El mejor invento del mundo
Ariel Abad Muñoz
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Fuente de imagen: Internet |
Yo
solo les di el arma y ustedes deciden si quieren o no apretar el gatillo.
Siéntense y pónganse a pensar si hubiera sido su hermana, su hija, su madre las
que por algún descuido en este momento estuvieran frías como mármol. Y es que
en realidad eso a mí no me preocupa, en
el precioso altar donde habito no me falta nada, vivo como un dios y perdón que
lo presuma pero es que lo soy, claro está que las laceraciones que me generan
ustedes son inaguantables y por las noches cuando tengo que purgar todas esas
muertes me lastiman demasiado, ¡pero es que de verdad son hijos de puta! Mira
que darme cerca de mil muertes al día es una bestialidad. Se odian. Se quieren
aniquilar.
En
una de esas noches infinitas, donde para mis pesares había más de ¡Veinte mil
muertes! me detuve, para calmar esa maldita ansiedad en mi cuerpo por las
quemaduras que se forman al purgar cada alma, a observar dos cuerpos pequeños.
Eran apenas niños, y su futuro era prometedor, no tanto como el mío ya que soy
el creador del mayor invento en el mundo, pero tendrían lo que en su espacio lo
llaman éxito. Decidí aliviar la decidía explorando un momento su vida y sus
recuerdos. Pero qué belleza de vida, qué alegría, qué familia.
Hermanos,
Joan y Axel, divinos nombres. Pequeños de seis años, lánguidos y aún de cabezas
torpes, tal vez por eso tenían un agujero en medio. Déjenme contar su breve
historia, en el amanecer de su último día salieron de casa, inmersos en su
propio mundo corrieron tras aquella vieja furgoneta que los llevaría a la
escuela, para la suerte de Josep, solo verían las placas traseras, les dije que
eran torpes. En la esquina, Josep, un hombre de complexión delgada, una barba
tupida y unos brazos llenos de piquetes, espera que el divino pensamiento de
utilizar mi invento llegara a él. Joan y Axel decidieron emprender la larga
caminata a su escuela, al pasar enfrente de Josep se dieron cuenta que tenía acoplada
en la cintura mi invento, tenían una extraña sensación al pensar que esa arma
pertenecía a su cuerpo, como si fueran uno mismo.
¡Vaya
que era enorme ese fierro!, ahora entiendo por qué los dos niños sufrieron
tanto. Pero bueno, el divino pensamiento apareció, Josep se acercó hacia ellos
y sin pensarlo dos veces encañonó el arma y descargó ese metal caliente en sus
frentes. Y es que es tan normal escuchar el estallido de un metal caliente
salir del tubo, que nadie apareció para ayudar, nadie. Josep se fue, caminando,
limpió su arma y se fue.
Qué
falta de respeto a lo que ustedes llaman moral, ¡por dios! O bueno es mejor que
no use esa referencia. Pero quiero que entiendan, yo solo les di el mejor
invento del mundo, y ustedes, para agradecerme, me envían fríos cada noche como
si la vida fuera un objeto que se obtiene con su dinero. Yo no maté a esos
niños y yo no mataré a Josep, me da igual a quienes matan o dejan vivir. Yo sólo les di el arma y ustedes deciden si
quieren o no apretar el gatillo.
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