chaqueta de Juan José se esconde el hidalgo con toda su altanería fanfarrona. Por tanto, dentro de aquel típico casticismo local, madrileño, que anima el realismo del dramaturgo, realismo conseguido al nivel de la palabra, todavía persiste la vieja almendra del romanticismo, decisivo aún en la estructura misma de la acción y en la psicología de los personajes.
            Así, más que un drama social, Juan José es un drama de pasiones individuales (honor, amor o, mejor aún, de celos) inserto en un medio proletario, ya que Rosa ni siquiera ha cometido adulterio, puesto que ninguno de los dos era casado. Además, la causa que genera el asesinato, como reiteradamente observan los personajes, radica en el carácter de Juan José, y no por el anarquismo, ni por el socialismo: es un enamorado que roba y mata no por necesidad material ni por anhelos de desquite social (Salas, 1991, vol. II: 652). Si éste surge a lo largo de la obra es incidentalmente, como algo secundario y ajeno a mecánica social alguna como lo indica la trama, y aparece más bien como una mecánica dramática.
Por lo tanto, la “realidad social” no tiene más función dramática que servir de ocasión para hacer posible la escena final: el dramaturgo, tal como ha plateado su obra, necesita para el desarrollo de la acción, realistamente construida —queremos recalcar que nos referimos sólo a la construcción— que Rosa se quede sola —y por eso enviará a Juan José unos meses a la cárcel— para convertirse en la amante de Paco, que, por otra parte, se porta con ella como un hombre enamorado y que nada tiene de monstruoso. La situación final está, pues, dramáticamente preparada. Juan José escapará de la cárcel y matará al rival (no al patrono) y a la amada infiel. La situación de paro, de hambre, de imposibilidad de encontrar trabajo, el robo como única salida y la cárcel tienen, primariamente, función dramática. La “cuestión social” sirve al drama, y no el drama a la “cuestión social”. Lo social no es ni siquiera un coadyuvante o condicionante del conflicto, sino un simple elemento del drama. Cierto que Juan José se queja con violencia de no encontrar trabajo, pero los responsables de tal situación no tienen papel alguno y no aparecen insertas en la acción las causas de tal situación. No hay protesta ni denuncia ni apenas consciencia social en ninguno de los personajes. El impacto del drama sobre el espectador y su relación con el drama social estriba en la nueva dignidad dramática —palabra y actitud— del personaje proletario, en la dignidad individual de las dramatis personae, pero no en su significación social. Dicenta dignifica el papel del proletariado como personaje, pero no socializa la materia dramática.
            Efectivamente Dicenta tiene en la historia literaria el mérito de haber introducido en los escenarios la corriente socializante que se pondría en boga a principios del siglo XX, pero, gracias a su tono melodramático y maniqueista, el de Juan José y el de El señor feudal es un socialismo simplista, un socialismo que se conforma con un pedazo de pan y respeto de la honra, un socialismo resignado e incapaz de enfrentarse con el auténtico problema socialista, que es la lucha de clases. Los personajes, llámense Daniel, Jaime, el Lobo o Juan José —éste en menor grado—, se rebelan contra unos usos, unas instituciones y un estado vigente, porque tienen consciencia del papel que desempeñan dentro de la sociedad, papel fundamentalísimo al que la misma sociedad no responde, al menos así lo creen ellos, en la forma justa y debida. Y en esa consciencia radica la diversificación de estos personajes. Cuando Peribáñez mata al comendador de Ocaña o cuando asesina al suyo el pueblo irritado de Fuenteovejuna, no lo hacen en nombre de principios sociales ni guiados por el afán reivindicador, sino pura y simplemente en defensa de su honra, conscientes de que cometen un crimen y deben responder de él, como lo hacen, ante la autoridad real. En otras palabras, obran como en circunstancias análogas obraría un burgués enamorado de Rosa: asesinado a su rival en ciego ataque de celos. Nada, pues, de reivindicaciones de tipo proletario; crimen pasional simplemente. “Si con este motivo, y al socaire del argumento, el autor quiere largarnos su prédica socialistoide, está en su perfecto derecho” (Díez-Echarri, 1982, vol. II: 1034).
De este modo, en Juan José se admite la vejación social; pero no las ofensas al honor, por tanto, sigue siendo, ante todo, un drama de celos”. Incluso hasta los personajes se expresan como quien está ya de vuelta a ciertos métodos violentos y considera la igualdad de clases pura utopía. Dice Ignacio, uno de los compañeros de Juan José:

