Viaje a la semilla poética de Gilberto
Castellanos
Víctor García Vázquez
Excusa
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El presente trabajo está lejos de ser un
análisis detenido de la obra del poeta poblano, mucho menos se trata de un
texto académico plagado de citas que sólo traten de justificar mis lecturas de
las nuevas tendencias del análisis literario. Más bien, es un humilde
reconocimiento que nace del entusiasmo que siento por su poesía. Cuando digo
entusiasmo, no sólo quiero decir gusto o admiración; sino que uso la palabra en
su sentido etimológico, pues siento una
fervorosa adhesión por la calidad de sus
versos; por la paciente y humilde dedicación, por el noble respeto que
Castellanos ha asumido siempre ante el oficio de la poesía.
La
modernidad literaria a cada rato se empeña en recordarnos que no todos los
hacedores de poemas alcanzan este insigne título. Hay quienes pueden escribir
admirables poemas, diestros artífices del verso, pero no pueden llamarse poetas.
Nuestro autor, en cambio, no sólo por sus más de cuatro décadas entregadas a la
poesía, sino por la plena dedicación, la madurez, la serenidad, la calidad de
sus versos y el hondo sentimentalismo, es un auténtico poeta, que quizás
encuentre sus mejores lectores dentro de varios años; pues su obra no parece
escrita necesariamente para los lectores actuales.
Espero
que este fragmentario de ideas, que nace de una lectura un tanto desordenada, no
sólo demuestre mi entusiasmo, sino que pueda arrojar alguna chispa para
encender el interés por la obra del poeta poblano.
Sobre
el autor
Gilberto
Castellanos nació en 1945 en Ajalpan, Puebla. Es poeta, narrador, ensayista,
dibujante y uno de los más porfiados promotores de la cultura en Puebla.
Durante dos décadas dirigió la
Casa de Cultura de Puebla y su trabajo se distinguió
sobretodo por la constante promoción de la lectura y los homenajes a los más
importantes poetas mexicanos. Más que profesor, Maestro, en todos los sentidos
de la palabra y con todas las implicaciones del oficio. Su dedicación al
trabajo de la poesía lo ha llevado a ser no sólo cabeza de más de una
generación, sino el iniciador de la modernidad en la poesía poblana de la
segunda mitad del siglo XX.
Esto podría ser un lugar común,
dicho por alguien y reiterado por muchos, y no tendría ningún sentido si no
fuera por el hecho de que la renovación de la poesía poblana era una urgencia
no superada por los anteriores artesanos de la palabra. Fácil es aplicarle a
Castellanos el epíteto de renovador, difícil demostrarlo. Para decir que una
poesía está renovada debemos observar ciertas condiciones; quizá las mismas que
Eliot esgrimía en torno al concepto de
lo clásico. El autor de la
Tierra baldía decía que habría que observar
cuatro condiciones para considerar
clásico a un autor: la madurez del intelecto, la madurez de la lengua,
la madurez de las costumbres y el compartir un estilo común. Al enunciar estas
cuatro condiciones, Eliot en realidad estaba creando un parámetro –y no una
receta– para evaluar a los autores que dejan huella en la historia de la
poesía, y siempre deberán ser leídos o tomados en cuenta. Llámese Virgilio,
Shakespeare, Octavio Paz o Rubén Bonifaz Nuño, la condición de clásico no sólo
es una etiqueta que se le aplica a los autores para incluirlos en una antología
o diccionario, sino sobretodo para señalar que han realizado aportes
importantes a la cultura y en particular a la lengua. En todo auténtico renovador
de la poesía late la idea de lo clásico; por eso, quizá no sería muy aventurado
sugerir que cuando decimos de alguien que es un auténtico poeta moderno,
nuestra intención sea aludir a su carácter clasicista.
