Dignificación
proletaria y antiburguesía humanitario-romántica como aurora
del drama social en el teatro tardío de Joaquín Dicenta*
Francisco
Hernández Echeverría
Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a
toda la sociedad.
Montesquieu
La injusticia es una madre jamás estéril: siempre produce
hijos dignos de ella.
Adolphe Thiers
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Nuestra
bibliofilia nos ha llevado al extremo de arrojarnos sobre aquellas librerías de
viejo para hacer vívido cualquier hallazgo que nos haga sentir que estamos
“rescatando” de la ignominia a esos autores que ya nadie interesa.
De
ahí esta propuesta, este abordaje a la figura de Joaquín Dicenta y Benedicto,
un dramaturgo que en su momento gozó de los laureles de la fama, pero que la
ingratitud no del tiempo, sino de los mismos hombres —quizá por la incómoda
temática que planteó en su obra—, lo sepultaron tanto en su país, seguramente
por el advenimiento del franquismo, como de estas tierras, donde se considera
un milagro que, como ha sido el caso de muchos otros escritores, se tenga referencia
acerca de su obra y vida y que ahora compartimos felizmente en este número
inaugural de la revista Calmecac-Tehuacán de la Universidad del Valle de
Puebla.
Nuestro
comentario se dividirá en tres partes. En un primer momento plantearemos una
introducción que es más bien un breve marco contextual. En un segundo tiempo,
analizaremos lo que consideramos es el tema nuclear: las obras de lo que se ha dado
en llamar el “Dicenta tardío”, y mostrar de manera plausible como éstos dramas ya
presentan cierta madurez capaz de develar la verdadera intencionalidad del
autor en cuanto a su “cuestión social”, más allá de cierta crítica que la ha
reducido a una simple participación individualista y moral. Para finalmente, en
un tercer apartado, hacer un esbozo biográfico de nuestro personaje con una
conclusión que nos brindará la oportunidad de redimirlo del aciago olvido
académico.
I. Introducción: de la paralización de las formas dramáticas al drama de
Echegaray
Desde el declive del romanticismo hasta la
aparición de Henrik Ibsen la situación del teatro en Europa dejó mucho que
desear. España no era una excepción. De hecho la decadencia del drama español
del siglo XIX era sólo una consecuencia del sorprendente contraste entre la
floreciente tradición romántica y la escasísima producción de obras
significativas con marco contemporáneo. La creación literaria sufre una pérdida
de nivel general entre mediados de la década de 1840 y la Revolución de 1868. Los
dos tipos de obras de teatro que habían prevalecido hasta entonces, la comedia
post-moratiniana y el drama romántico propiamente dicho, ya habían cumplido su
función. El hombre de mundo de Ventura
de la Vega
anunció la posibilidad de una renovación del drama a gran escala. Pero, a pesar
de que algunos críticos se daban, en mayor o menor escala, cuenta de que había
llegado el momento de “libertar el drama antiguo de cuanto es incompatible con
nuestras nuevas costumbres” esta renovación no se llevó a efecto (Bermúdez de
Castro en Shaw, 1976, vol. V: 125).
En
su lugar sobrevivió inevitablemente en la obra de Francisco Villaespesa y de
Ángel Guimerá y Marquina el drama histórico, puesto de moda por el
romanticismo, prolongándose artificialmente y en progresiva degradación hasta
los primeros años del siglo XX. El anacronismo de este hecho quedó de
manifiesto cuando Armando Palacio Valdés, al hacer la crítica de Un grano de arena de Antonio García
Gutiérrez, en 1881, se dio perfecta cuenta de que, en cierto modo, estaba
haciendo la competencia a Mariano José de Larra, autor de la crítica de El trovador cincuenta años atrás, ¡mucho
antes de que el propio Palacio hubiera nacido! Como hemos visto, los
dramaturgos románticos habían pagado regularmente su deuda a Leandro Fernández
de Moratín mientras iban realizando la renovación del teatro español. De igual
modo, durante las décadas siguientes, los principales autores dramáticos
continuaron estrenando esporádicamente dramas históricos, más o menos chapados
al viejo estilo, en medio del tímido alborear de la naciente alta comedia, cuyo
interés se orientaba hacia el planteamiento de problemas morales y sociales en
un marco contemporáneo. El teatro de Gertrudis Gómez de Avellaneda que, como el
de Tomás Rodríguez Rubí, es de transición, ilustra perfectamente el caso.