También me he echao a la calle yo, y he andao a tiro limpio en las barricás, y hasta renquo de un balazo que ame atizaron en esta pierna… Pues oye, albañil, era y albañil soy; diez reales ganaba y diez reales gano; los que me metieron en el ajo van en coche y yo a pie; ellos sacaron de las barricás una excelencia y yo un mote. A ellos les llaman el excelentísimo señor don Fulano de Tal y a mí Ignacio el Cojo.

Y como, a pesar de todo, insiste en que estaría dispuesto por vengarse de quienes le explotan a tirarse otra vez a la calle, y hasta “perdería con gusto las dos piernas”, otro de los compañeros, Andrés, le interrumpe: “Como no las pierdas hasta entonces, irás al cementerio andando”. No obstante, Dicenta es el autor por excelencia de Juan José, como lo es Zorrilla de Don Juan Tenorio, Cano de La pasionaria y Marquina de En Flandes se ha puesto el sol.
Si se dirige la mirada ahora a El señor feudal, Torrente Ballester señala la aparición de algunos tipos, que pueden considerarse hasta cierto punto de “una mentalidad nueva y curiosa” en el teatro español: el administrador, que se enriquece a costa de su señor y niega a los demás los derechos que en otro tiempo reclamaba para sí; el aristócrata marqués de Atienza, que antes que rico sabe ser señor, frente al tío Roque, que no sabe ser señor y sólo acierta a presumir de rico; pero el verdadero “personaje nuevo” será Jaime, obrero autodidacta que ofrece todo un ideario renovador: considera a la esposa como compañera que comparte los mismos problemas y preocupaciones que el marido; sueña en la redención por el trabajo, en la ley de su propio esfuerzo como timbre de nobleza y dignidad, y en el orgullo como algo inherente al hombre prescindiendo de su situación en la escala social.
Pero esta mentalidad nueva no alcanza en el drama suficiente objetivación. El dramaturgo no consigue convertir la nueva mentalidad, patente en la palabra del personaje, en fuente directa y determinante de la acción, tal como ocurre en El honor de Sudermann, o en Los tejedores de Hauptmann, sólo que dentro de la especial problemática española. En la estructura del drama social español —y eso le da un carácter muy específico en el panorama del teatro social europeo— los contenidos éticos juegan un papel predominante, hasta el punto de que el eje en torno al cual giran los conflictos tienen una función dramática directa con la vieja mentalidad tradicional de carácter moral e individual, e indirecta con la nueva mentalidad de carácter social. El choque de clases, cada una con su distinta problemática socioeconómica es, en realidad, no tanto un choque de clases, sensu stricto, como un choque de personas morales, y, en ellos de sistemas de valores éticos. Es decir, los representantes de las clases sociales, conflictivamente  enfrentados, representan mucho menos una clase social que un individuo moral. Las motivaciones de la acción que determina el desenlace y, por tanto, el sentido último del drama, tienen su raíz, consecuentemente, “no en la consciencia de clase, sino en la consciencia de la propia individualidad. Y esta consciencia es fundamentalmente moral” (Torrente Ballester en Ruíz Ramón, 1990: 1024-1025 y 2000: 365).