Sin miedo a ser exagerado he dicho
en diversas oportunidades que Castellanos es ya un clásico de la poesía poblana
de la segunda mitad del siglo XX y principios del presente. Su estilo no sólo
ha sido recogido por las posteriores generaciones, sino también, y sobretodo,
su estilo ha sido copiado, sobre explotado y hasta manoseado por algunos
creadores que no acostumbran reconocer sus influencias. Habrá quienes no estén
de acuerdo, pero una revisión exhaustiva de los libros y las antologías de
poesía poblana publicadas en los últimos 15 años podría confirmarnos esta osada
afirmación.
Un retorno a los orígenes de la lengua
Desde la publicación de su primer
libro, El mirar del artificio, Premio
Latinoamericano de Poesía “Colima 1982”,
Gilberto Castellanos es dueño de un estilo propio, de una búsqueda personal y
auténtica. Ya desde esa primera publicación apunta a un proyecto de escritura
que busca la Suma,
la continuidad. A diferencia de otros poetas, que inician su camino a la deriva
sin saber por dónde los llevarán las tormentosas corrientes, éste tiene muy
bien definidos los cauces de su travesía poética. Su producción, por tanto, se
puede leer como un todo, donde cada libro constituye el eslabón de una cadena que
se abre con su primer libro y se cierra
con Letranía, su última publicación. Sin
embargo, cada uno de sus libros de poemas es el inventario de una nueva lengua,
la invención de un código de imágenes y conceptos que se suman al propósito de
explicarse el mundo y expresar los sentimientos.
Su estilo no es fácil de clasificar;
aunque algunos lo nombran neobarroco, creo más bien que es una amalgama de
disímiles corrientes estéticas: romántico y barroco, vanguardista y neoclásico,
manierista y posmoderno. ¿Todo eso converge en su poesía? No, más bien ella
abreva en cada uno de estos arroyos. La voz de Castellanos es un surtidor que
se nutre de llanuras diversas pero igual de fértiles. Aunque cada uno tiene su
propia personalidad, sus libros comparten algunos rasgos comunes; como la
profunda contemplación, el sentido de pertenencia, que lo lleva a hermanarse
con el paisaje; el profuso y complejo simbolismo; el depurado trabajo del
verso; el diálogo del sujeto lírico con el mundo, del Yo y las cosas; el
desplazamiento de la temporalidad que lo lleva a despojarse del presente e
instaurarse en un lugar atemporal.
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Considero que este primer ciclo de
la obra de Castellanos, es decir sus primeros siete poemarios publicados,
constituye una especie de viaje a la semilla, un viaje involutivo que lo lleva
al centro germinal de la palabra. Su poética plantea una apocatástasis, es
decir, un retorno de todas las cosas a su primitivo punto de partida, la lengua
y más puntualmente: la palabra. El poeta parte del mundo de los significados
para terminar en el de los significantes.
El viaje comienza en el momento que
el poeta percibe que mirar es un acto de nominación. Los objetos y los seres
nacen cuando son captados por la mirada. Mirar es bautizar: el poeta, pues, es
un sacerdote que le otorga sentido al mundo; un Constructor que dispersa la
oscuridad y hace brotar el signo. Veo muy nítida esta intención en El mirar del artificio. La poesía no es
mimesis sino génesis del mundo. Así, el poeta proclama:
El saber de la intuición
es ciencia sólida, la luz no oculta
los secretos irrepetibles
del fenómeno, física suplida
por las ceremonias luna-sol. Y se vuelve
asombro primitivo, sin edad,
aun entre la civilización, si la luz
de pronto cambia la identidad inocente
de lo que la mirada sabe y desconoce.
Como la voz alarga la quietud
cuando de pronto calla,
la luz da un soplo a la materia
en el chispazo con que toca su pureza
nombrándola. Mirar
es una acto de nominación
también ansiado por la sombra. (1985: 25-26)
Como un Dios situado frente al inicio del mundo,
el sujeto poemático se encarga de darle vida
a lo que le rodea. El poema es un acontecimiento, un espacio cosmogónico
donde los signos crean a las cosas.