Al paso del siglo XIX, y en
especial desde la muerte de Fernando VII, el teatro español va reflejando con
bastante realismo la sociedad de su época, el margen de las evasiones
románticas. Una galería de autores, empezando por Manuel Bretón de los Herreros
hasta Manuel Tamayo y José de Echegaray, jalonan esta tendencia de literatura
testimonial, compartida con las composiciones costumbristas y el auge de la
novela.
El período de alta comedia de
Tamayo se sitúa entre su obra sobre el tema de Juana la Loca , Locura de amor, que obtuvo un éxito de grandes proporciones en 1855
y su obra maestra, Un drama nuevo
(1867), localizado en la
Inglaterra isabelina. Adelardo López de Ayala, antes de
dedicarse a temas contemporáneos, contribuyó en 1851 con Un hombre de estado, inspirado en la muerte de Rodrigo Calderón, y Rioja (1854). La única obra de teatro
significativa de Gaspar Núñez de Arce, El
haz de leña (1872), trata del tan manoseado tema del hijo de Felipe II, don
Carlos. Muchos dramaturgos menores como Florentino Sanz (Don Francisco de Quevedo, 1848) y Narciso Serra (La boda de Quevedo, 1854), los
colaboradores dramáticos Francisco Luis de Retes y Francisco Pérez Echevarría (La Beltraneja ,
1871), Carlos Cuello (La mujer propia,
1873), Marcos Zapata (El castillo de
Simancas, 1873) y F. Sánchez de Castro (La
mayor venganza, 1874) contribuyeron a mantener vivo el género, hasta que
recibió savia nueva con las fecundas obras de José de Echegaray.
Los dramas de Echegaray presentan
la paradoja de aplicar una rígida lógica teatral a situaciones cargadas de
melodramatismo. En el planteamiento, desarrollo y desenlace tienen una claridad
matemática, infalible. Pero en el fondo de las situaciones son falsas y los
personajes de una pieza, inflexibles.
Es
evidente que en un teatro así, el individuo, el hombre de carne y hueso, sujeto
de todo drama perdurable, no interesa. Es un teatro ideológico e idealista que
parte de contrastes absolutos, sin matiz, de seres que se revuelcan en el cieno
o que son todo pureza ideal.
En
las ideas funde igualmente Echegaray lo calderoniano, lo romántico, con unos
imperativos de consciencia, inspirados en Ibsen o en un vago idealismo nórdico
del que sólo toma lo externo. Sus dramas giran todos en torno a dos puntos
centrales, honor y deber estrictos, y terminan siempre en muerte, en tragedia.
En el estilo usa el verso o el verso alternado con la prosa que al fin termina,
con evidente acierto, por preferir.
A
semejanza de los otros dramaturgos de su generación, en sus primeras obras
cultiva el drama de tipo romántico-histórico del que es el mejor modelo La esposa del vengador o legendario como
En el seno de la muerte; pero sus
obras más características son los dramas de tesis. A este tipo pertenecen entre
otros O locura o santidad y El gran galeoto, sus dos obras maestras;
la primera, una tragedia basada en los escrúpulos de consciencia del
protagonista don Lorenzo que quiere sacrificar la felicidad de sus seres queridos
a lo que él cree su deber; la segunda, estudio de los efectos que la
maledicencia produce en la sociedad moderna. Otros dramas suyos giran en torno
a los siguientes temas: los efectos del libertinaje que redundan en el dolor de
los hijos: Vida alegre y muerte triste;
los males del egoísmo en la sociedad capitalista: Mancha que limpia y La última
noche; sátira social del arribismo: A
fuerza de arrastre.
Es Echegaray el primer dramaturgo
español que imita directamente a Ibsen en el Loco de Dios y en El hijo de
don Juan, adaptación de Espectros
del dramaturgo noruego.
Los fáciles triunfos obtenidos por
el autor de El gran galeoto
suscitaron la imitación de unos cuantos dramaturgos, cuyos nombres llenan el
panorama teatral de la época hasta la aparición de Jacinto Benavente. Suelen
ser integrados en la impropiamente llamada “escuela de Echegaray”;
impropiamente, decimos, porque no siempre siguen el ejemplo del maestro. Unas
veces se ajustan, es cierto, a su manera sentenciosa, que exageran en más de
una ocasión; otras, tienden a un naturalismo muy en boga por aquellos días en
el extranjero, basándose para desarrollarlo en temas preferentemente de índole de
crítica social y con tendencias hacia un teatro más realista, de donde
sobresalen los nombres de Leopoldo Cano, Eugenio Sellés, José Feliú y Codina, Enrique
Gaspar y Joaquín Dicenta.
