Miscelánea Oclética V
Petru Cimpoeşu. Literatura de la confusión
Penélope Córdova
Publicado
en Laberinto, Suplemento Cultural de Milenio, Sábado 17 de Julio de 2010
Por: Paco
Echeverría
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Fuente de imagen: Exprofeso para Óclesis Por Arturo Vázquez Muñoz |
Transición es un eufemismo que se
utiliza en los países que experimentaron el paso del comunismo soviético al
capitalismo. Lo que en realidad significa es Confusión. A finales de los noventa, Rumanía luchaba por ser un
digno miembro de la Unión Europea ;
los rumanos comprendieron que debían comportarse a la altura, aunque sin saber
exactamente cómo hacerlo. El escritor Petru Cimpoeşu (1952), considerado como
uno de los mejores prosistas de su país, escogió a los inquilinos de un insulso
bloque de viviendas en provincia para simbolizar el caos que reina desde esos
años. Un santo en el ascensor (Ed.
Intermon Oxfam-Icaria, 2007) utiliza irónicamente la figura de San Simeón Estilita, quien en el siglo V rezó durante treinta y siete años en lo alto de una
columna con el fin de alcanzar la bienaventuranza. En la ciudad de Bacau, calle
de las Ovejas, el zapatero Simión, del primer piso, decide encerrarse en el
ascensor y orar desde las cumbres de la octava plaza.
Así
como Joseph Roth convirtió el Hotel Savoy
(1924) junto con sus habitantes en una metáfora del cambio, de la pérdida
asumida y de la búsqueda de un lugar en una realidad maltrecha, en el edificio
de Un santo en el ascensor, Cimpoeşu despliega
la crónica ficticia de una transición
desequilibrada. Lo que en Roth es resignación e impotencia, en Cimpoeşu es
ingenuidad y esperanza, acaso por ello resulte tan cómico. De aquel desajuste
social e individual nació la leyenda negra de que “las cosas eran mejores con
Ceausescu”. El capitalismo sirve de poco cuando, dice el escritor rumano, el
poder económico está en manos de los antiguos comunistas y su aparato represor.
Da
la impresión de que Cimpoeşu, al escribir sobre la tragedia de su país, se ríe
a hurtadillas, maliciosamente. Un santo
en el ascensor convierte el tono solemne y acusador de la literatura con
fines sociales en un cómico desfile de hombres y mujeres absurdos en un mundo
que no acaba de comprender porque la democracia les llegó con unas cuantas
décadas de atraso y no saben qué hacer con ella. El lector también sonríe, no
sin desconfianza, cuando se entera de los supuestos milagros y profecías de
Simión, quien, con parábolas urbanas y profecías, alecciona a sus vecinos e
interpreta el papel de guardián de consciencias. Sin embargo, la broma deja de
serlo cuando uno se encuentra a sí mismo entre esos incautos inquilinos y cae
en cuenta que, a pesar de no haber vivido tras un telón de acero, la propia
situación no está muy lejana.
La
confusión como condición del hombre del siglo XXI, abanderado de la democracia,
la tolerancia y la libertad, es una constante oculta que revela las tres
anteriores como falacias de un discurso político. Acaso sólo un milagro podría
hacer de la libertad globalizada el paraíso prometido, pero si es verdad que el
reino de los cielos está lleno de pobres de espíritu, tal vez convendría dejar
de rezar. Esta novela, como el espejo de Stendhal, demuestra que, en realidad,
los últimos serán siempre los últimos.
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