En este momento me permitiré hacer
una digresión. Para la lingüística y otras disciplinas
encargadas de estudiar el lenguaje, uno de los temas más escabrosos y polémicos
es el de la relación del objeto con la palabra. En el libro Curso de lingüística general, texto que,
a pesar de haber sido trascendido en muchos de sus planteamientos, sigue siendo fundamental para los estudiosos
de la lengua, el suizo Ferdinand de Saussure afirmaba: “El lazo que une el
significante al significado es arbitrario, o bien, puesto que entendemos por
signo el total resultante de la asociación de un significante con un
significado, podemos decir más simplemente: «el signo lingüístico es arbitrario».”
(1994:90).
A partir de las teorías
saussurianas, la lingüística moderna siguió transitando más o menos por los
mismos caminos. En cuanto a la arbitrariedad del signo lingüístico, casi
ninguna escuela se atrevió a decir lo contrario. Saussure, al parecer, dejaba
las cosas muy en claro: nada motiva al hablante para llamar al objeto de una
forma determinada. No obstante, pese a las sólidas argumentaciones del “Curso”,
nos surgen muchas dudas y preguntas. Y nos surgen muchas más cuando leemos un
poema o un libro como El mirar del artificio.
Es indudable que cuando nombramos un objeto no es éste quien nos dicta su
nombre, sino que es nuestra propia percepción la que, en un intento de integrar
ese objeto a nuestro mundo sociocultural, crea el signo. Pero éste no se crea a
partir de la nada. Según el lingüista suizo nada hay en el árbol que nos lleve
a llamarlo así. Para nuestra modernidad esto resulta demasiado obvio. Quizá por
eso ya no reflexionamos sobre la naturaleza del lenguaje y la esencia de las
palabras. Nombramos la realidad, el mundo de las cosas y los seres, pero no
penetramos en el significado. Usamos el lenguaje sin una plena conciencia. Por
eso, el abismo entre la palabra y la cosa cada vez es más profundo.
El lenguaje de la poesía nos indica
lo contrario de lo planteado por las ciencias del lenguaje. En realidad, en la
palabra subyace una intención del objeto. Es decir, la tesis sobre la “arbitrariedad
del signo lingüístico” no se sostiene sobre cimientos indestructibles. La
palabra no sólo nombra al objeto: lo contiene. Esto no sólo se verifica en la
poesía sino en todos los lenguajes sagrados: la magia, el mito, los conjuros,
las oraciones, etc. La poesía, como todos ellos, es el intento por establecer,
o mejor dicho descubrir, el vínculo verdadero y profundo entre el significado y
el significante.
Casi se volvió un lugar común creer
en el hombre como un ser inseparable de las palabras. Los hombres somos seres
de símbolos, decimos, pero quién nos da esos símbolos. El sujeto lírico de El mirar del artificio parece decirnos
que el mundo de los símbolos emerge del acto de mirar. Es entonces cuando el
lenguaje cobra su real dimensión, las palabras se potencian, recuperan su peso
específico. La mirada eleva al lenguaje a su plenitud semántica. La combinación
silábica le devuelve su ritmo. El acto de mirar logra elevar la realidad de los
signos a su naturaleza de símbolos. Mirar, pues, es potenciar la realidad.
¿Pero este establecer vínculos entre una realidad y otra,
acercar, pese a la natural distancia, dos conceptos para hacerlo uno solo, no
es buscar la sustancia del lenguaje, su íntima relación con el objeto? Quizá este
sea el planteamiento central de la poética de Castellanos.
Se observa que los recursos constantes que el poeta utiliza para dar
esta sensación son el verboide en infinitivo, la plenitud del sustantivo y los
neologismos creados a partir de la yuxtaposición de dos sustantivos. El
infinitivo da la sensación de que la acción siempre está en proceso, nunca
concluida, porque el mundo nace en cada mirada; cada ojo resemantiza su entorno.