Será éste ultimo quien producirá
verdadera sensación junto con Galdós, por introducir el drama serio, con ideas
de honda preocupación social entre los últimos años del siglo XIX y los
comienzos del XX
II. El Dicenta tardío como aurora del drama
social
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Fuente de imagen: http://javierbarreiro.wordpress.com |
Independientemente de los indudables
méritos de Juan José, el escándalo y
la prohibición de la representación de la obra por parte de varios obispos
españoles debido a que el autor había revelado franca simpatía por el
movimiento socialista, contribuyó a que fuera llevada a las tablas infinitas
veces en todos los teatros de España, convirtiéndola en una especie de heraldo
y adalid de un teatro socializante. Juan
José inaugura una nueva tendencia dramática en los escenarios españoles y
la crítica la eleva a manifiesto socialista. Gracias a dicho signo sociopolítico,
llegó a proponerse, a raíz de la muerte de su autor, como obra de
representación anual y semiobligada en los festejos populares del Primero de
Mayo, ni más ni menos como se ha venido haciendo hasta época reciente con Don Juan Tenorio a principios de
noviembre
Preso entre dos “generaciones”
literarias —la de la
Restauración y la finisecular— heredero de una y precursor en
cierta medida de la otra, su personalidad “rebelde” fue también un obstáculo
para que Joaquín Dicenta se adhiriera a una escuela o grupo. No obstante hay quienes lo ubican en
la denominada “Generación del 68” .
El bilbilitano cultivó todos los
géneros con fortuna varia: periodismo, poesía, narraciones de viaje, novela y
cuento; pero fue en el teatro donde cosechó sus mayores éxitos; y, dentro del
teatro, en el drama social, que representa lo más granado de su producción.
Tiene asimismo dramas románticos: El
suicidio de Werther (1887), Honra y
vida (1888), La mejor ley (1889),
La conversión de Mañara y piezas
musicales (zarzuelas y sainetes): El
duque de Gandía (1894), Curro Vargas
(1898), La cortijera (1899), Raimundo Lulio, Juan Francisco, Entre rosas,
casi todo ello en verso. De los dramas sociales, ya en prosa, cabe destacar: Juan José (1895), El señor feudal (1896), Aurora (1902); Daniel (1906), El lobo
(1913) y Aurora. Todavía al margen de
esta división tripartita —piezas musicales, drama romántico y drama social— pueden
señalarse varias obras de gran intensidad educativa y bastante psicológicas: Los irresponsables (1892), Luciano (1894), Sobrevivirse (1911), Amor de
artistas (estrenada en el teatro de Novedades de Barcelona el 14 de julio
de 1907), Confesión y De tren a tren. Y aunque todas estas
obras hoy han caído en el olvido, el tiempo sólo ha dejado vivo Juan José.
De los anteriores títulos y fechas
se deduce con toda claridad que Dicenta fue derivándose hacia temas de
conflicto proletario con una pasión tan honda, violenta y un tanto efectista y artificiosa
como Echegaray lo había hecho con los aristócratas y burgueses de su época, y
con los procedimientos romancescos de Tamayo y Baus, añadiéndole la
preocupación por las cuestiones sociales.
Es aquí donde ha de buscarse la
peculiar personalidad de este escritor, y es aquí donde nos vamos a detener en
una brevísima apostilla a sus tres o cuatro obras más representativas. Juan José es la primera, no sólo
cronológicamente, sino también por su mayor éxito y significación, ya que se
considera en España como uno de los primeros intentos de drama de tono
socialista o comprometido.
El argumento de Juan José se desarrolla cuando el albañil
Juan José, hijo de padres desconocidos, vive en amasiato con Rosa, muchacha
hermosa y amable de su misma clase, pero más inclinada al lujo que a las
privaciones inherentes a su estado social. Si convive con el obrero es sólo porque
se siente atraída por su “hombría”, pues le ha visto repetidas veces enfrentarse
valientemente con algunos “señoritos” patrones. Uno de estos, Paco, maestro de
la obra donde trabaja el protagonista, galantea a la joven, no perdiendo
ocasión de dirigirle requiebros, aun en presencia de Juan José. Éste, que vive
solo en el mundo y que ha puesto en Rosa todo su amor, está celoso. Del lado de
Juan José están Perico, que sueña con la libertad, e Ignacio y Andrés, que no
creen en nada, y que soportan la situación en que se encuentran, sin que se les
pase por la mente cambiarla. Completa el panorama Toñuela, la mujer de Andrés,
fémina honrada y sufrida, y la vieja Isidra, tipo celestinesco, buena bebedora,
codiciosa de dinero y por tanto, al servicio de los intereses amorosos del
“señorito” Paco.