2) Segundo grupo: el Dicenta tardío es un autor que representa la aurora del “drama social”. Este segundo grupo de críticos consideran que seríamos injustos si no reconociésemos el efectivo valor del drama tardío dicentiano cuando denuncia de la manera más insobornable, entreverando disputas de honor, los enfrentamientos de clase de las últimas décadas del siglo XIX. Verdad que sus obreros no parece que hayan existido en realidad debido a ese fondo romántico, melodramático y maniqueo en el que se mueven, pero es indudable que el autor aprovecha técnicamente esta vía sentimental y anecdótica para desarrollar un teatro preocupado por practicar una literatura de tono crítico y comprometido con la situación del proletariado de la época (Valbuena Prat, 1983: 192); aunque definitivamente no aparecerá con la belleza literaria que se plasmó en obras coetáneas y posteriores de un teatro proletario a lo ruso.
            De este modo, pese a las observaciones de los críticos anteriores, tanto Juan José como El señor Feudal, a través de la escena de conflicto que recrean se refracta también la cruenta lucha de clases que engendra el paro, la miseria, el hambre y la injusticia provocados por el capitalismo restauracionista de finales del siglo XIX. Ahora bien, si tomamos el caso de Daniel, el asunto es más claro, pues podemos darnos cuenta de que ahora sí el sentimentalismo humanitario de Dicenta lo empuja hacia la depuración temática para hacer que la tragedia sea provocada bajo un principio de justicia colectiva en todos los postulados sociales más que con los de la consciencia personal; y, al eliminar a ciertos seres, se eleva al plano general de lucha de clases una cuestión particular (Sáinz de Robles, 1956, vol. II: 325),
            Con base en lo anterior, las obras dramáticas del Dicenta tardío se pueden considerar como un típico modelo de aquel generoso romanticismo socialista que tanto cundió en los países latinos.
            Y aunque en gran parte, se consiguió la intervención de personajes de la clase proletaria, los dramas de Dicenta no alcanzaron en ningún caso la fuerza teatral de novela realista o costumbrista.
Efectivamente, aunque para algunos estudiosos Dicenta es un personaje representativo del género costumbrista, es decir, un hombre que a través del drama mostraba los usos y costumbres sociales pero sin recurrir al análisis de dichos usos y costumbres que relataba, viene a ser más bien, al igual que José López-Pinillos con su Esclavitud, la liquidación de un sector costumbrista —nótese el ya mencionado madrileñismo del ambiente de Juan José, por ejemplo. Por otro cause bien distinto se liquidaba también el lado realista de la comedia.
Dicenta emplea su extraordinaria habilidad en la construcción escénica sobre todo en la creación de ambientes, personajes y circunstancias dramáticas para manipular la mala coriciencia burguesa del espectador o lector con el fin de provocar empatía y despertar una rabia revolucionaria capaz de lanzarse a las barricadas, junto al proletario. A través de situaciones de conflicto aparentemente de índole moral o personal y una antiburguesía romántica, Dicenta rescata la dignificación proletaria, sirviendo de estandarte de “las aspiraciones emancipatorias del conjunto del pueblo y la humanidad, pues es la clase social que no posee nada, más que su fuerza de trabajo; por ello de la clase obrera surgen las manifestaciones más profundas de solidaridad, a lo largo de la historia: de solidaridad y también de la lucha más sacrificada, más abnegada, más comprometida, hasta el final” (Martínez Pacheco, 2008).
De ahí que el mayor honor que Joaquín Dicenta tiene en la historia literaria se debe a su título haber llevado por primera vez al pueblo al teatro con extraordinaria sinceridad, realismo y energía. Pero dicho pueblo tiene una función muy distinta de la que le habían asignado los dramaturgos del Siglo de Oro. Y a pesar de que la crítica anteriormente estudiada minimiza los rasgos sociopolíticos, es impactante aquella frase que Dicenta hace pronunciar de boca de Ignacio, el personaje del Juan José: “Echarse a la calle”. Palabras que hoy indican la necesidad de que el pueblo salga a la calle y manifieste de forma pública su malestar. La protesta colectiva popular, las ocasiones, las formas y los espacios en los que la “gente común” altera el orden cotidiano para exigir una mejora de sus condiciones de vida o para reclamar derechos sociales y políticos.
Conforme a lo anterior podemos decir que el gran aporte de Joaquín Dicenta fue preparar camino de lo que vendrá a ser el teatro social; gracias a su tentativa se configuró como la aurora de ese teatro social que penetró en el siglo XX con fuerza y que contó con el apoyo del público.
Tal fue su contribución que en América Latina influyó en los movimientos sociales de liberación, por ejemplo, la militante peruana Ángela Ramos Relayze propuso en vísperas de la fiesta de los trabajadores en 1919: “se trata de que en ese día las compañías dramáticas hagan subir a escena la obra socialista Juan José de Joaquín Dicenta, en homenaje a este paladín de los derechos del obrero […] En estos momentos en que todo el mundo tiende al socialismo, todos, absolutamente todos debemos confesarnos obreros y comprender que el 1ero de mayo es una fiesta humana universal” (Ramos, 1990, vol. I: 390-391).