Cuando hablo de la plenitud del sustantivo me refiero a que éste se basta solo
para alumbrar la idea, no necesita de demasiados adjetivos o epítetos para
tener un sentido completo. En todo el libro, el poeta es muy cuidadoso con el
uso de los adjetivos; sólo los emplea cuando son estrictamente necesarios; y su
aplicación es escrupulosa, pues él sabe que adjetivar es calificar y no es ésa
la intención. Crear no implica necesariamente ornamentar. Su oficio es descubrir
el nombre preciso para cada entidad. Por eso a veces resulta necesario ir más
allá de las palabras conocidas; hay que inventar nuevos significantes para que
el objeto cobre vida. De ahí que en el libro podamos leer términos como:
mirada-cuerpo, silencios-voces, luna-sol, oficio-iris, mirar-palabra,
avidez-reflejo, etc.
Entre las múltiples lecturas que
ofrece, El mirar del artificio se
puede leer como una declaratoria, una especie de arte poética que nos señala ya
el camino por el que andará el poeta en sus obras posteriores; pues:
Una imagen sin mirada
no conoce
el poder de las palabras.
(:77)
La segunda estación de este viaje
es Yacimientos del verano, un libro
que somete al lenguaje a un rigor
inusitado; en este caso, la severidad no consiste en someter a la palabra a la
cárcel del verso, sino darle una libertad horizontal hasta que alcance las
orillas del abismo. Sin embargo, el poema nunca cae en el libertinaje de la
prosa. La impresión, más bien, se debe a que el poeta pudo sumar los
nonasílabos o dodecasílabos en un solo verso para que dieran la impresión de la
fluidez de un arroyo. Los versos se escurren en la página y desembocan en el
brillante mineral del ritmo.
La palabra ya no es producto de la
mirada, sino que empieza a cobrar autonomía:
La palabra desciende por estos túmulos del tiempo, cripta del signo,
y entibia la página esa transición mohosa de lo insepulto al tacto;
casa del subsuelo donde huellas y esqueleto se entregan, deslavan
la sedimentación, abren escrituras de rostros jamás muertos, señalan
hombres que niegan el lodo, escupen su odio, puños apretando lo bello…(2000:13)
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Aunque aún no tiene soberanía, la
palabra ya empieza a romper sus ataduras. Se insinúa una escritura
programática, un proyecto que, como hemos dicho, es una especie de viaje a la
semilla.
Considero que sus tres libros
posteriores: Rama del ser (2001), Semillas de barro (2003) y Arcángide (2003) forman un archipiélago
donde antes de perecer, antes de ser devorado por las fauces del lenguaje, se
refugian el amor, el atormentado ser y la fragilidad de los elementos
naturales. Un agua verbal golpea los acantilados del poema. Y en medio de éste:
“La palabra lubrica el domo de su punta, / abre el labio feraz entre las
sílabas”. (2003 B:49) He mencionado muy a propósito la palabra archipiélago,
pues entre otras cosas significa lo que por su abundancia es muy difícil
enumerar. Debo reconocer que me falta una lectura más atenta de estos tres
poemarios.
Para cerrar el círculo de esta
lectura metafórica, en las siguientes líneas me centraré en los dos últimos
libros: Caudal y Letranía.
Caudal es el sexto
libro de poemas de Gilberto Castellanos. Dos orígenes etimológicos tiene el
título que acompaña a este libro; por una parte caudal proviene del latín capitalis, capital: abundancia de agua
en sentido metafórico; el otro sentido es el que deriva de cauda: cola. Pocas
veces un sustantivo guarda en sí dos sentidos antagónicos: cola y cabeza;
oxímoron que bien podemos comparar con nuestras deidades prehispánicas; por
ejemplo con Ometéotl: el dueño de lo cerca y de lo lejos.