Frecuentemente Isidra visita la
casa y hace cuanto puede para separar a Rosa de Juan José, dándole a entender a
la muchacha, que aceptando el amor de Paco, pasaría de la pobreza a la riqueza.
Un día, con sus malas artes, consigue la bruja combinar una cita en la taberna
entre Paco y Rosa. Juan José los sorprende y la emprende contra Paco. Después
de recíprocas amenazas los dos rivales están a punto de llegar a los golpes,
pero son contenidos por sus amigos.
Al
día siguiente Juan José es despedido; y como no consigue hallar trabajo en otra
parte, la miseria no tarda en apoderarse de su casa. Isidra se aprovecha de
ello para llevar a Rosa alguna comida y leña para calentarse y para hablarle de
Paco, pero Juan José, adivinando que algo se oculta en aquellos hipócritas e
interesados favores, la echa de su casa, y se decide a robar para mantener a su
Rosa; pero es detenido y condenado a ocho años de cárcel. Soporta con paciencia
su reclusión con la sola esperanza de, una vez cumplida su condena, unirse de
nuevo a Rosa, vivir como hombre de bien y ser feliz a su lado. Pero una carta
de su amigo Andrés le informa de que Rosa se ha convertido en la amante de Paco,
y que lleva con él una vida de lujo. Juan José llevado por su desesperación,
logra fugarse y matar a Paco, y cuando Rosa, fuera de sí, confiesa que amaba al
señorito y lo amará siempre, Juan José la estrangula; después se arroja
llorando sobre el cadáver y espera pacientemente la llegada de la justicia.
Como personaje, Juan José es hermano
del villano con consciencia de honra y de dignidad personal del teatro de Lope
de Vega, sólo que vestido de proletario y habitante no de la aldea, sino de la
ciudad. Frente a él, como antagonista, se levanta no ya el noble que abusa
injustamente del poder, sino el “señorito” patrono, sólo que su función
dramática es menos la del patrono que la de rival con dinero. Se funden en este
famoso drama realista, el espíritu tradicional del teatro español y la observación
de tipos contemporáneos. Obra popular por su emoción fácil y comunicativa, que
brota de las fuentes profundas de la sensibilidad, este drama ofrece “la
factura límpida y sencilla de las obras realizadas por el ímpetu de la
inspiración genial” (Boselli en Porto-Bompiani, 1959, vol. VI: 264).
Más sociales son otras obras de
Dicenta, aunque teatralmente no alcancen los logros de Juan José. En El señor feudal,
por ejemplo, aunque el drama ya tiene ciertos visos socialista, el argumento
sigue siendo —como escribe el crítico Torrente Ballester— “el tan manido esquema
inventado por Lope: una moza campesina engañada por un señorito y vengada por su hermano” (en Ruíz Ramón, 2000: 364).
Todavía el socialismo, en su típica
manifestación de lucha de clases, aparece más claro en Daniel. Aquí el protagonista es un doctrinario, que lleva a la
práctica sus principios. Mata a sangre fría, de una manera consciente, para dar
satisfacción a su dignidad ultrajada y, a la vez, por un imperativo de justicia
social: “Daniel es el odio; el odio que marcha majestuoso, indominable hacia
los grandes días justicieros del porvenir”, dirá la escritora Rosario de Acuña
y Villanueva en una carta abierta dirigida a Dicenta en 1907.
El lobo, cuya acción se
desarrolla en un presidio, se reduce a una moderada crítica del régimen
penitenciario. Abunda en tópicos y efectos melodramáticos, por lo que señala un
evidente descenso en la producción del autor. Dicenta mismo se había dado
cuenta de que el tipo de drama por él encarnado estaba agonizando para dejar
paso a obras de otra índole. Escribe en ¡Quién
fuera tú! (1916), una de sus novelas: “La vida don Anselmo se deslizó como
una comedia plácida, de escenas vulgares […] algo parecido a lo que llaman
ahora comedia de matices”. La alusión
al teatro de Jacinto Benavente no puede ser más clara. Otros dramas y comedias
dignos de mencionarse tenemos: El crimen
de ayer (1907) y Lorenza (estrenada
en el teatro de Novedades de Barcelona el 18 de julio de 1908).