            III. Esbozo biográfico y conclusiones


Joaquín Dicenta y Benedicto nació en 1863 en Calatayud, ciudad de la provincia de Zaragoza (región de Aragón). Fue bautizado en Vitoria el 3 de febrero de 1863. Estudió las primeras letras en el Colegio de Escolapios de Getafe, cerca de Madrid y el bachillerato en Alicante. Al quedar huérfano de padre se trasladó a Madrid e ingresó en la Academia Militar, de la que fue expulsado por su carácter anticlerical, indisciplinado y anárquico. Gran bebedor, se entregó a la bohemia más absoluta para cultivar la poesía (“Del tiempo mozo”, “Lujuria”, etc.), la cual publicó en “Edén”, periódico progresista. También fue asiduo colaborador de “El liberal”.
            Su presentación al gran público ocurrió con el drama romántico en cuatro actos y en verso El suicidio de Werther, cuyo estreno en 1887 se debió a la decidida protección de Tamayo y Baus. La madre de Dicenta había acudido al autor de Un drama nuevo, y como la obra de Joaquín encajaba bien dentro de la línea romántica que siempre había seguido Tamayo, éste le patrocinó desde el primer momento. Escribe a este propósito Andrés González Blanco (1921: 3) las siguientes líneas:

Fortuna fue para Dicenta que su primer drama no fuese Juan José, Aurora o Daniel, porque entonces, al presentárselo a don Manuel Tamayo, éste le hubiera repelido con indignación o al menos con excusas: católico practicante y convencido, retardado en sus ideas sociales, mal hubiera comprendido el iluminismo semiacrático que fulgura en este tríptico dramático. Pero fue El suicidio de Werther, un drama romántico donde no se apuntaba aún la preocupación social insistente después en los dramas de Dicenta; y este detalle nos dio acaso un dramaturgo.