El título simboliza la riqueza expresiva de
los poemas, la profusión de ritmos, imágenes e ideas. Caudaloso río de versos
que viajan por los cauces del poema.
El libro está conformado por 12
poemas extensos; cada uno escrito en septetos, en su mayoría alejandrinos. Más
que escritos con un metro específico, los poemas están medidos por la
respiración. De acuerdo con Allen Ginsberg, la característica de lo poético es
la atención al ritmo, la conexión con la respiración y la intención de la voz.
Esto se cumple plenamente en este poemario. Estos poemas no nacen de un ejercicio estrictamente
intelectual ni mucho menos académico; es una necesidad casi fisiológica que encuentra su expresión
en las palabras. De tanto trabajarlos día y noche, sus versos acaban por ser
orgánicos, amalgama de sentimiento y sabiduría. En una época que gusta de
confundir el conocimiento con la sabiduría, bueno es recordar que al poeta no
le interesa lo primero. Lo segundo no es un propósito principal, pero a menudo
se la encuentra. No hay claves para reconocer la auténtica poesía, pero una
señal es cuando se da una particular atención del ánimo que se refleja en una
gran tensión del lenguaje. El poema, dice José Pascual Buxó, es un juego de
tensiones: tensión lingüística y tensión emocional. Tensión es el estado de
ánimo, la experiencia profunda que la palabra poética desea erigir y elevar y
por otra parte tensión elocutiva, tensión en la sucesión de estas palabras que
buscan un final, un reposo, que buscan comprender o responder a esta tensión
que origina el poeta. La buena poesía, pues, es un relámpago que destella entre la tensión del
espíritu y la tensión de las palabras. En más de uno de sus remolinos verbales,
este caudal logra crear esos relámpagos.
En Caudal dos parecen ser las constantes: la contemplación y la Memoria. El yo del
poeta hurga en el interior de las cosas y los seres para que éstos muestren su
esencia. Más que pretender la posesión, el sujeto lírico indaga la capacidad de
darse de los objetos, en ellos mismos hay una necesidad de la entrega, se abren
ante el ser, buscan el apego para reconocer su existencia; de ahí que la rosa
sea rosa sólo por mirarla; la orquídea perturbada no cierra sus pétalos a pesar
del hacha de la palabra; y el jardín colma su sed en el desierto de la
contemplación: en todo ser late un narcisismo.
El auténtico caudal es la Memoria, arrastra con
fuerza los anhelos y las posesiones; arrincona contra los acantilados los
deseos de amar y los sueños; amalgama entre el limo, las raíces y la nostalgia:
el dolor por el regreso. La fe del poeta consiste en poder evocar no a las
cosas y los seres, sino su nombre. Los lugares visitados, los cuadros
contemplados, los pintores y los poetas admirados son entidades de las que el
“trotar del alma” sólo ha dejado grabada su esencia verbal. Poesía
esencializadora que en muchos momentos se nutre de una metafísica metafórica
para construir sus referentes. La
Memoria en esta poesía no es sólo un tema, sino que
constituye el elemento principal del impulso poético.
Entre los significantes y los
significados, entre la forma de la expresión y la forma del contenido, entre el
sonido y el sentido, esta poesía se queda siempre con lo primero. El decir es
más importante que lo dicho. La palabra ya ha recobrado su libertad y se
prepara para dominar en la siguiente escala:
La palabra no ve al signo que la dice,
orejas del renglón sufren efervescencias,
con el rasgueo se oye blanco el mundo,
hay temperaturas en la crencha de las tildes.
Inútil de mañana, brota de mí un cristal
¿ya entenderé que cada signo es otro yo?
Otras mañanas nobles niegan el ritmo, sordas. (2005: 144)
Letranía
Después de tardar quince años en publicar su
segundo poemario, el poeta Gilberto Castellanos publicó seis libros más en los
últimos seis años. En 2007, ve por fin
la luz su séptimo libro, que está conformado por 75 poemas y 7 ilustraciones
del propio autor. Actualmente su obra está incluida en siete antologías. Parece
que el número 7 rodea a esta publicación, ¿fatal o feliz coincidencia?