En una sociedad marcada por el
analfabetismo y las desigualdades, Dicenta se preocupó por escribir obras
dentro de la línea de la educación, o si se quiere mejor, de intención
psicológica, entre las que podemos aludir Sobrevivirse
(interpretada por la famosa actriz María Guerrero) y Confesión. La primera, con cierto fondo autobiográfico, aspira a
reflejar la tragedia de un autor dramático que pierde el favor del público por
aparición de nuevas tendencias o gustos. El artista transige, cede, va
doblegándose, hasta que no puede más y acaba por suicidarse. La segunda, adquirió
particular interés, al ser señalada por algunos como precedente directo de La muralla de Joaquín Calvo Sotelo.
Buena parte de la crítica ha querido ver en esta famosa comedia, uno de los
mayores éxitos del teatro español contemporáneo, un simple plagio del drama de
Dicenta. La acusación llegó a plasmar en forma de querella formulada por una
hija de Dicenta ante el correspondiente Juzgado, el que se apresuró a emitir su
fallo favorable a Calvo Sotelo, reconociendo la originalidad de La muralla. La verdad es que las
innegables analogías de argumento y situación ente las dos obras puede
perfectamente atribuirse a meras coincidencias, muy frecuentes en el teatro de
todas las épocas; y puestos a buscar precedentes a La muralla, no sería difícil hallarlos, al margen de Confesión. Por ejemplo: O locura o santidad, de Echegaray; Era un santo, del padre Luis Coloma,
etc. El hombre enriquecido a costa de la miseria del prójimo, y cuya fortuna se
basa por tanto en un hecho delictivo, abunda en todas las latitudes; y el
problema de condenación o devolución que tal estado de cosas plantea a un
espíritu cristiano que debe ser harto reconocido para muchos confesores
(Díez-Echarri, 1984, vol. II: 1035).
Como novelista, Dicenta alcanzó
gran fama moviéndose en la misma línea sociológica de sus más características
obras dramáticas. Casi todas sus narraciones, más bien breves, fueron apareciendo
en colecciones de la época, tales como: “El cuento semanal”, “Los
contemporáneos”, “La novela corta”, etc.; y se distingue por su crudeza y
brusquedad; brusquedad y crudeza que afecta no sólo al lenguaje, sino también a
las situaciones. Basándose en ello, Sáinz de Robles (1957: 68-69) ha podido
señalar a Dicenta como “un precursor del tremendismo
o tremebundismo actual, tendencia
novelística que nuestro autor empezó a cultivar con fortuna hace bastantes
años, sin dárselas por ello de innovador ni adoptar actitudes extravagantes”.
Sus novelas más logradas son: El caudillo,
Galerna (1911), Los bárbaros (1912), Encarnación
(1913), Paraíso perdido, De piedra a piedra, De la vida que pasa (1914) y Mi
Venus (1915). Si hablamos de sus cuentos, sobresale El Spoliarium y Los de abajo.
Como cronista expresa sus viajes de
manera amena y con vigorosa sobriedad, mereciendo citarse obras magníficas
tales como Por Bretaña, Mares de España y la serie titulada Tinta negra (Prampolini, 1941, vol. XI:
65); como traductor pasó al español el drama catalán de Santiago Rusiñol,
titulado El místico.
Su labor periodística giró en torno
a la militancia y al compromiso del hombre con la sociedad. Y su preocupación
por la educación lo hizo escribir un bello informe titulado “La enseñanza
primaria en Madrid”, el cual sigue siendo uno de los pocos documentos serios
sobre el analfabetismo de la época.
Como se ha mencionado anteriormente,
Joaquín Dicenta, un “Primer Dicenta”, se inició escribiendo una serie de dramas
en verso en los que se muestra como neto heredero o epígono de la solemnidad
echegarayesca, pero que en ciertas ocasiones, por sus matices efectistas,
retoricismo exuberante, derroche de palabras y el valor costumbrista en los
tipos principales, se emparenta también con el teatro postromántico.
Poco a poco se hizo más sobrio y
realista, más moderno, pero sin renunciar a esa herencia romántica más o menos
visible o fondo de romanticismo íntimo que, como dice Sáinz de Robles (en
Valbuena Prat, 1983: 192), tiene la “extraordinaria sinceridad, realismo y
energía” para mover figuras, pasiones y trama que animan temas de asunto
social; acaso este desequilibrio entre el sentimiento y el marco ambiental, en
muchos casos, explique la extrañeza que produjo este “Segundo Dicenta” o
“Dicenta tardío” a sus contemporáneos, principalmente en la formación
intelectual de la “generación del 27” ,
cuya extrañeza fue más bien retórica,
que real.