A partir de este momento, entre el vino y los amoríos, se entregó sin reposo a escribir para el teatro libretos para dramas en verso, prosa, zarzuelas, sainetes y comedias al estilo pujante de Echegaray, notables crónicas para periódicos republicanos y esbozos, novelas y cuentos para los editores.
Siguen unos cuantos estrenos sin mucho éxito, entre ellos el de La mejor ley (1890), y para subvenir a las necesidades más apremiantes Dicenta acepta la dirección de un periódico en San Sebastián; pero el cargo se aviene mal con su temperamento brioso y enemigo del orden social establecido, pronto lo abandona para volver a Madrid (1892) e ingresar en la Redacción de “El Resumen”.
            Después de Los irresponsables (1892), drama antiburgués en tres actos muy discutido por la crítica y reprobado severamente por P. Blanco, y Luciano (1894), drama en prosa tímidamente realista, presenta Juan José con un aplauso elocuente por parte del público, a tal grado, que mereció el elogio de Azorín.
El triunfo de Juan José fue celebrado por numerosos literatos y periodistas madrileños, quienes ofrecieron a Dicenta un banquete celebrado en la corte (11 de noviembre de 1895). Igual homenaje se le rindió en otras ciudades de la península.
Aunque ninguna de sus obras volvió a tener tan clamorosa acogida, estrenó también con aplauso Honra y vida (1888), obra basada en la concepción española clásica del honor en la época de Pedro I de Castilla, estrenada en el teatro de la Zarzuela de Madrid, en abril der 1891, mereciendo unánimes elogios de la crítica;  El señor feudal (1896), que presenta un tema idéntico a Juan José, pues de nuevo, el honor por la mujer mancillada provocará el conflicto central, pero bajo una atmósfera medieval y romántica; en 1898 escribió el libreto, en colaboración con Manuel Paso[1], de la zarzuela Curro Vargas, que lleva música de Ruperto Chapí y cuyo estreno con gran aplauso fue en el circo-teatro de Parish, de Madrid, basada en la célebre novela de Alarcón El niño de la bola, y que dio lugar a las reclamaciones de los herederos del ilustre novelista; Aurora (1902), sobre la situación de las mujeres trabajadoras. Cerraría el grupo de piezas parasociales de ambiente proletario, Daniel (1906), drama sindicalista que el propio autor consideraba como la mejor de sus obras.
El último drama de Dicenta, sin relación alguna con la materia social, será El lobo (1913), cuyo protagonista es un criminal transfigurado por el amor.
             Como periodista de ideas radicales, desempeñó un importante papel a finales del siglo XIX, especialmente en la dirección de “Germinal”, revista literaria española pre-noventayochista que tuvo una corta pero intensa vida (1897-1898, reaparecida en 1901 y 1903), en la que colaboraron Jacinto Benavente, Rafael Delorme, Ricardo Fuente, Jurado de la Parra, Félix Limendoux, Antonio Palomero, Antonio Paso, Nicolás Salmerón Garcia, Valle-Inclán, Eduardo Zamacois, Eusebio Blasco, Alejandro Sawa, Mariano de Cavia, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja, Ricardo Yesares, Manuel Paso y Urbano González Serrano.
Javier Barreiro en su libro Cruces de bohemia (2001) exhuma unas feroces opiniones de Julio Camba contra Joaquín Dicenta y la defensa que de él hizo Maeztu y nos cuenta cómo Azorín y Unamuno le censuraron su vida disipada y la frecuentación de hampones.
            Al enfermar, Dicenta se traslada a Alicante en busca de mejor clima, pero el 20 de febrero de 1917 finalmente fallece. Juan José fue traducido al portugués, italiano, catalán, alemán, inglés, danés, holandés, noruego y francés, lugares donde el drama había logrado gran fortuna. También se tradujeron a idiomas extranjeros, Luciano, Los bárbaros, Amor de artistas, Aurora, Daniel, El crimen de ayer y Sobrevivirse estrenados con gran éxito en Madrid por la compañía Guerrero-Mendoza y por la de Fuentes-Moreno. Póstumamente se publica el drama lírico La promesa y la generación del 98 dará a Dicenta cierto valor.
            Vida y obra, como siempre se funden, y en el caso de Joaquín Dicenta construyen un montaje poblado de sensibilidad, bohemia romántica y altas motivaciones para el compromiso social de denunciar el vivir enajenado que la realidad sociocultural de la clase burguesa nos impone. Y aunque Coronado (s.f.) afirma que: “La literatura como expresión cultural y estética, funda se esencia en su propia libertad. El que pueda ser utilizada como instrumento ideológico o como artefacto estético no tener relación con su propia capacidad expresiva. La literatura llamada ‘comprometida’ funda su propio valor en su funcionalidad estética y no en el ‘mensaje’ que transporta”. Pensamos que trabajar en la Literatura refuerza la vocación de comunicar estética y estilísticamente una visión profunda del mundo, pero dicha visión siempre tendrá repercusiones en el curso de lo social, y por tanto dará nacimiento a una forma de compromiso con la libertad de los seres humanos.




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BIBLIOGRAFÌA

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* Este trabajo es resultado de las “Jornadas Ocléticas” organizadas por el grupo literario-filosófico Óclesis. Víctimas del Artificio. Período Noviembre-Diciembre de 2009.
[1] Dicenta fue gran amigo de Paso y le prologó su libro póstumo Nieblas en 1902.

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