¿Sincronicidad? ¿Número cabalístico? No creo, más bien ocio numérico de quien esto
escribe.
Su
libro Letranía atrae por la sonoridad
del título. En algunos de sus libros, el poeta poblano se ha esmerado en
encontrar un nombre que sea “alto, sonoro y significativo”, pero sobretodo que
resume y rezuma las cualidades del libro. Tanto en Arcángide como en éste último, los títulos logran traslucir la
belleza del lenguaje poético y nos susurran la esencia del contenido. Letranía no sólo es un hermoso título
para un libro de poemas, es también un afortunado hallazgo verbal. Vocablo
polisémico que bien podría ser la conjunción de letra y letanía: invocación de
la letra; procesión de la palabra en busca del sentido poético, rogativa del
signo; resistencia de la lengua por mantenerse viva. O sencillamente: manojo de
letras. El título cumple cabalmente con la función de advertirnos que estamos
ante el reino de la Palabra.
Permítanme
otra digresión. Desde el año pasado, la Escuela de Escritores de Madrid ha lanzado
concursos para preservar la belleza de la lengua. El primero consistió en
seleccionar y votar por la palabra más hermosa del español; este año, el
concurso se tituló “Apadrina una palabra en peligro de extinción”, un evento
que contó con la participación de más de 20,000 personas de 69 países; se
apadrinaron más de 10 000 palabras diferentes; la que obtuvo más votos fue
“bochinche”, cuyo significado es alboroto, barullo o escándalo. El concurso
tuvo el loable propósito de ayudar a salvar a la lengua de la pobreza léxica y
de la avasallante influencia de extranjerismos. Se me ocurre que sería bueno
que esta Escuela de Escritores lanzara la convocatoria para proponer nuevas
palabras para el español; que los escritores y el público en general sugirieran
neologismos para enriquecer el idioma. Sin duda, letranía, letrilia y
arcángide, creados por Gilberto Castellanos, serían tres buenas
propuestas. Es claro que la literatura
debiera tener más influencia en la evolución de la lengua; pues, justamente,
una de las funciones de la poesía es preservar su belleza. Sin embargo, con
vergüenza debemos reconocer que actualmente la computación es la disciplina que
más innova palabras. La lengua se globalizó, pero en lugar de rejuvenecer,
muestra ya signos de decadencia. Estamos cambiando el idioma de Cervantes por
las palabrejas de Microsoft. Los poetas contemporáneos debieran adoptar una
actitud quijotesca y contrarrestar esa
perniciosa influencia que cada día nos vuelve más pobres de pensamiento e
imaginación. Estamos perdiendo palabras plenas de sentido y en su lugar usamos
expresiones vacías, desnaturalizadas, lenguaje huero que trasfigura nuestros
sinsentidos. El colmo es que ya están apareciendo libros de poesía que se
escriben con la ayuda de Internet, producto de hackers que se hacen pasar por
auténticos poetas.
Este
libro de Gilberto Castellanos hace su
parte rindiendo un homenaje a la palabra. Letranía
es un libro que, aunque dividido en seis secciones y conformado por 75 poemas,
no desarrolla diferentes temas, su tema es uno: la Palabra, la “reina altiva”
como la nombró Villaurrutia.
Usando
diferentes registros verbales, sonoros y estilísticos, Castellanos poematiza la
esencia del lenguaje, la naturaleza indómita del signo lingüístico. La sintaxis de los poemas es reflejo del
retorcimiento semántico. Para el sujeto lírico, la palabra no describe al
mundo, lo inventa; porque la palabra es un elemento anterior a la creación,
principio anticivilizatorio que funciona como elemento generador, constructor y
protector. El poeta afirma:
Sabiduría
del tiempo:
conceder
a la
palabra
el
peso
de un
signo de luz. (2007: 71)
Es decir, ya en manos del hombre,
la palabra se convierte en una lámpara que lo guía en las tinieblas de la
experiencia. Ella le otorga sentido a lo que el ojo percibe pero no comprende.