En cuanto a ese fondo romántico en el que hay un arsenal
de tópicos reales, ideológicos, populares y sociales, la opinión de la crítica
se ha divido en dos bandos: 1) Los que consideran que el realismo y lo social
del Dicenta tardío, son simples elementos del fondo romántico; por lo tanto, la
“cuestión social” —como la llama García Pavón (1962)— sirve a su drama.
Entonces su éxito se explica porque la mayoría lo consideraba un melodrama moral (consciencia individual y moral); 2) El segundo grupo ven
el fondo romántico más como un acierto informativo del dramaturgo para fallar a
favor de propagar doctrinas igualitarias; por lo tanto, el drama sirve a la
“cuestión social”. Entonces su éxito se explica porque la mayoría lo
consideraba un melodrama social
(consciencia de clase).
1) Primer
grupo: el Dicenta tardío es un autor que gira en torno al drama moral. El
primer grupo de críticos ha sido el más influyente. Para ellos, Dicenta, a diferencia de Cano y Sellés, o de
otros oscuros escritores de su tiempo —que son escritores por puro accidente—
es, ante todo, un dramaturgo para quien el teatro es sólo instrumento de
creación literaria o estéticamente valiosa, lo que hace imposible llevar a las
tablas cualquier pretensión panfletaria al servicio de una urgente ideología de
combate, ya que de lo contrario la obra adquiriría un cariz de “vulgar instrumento
de presión” (Véase Raimondi, 1987: 734).
Tomando
como ejemplo el Juan José, este grupo
argumenta que el escenario en el que se desenvuelve el drama efectivamente es
real (las costumbres exteriores, los trajes, el idioma de los tipos pertenecen
a la época y están reproducidos con gráfica fidelidad), pero los caracteres,
las almas, resultan, a pesar del indudable dramatismo que desarrollan, tan
arcaicos y legendarios como los personajes de Víctor Hugo porque bajo la
chaqueta de Juan José se esconde el hidalgo con toda su altanería fanfarrona.
Por tanto, dentro de aquel típico casticismo local, madrileño, que anima el realismo
del dramaturgo, realismo conseguido al nivel de la palabra, todavía persiste la
vieja almendra del romanticismo, decisivo aún en la estructura misma de la
acción y en la psicología de los personajes.
Así,
más que un drama social, Juan José es
un drama de pasiones individuales (honor, amor o, mejor aún, de celos) inserto
en un medio proletario, ya que Rosa ni siquiera ha cometido adulterio, puesto que
ninguno de los dos era casado. Además, la causa que genera el asesinato, como
reiteradamente observan los personajes, radica en el carácter de Juan José, y
no por el anarquismo, ni por el socialismo: es un enamorado que roba y mata no
por necesidad material ni por anhelos de desquite social (Salas, 1991, vol. II:
652). Si éste surge a lo largo de la obra es incidentalmente, como algo
secundario y ajeno a mecánica social alguna como lo indica la trama, y aparece
más bien como una mecánica dramática.
Por lo tanto, la “realidad social”
no tiene más función dramática que servir de ocasión para hacer posible la
escena final: el dramaturgo, tal como ha plateado su obra, necesita para el
desarrollo de la acción, realistamente construida —queremos recalcar que nos
referimos sólo a la construcción— que Rosa se quede sola —y por eso enviará a
Juan José unos meses a la cárcel— para convertirse en la amante de Paco, que,
por otra parte, se porta con ella como un hombre enamorado y que nada tiene de
monstruoso. La situación final está, pues, dramáticamente preparada. Juan José
escapará de la cárcel y matará al rival (no al patrono) y a la amada infiel. La
situación de paro, de hambre, de imposibilidad de encontrar trabajo, el robo
como única salida y la cárcel tienen, primariamente, función dramática. La
“cuestión social” sirve al drama, y no el drama a la “cuestión social”. Lo
social no es ni siquiera un
coadyuvante o condicionante del conflicto, sino un simple elemento del drama.
