domingo, 21 de julio de 2013

De posteridades

Armando González Torres

Publicado en Laberinto, Suplemento Cultural de Milenio, Sábado 29 de Mayo de 2010


Fuente de imagen:
http://guarenabiblio.blogspot.mx/2012/08/el-legado-de-miguel-hernandez-regresa.html













Por:  Francisco Echeverría.

Los sepulcros de nuestros autores dilectos no descansan y los afectos y famas íntimas siguen sometidas a la voluble movilidad del gusto. Quizá sólo unos pocos autores pueden presumir una prominencia invariable en las bibliotecas personales, el resto sube o baja lugares constantemente. En el caso de Miguel Hernández (1910-1942) autor entrañable de mi adolescencia y este año centenario, cierta incomodidad retrospectiva adereza mi relectura de su poesía inspirada en el amor, la indignación social y el relato de la desgracia. Acaso Miguel Hernández es un poeta célebre por la empatía que su obra genera con un público más amplio que el lector habitual de poesía, por su vida marcada por la tragedia y por su asociación a una circunstancia histórica fundamental, que es la Guerra Civil española. Por lo demás, su trayectoria es una épica de la voluntad literaria: nace con todos los incentivos en contra para ser escritor, en un pueblo aislado y en el seno de una familia pobre, absolutamente apartada del arte, acosada por la necesidad y violentamente angustiada por las inclinaciones poco pragmáticas del hijo. En algún momento, deja la escuela para ayudar a la familia, aunque el apoyo de un sacerdote y de sus amigos lo mantienen en contacto con la lectura y le permiten perseverar en la ilusión. El pertinaz aspirante, tras una serie de tropiezos, por fin logra abandonar el pueblito asfixiante, establecerse en Madrid en empleos modestos y comenzar a socializar y publicar. Al mismo tiempo, el joven se acerca a los círculos de izquierda y, cuando la guerra estalla, juega un papel activo como miembro del bando de la República. En el curso de la refriega, e poeta, ya casado con su novia de juventud y padre de un hijo, es apresado y muere cautivo cuando apenas rebasa los 30 años.

            En Hernández, a diferencia de otros autores, hay más un dramático itinerario vital que una biografía intelectual: su formación en lo rica y anárquica que puede ser la educación de un autodidacta de pueblo, antes del Internet, no tiene ni por asomo la formación intelectual y el bagaje poético de sus contemporáneos y sus inquietudes literarias son básicamente confesionales y testimoniales. Los dos temas fundamentales de Hernández el amoroso y el político, se funden de manera magistral en unos cuantos poemas, aunque en el conjunto de su producción revelan a un poeta limitado en recursos y registros, con una idea esquemática de su pasado y una ignorancia casi estremecedora del presente poético. En fin, las mieles del prestigio provienen de una mezcla de valor intrínseco, casualidad, inercias estéticas y razones sentimentales, mercadotécnicas o políticas. Lo cierto es que Hernández no ostenta casi ninguno de los rasgos que exaltan los cánones contemporáneos y acaso su longevidad en el firmamento literario tiene que ver con un raro fenómeno de “condolencia estética” que consagra a un autor en el que se combinan la figura del hombre de bien, con la vocación poética más inflamada y el martirio político.

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