El lenguaje precede a la creación del mundo; de ahí que el sujeto lírico se
cuestione con un tono solemne:
¿Qué
verbos llegaron primero
que el
signo
cuando,
catedral
del asombro,
inició
la epifanía
de las
cosas? (:36)
Elemento antitético por naturaleza, oxímoron
irremediable: el lenguaje es el principio generador del mundo, porque logra
ordenar la realidad; pero, del mismo modo, inventa el caos, instaura la
confusión y altera los sentidos. Su naturaleza no sólo es arbitraria, también
es indómita.
Yo
padezco extravíos en que me deja
el
suburbio de palabras,
probablemente
dos,
imagen
e intención aún intoxicadas,
harían
su
cántico de fulguraciones. (:78)
El poeta logra abrirse una brecha entre la
selva del lenguaje. Su experiencia le ha agudizado los sentidos: sabe
distinguir las imágenes más nítidas, capta las más sutiles sonoridades y conoce
el mejor camino para ir de la emoción a las palabras; para desplazarse en esa
Babel que lo aprisiona.
De la aseveración a la duda, de la
duda a la interrogación y de ésta al intento de dar respuestas, el poeta Castellanos
sigue el camino del lenguaje para alejarse del sinsentido. Sin embargo, habrá
que decirlo: de la mano del lenguaje el hombre no puede tener otro destino que
la oscura caverna. Porque ¿qué posee el hombre que ha logrado dominar a la
lengua? Este libro nos confirma que el
hombre no posee a las palabras; son ellas quienes nos señalan el rumbo.
Letranía por un lado puede
leerse como un homenaje a la lengua, a la palabra, pero también a los poetas;
por otro, puede leerse como el complemento de esa arte poética que inicia con El mirar del artificio.
Este séptimo libro es la
confirmación de que la poesía es el producto de un entrenamiento constante y riguroso. En la
soledad de su taller, el creador es un artesano que trabaja pacientemente las
delicadas piezas que formarán el poema. Una vez que la pieza de orfebrería está
lista debe esperar varios años para ver la luz.
El viaje a la semilla de la lengua
parece quedar cerrado con el último poemario. El oficio de mirar concluye en la
infancia de la palabra. De acuerdo con esta lectura licenciosa que he
realizado, la letra es el centro de la semilla. El núcleo germinal donde nacen
los significantes. El mirar del artificio
es una mariposa que voló hasta convertirse en la oruga de Letranía. En sentido estricto, habrá que decir que nuestro poeta no
ha escrito sino un gran poema dividido en siete tomos, una obra que desarrolla
la historia de la involución de la lengua.
Concluido
este ciclo, ¿por qué derroteros se inclinará ahora la obra de Gilberto Castellanos?
Es una pregunta que nos inquieta y que nos mantiene atentos a las nuevas
publicaciones del poeta poblano.
BIBLIOGRAFÍA
Castellanos, Gilberto
1985 El mirar del artificio, México, SEP,
Katún.
2000 Yacimientos del verano, Puebla, México,
Secretaría de Cultura de Puebla.
2001 Rama del ser, México, BUAP-DGFE.
2003 A Semillas de barro, México, BUAP.
2003 B Arcángide, México, Secretaría de Cultura
de Puebla, Colibrí.
2005 Caudal, México, BUAP.
2007 Letranía, Puebla, México, BUAP.
Saussure, Ferdinand de
1994 Curso de lingüística general, España,
Alianza Editorial
Yépez, Heriberto
2002 Todo
es otro. A la caza del lenguaje en tiempos Light. México, FETA -CONACULTA.