Cierto que Juan José se queja con violencia de no encontrar trabajo, pero los
responsables de tal situación no tienen papel alguno y no aparecen insertas en
la acción las causas de tal situación. No hay protesta ni denuncia ni apenas
consciencia social en ninguno de los personajes. El impacto del drama sobre el
espectador y su relación con el drama social estriba en la nueva dignidad
dramática —palabra y actitud— del personaje proletario, en la dignidad
individual de las dramatis personae,
pero no en su significación social. Dicenta dignifica el papel del proletariado
como personaje, pero no socializa la materia dramática.
Efectivamente
Dicenta tiene en la historia literaria el mérito de haber introducido en los
escenarios la corriente socializante que se pondría en boga a principios del
siglo XX, pero, gracias a su tono melodramático y maniqueista, el de Juan José y el de El señor feudal es un socialismo simplista, un socialismo que se
conforma con un pedazo de pan y respeto de la honra, un socialismo resignado e
incapaz de enfrentarse con el auténtico problema socialista, que es la lucha de
clases. Los personajes, llámense Daniel, Jaime, el Lobo o Juan José —éste en menor grado—, se rebelan contra unos
usos, unas instituciones y un estado vigente, porque tienen consciencia del
papel que desempeñan dentro de la sociedad, papel fundamentalísimo al que la
misma sociedad no responde, al menos así lo creen ellos, en la forma justa y
debida. Y en esa consciencia radica la diversificación de estos personajes.
Cuando Peribáñez mata al comendador de Ocaña o cuando asesina al suyo el pueblo
irritado de Fuenteovejuna, no lo hacen en nombre de principios sociales ni
guiados por el afán reivindicador, sino pura y simplemente en defensa de su
honra, conscientes de que cometen un crimen y deben responder de él, como lo
hacen, ante la autoridad real. En otras palabras, obran como en circunstancias
análogas obraría un burgués enamorado de Rosa: asesinado a su rival en ciego
ataque de celos. Nada, pues, de reivindicaciones de tipo proletario; crimen
pasional simplemente. “Si con este motivo, y al socaire del argumento, el autor
quiere largarnos su prédica socialistoide, está en su perfecto derecho”
(Díez-Echarri, 1982, vol. II: 1034).
De este modo, en Juan José se admite la vejación social;
pero no las ofensas al honor, por tanto, sigue siendo, ante todo, un drama de
celos”. Incluso hasta los personajes se expresan como quien está ya de vuelta a ciertos métodos violentos y
considera la igualdad de clases pura utopía. Dice Ignacio, uno de los
compañeros de Juan José:
También me he echao a la calle yo,
y he andao a tiro limpio en las barricás, y hasta renquo de un balazo que ame
atizaron en esta pierna… Pues oye, albañil, era y albañil soy; diez reales
ganaba y diez reales gano; los que me metieron en el ajo van en coche y yo a
pie; ellos sacaron de las barricás una excelencia y yo un mote. A ellos les
llaman el excelentísimo señor don Fulano de Tal y a mí Ignacio el Cojo.
Y como, a pesar de todo, insiste en que estaría
dispuesto por vengarse de quienes le explotan a tirarse otra vez a la calle, y
hasta “perdería con gusto las dos piernas”, otro de los compañeros, Andrés, le
interrumpe: “Como no las pierdas hasta entonces, irás al cementerio andando”.
No obstante, Dicenta es el autor por excelencia de Juan José, como lo es Zorrilla de Don Juan Tenorio, Cano de La
pasionaria y Marquina de En Flandes
se ha puesto el sol.
Si se dirige la mirada ahora a El señor feudal, Torrente Ballester
señala la aparición de algunos tipos, que pueden considerarse hasta cierto
punto de “una mentalidad nueva y curiosa” en el teatro español: el
administrador, que se enriquece a costa de su señor y niega a los demás los
derechos que en otro tiempo reclamaba para sí; el aristócrata marqués de
Atienza, que antes que rico sabe ser señor, frente al tío Roque, que no sabe
ser señor y sólo acierta a presumir
de rico; pero el verdadero “personaje
nuevo” será Jaime, obrero autodidacta
que ofrece todo un ideario renovador: considera a la esposa como compañera que
comparte los mismos problemas y preocupaciones que el marido; sueña en la
redención por el trabajo, en la ley de su propio esfuerzo como timbre de
nobleza y dignidad, y en el orgullo como algo inherente al hombre prescindiendo
de su situación en la escala social.
Pero esta mentalidad nueva no alcanza
en el drama suficiente objetivación. El dramaturgo no consigue convertir la
nueva mentalidad, patente en la palabra del personaje, en fuente directa y
determinante de la acción, tal como ocurre en El honor de Sudermann, o en Los
tejedores de Hauptmann, sólo que dentro de la especial problemática
española. En la estructura del drama social español —y eso le da un carácter
muy específico en el panorama del teatro social europeo— los contenidos éticos
juegan un papel predominante, hasta el punto de que el eje en torno al cual
giran los conflictos tienen una función dramática directa con la vieja
mentalidad tradicional de carácter moral e individual, e indirecta con la nueva
mentalidad de carácter social. El choque de clases, cada una con su distinta
problemática socioeconómica es, en realidad, no tanto un choque de clases, sensu stricto, como un choque de
personas morales, y, en ellos de sistemas de valores éticos. Es decir, los
representantes de las clases sociales, conflictivamente enfrentados, representan mucho menos una
clase social que un individuo moral. Las motivaciones de la acción que
determina el desenlace y, por tanto, el sentido último del drama, tienen su
raíz, consecuentemente, “no en la consciencia
de clase, sino en la consciencia de
la propia individualidad. Y esta consciencia es fundamentalmente moral” (Torrente
Ballester en Ruíz Ramón, 1990: 1024-1025 y 2000: 365).
2) Segundo
grupo: el Dicenta tardío es un autor que representa la aurora del “drama
social”. Este segundo grupo de críticos consideran que seríamos injustos si
no reconociésemos el efectivo valor del drama tardío dicentiano cuando denuncia
de la manera más insobornable, entreverando disputas de honor, los
enfrentamientos de clase de las últimas décadas del siglo XIX. Verdad que sus
obreros no parece que hayan existido en realidad debido a ese fondo romántico, melodramático y
maniqueo en el que se mueven, pero es indudable que el autor aprovecha
técnicamente esta vía sentimental y anecdótica para desarrollar un teatro
preocupado por practicar una literatura de tono crítico y comprometido con la
situación del proletariado de la época (Valbuena Prat, 1983: 192); aunque definitivamente
no aparecerá con la belleza literaria que se plasmó en obras coetáneas y
posteriores de un teatro proletario a lo ruso.
De
este modo, pese a las observaciones de los críticos anteriores, tanto Juan José como El señor Feudal, a través de la escena de conflicto que recrean se
refracta también la cruenta lucha de clases que engendra el paro, la miseria,
el hambre y la injusticia provocados por el capitalismo restauracionista de
finales del siglo XIX. Ahora bien, si tomamos el caso de Daniel, el asunto es más claro, pues podemos darnos cuenta de que
ahora sí el sentimentalismo humanitario de Dicenta lo empuja hacia la
depuración temática para hacer que la tragedia sea provocada bajo un principio
de justicia colectiva en todos los postulados sociales más que con los de la
consciencia personal; y, al eliminar a ciertos seres, se eleva al plano general de lucha de clases una cuestión particular (Sáinz de Robles, 1956,
vol. II: 325),
Con
base en lo anterior, las obras dramáticas del Dicenta tardío se pueden
considerar como un típico modelo de aquel generoso romanticismo socialista que
tanto cundió en los países latinos.
Y
aunque en gran parte, se consiguió la intervención de personajes de la clase
proletaria, los dramas de Dicenta no alcanzaron en ningún caso la fuerza
teatral de novela realista o costumbrista.
Efectivamente, aunque para algunos
estudiosos Dicenta es un personaje representativo del género costumbrista, es
decir, un hombre que a través del drama mostraba los usos y costumbres sociales
pero sin recurrir al análisis de dichos usos y costumbres que relataba, viene a
ser más bien, al igual que José López-Pinillos con su Esclavitud, la liquidación de un sector costumbrista —nótese el ya
mencionado madrileñismo del ambiente de Juan
José, por ejemplo. Por otro cause bien distinto se liquidaba también el
lado realista de la comedia.
Dicenta emplea su extraordinaria
habilidad en la construcción escénica sobre todo en la creación de ambientes,
personajes y circunstancias dramáticas para manipular la mala coriciencia
burguesa del espectador o lector con el fin de provocar empatía y despertar una
rabia revolucionaria capaz de lanzarse a las barricadas, junto al proletario. A
través de situaciones de conflicto aparentemente de índole moral o personal y
una antiburguesía romántica, Dicenta rescata la dignificación proletaria,
sirviendo de estandarte de “las aspiraciones emancipatorias del conjunto del
pueblo y la humanidad, pues es la clase social que no posee nada, más que su
fuerza de trabajo; por ello de la clase obrera surgen las manifestaciones más
profundas de solidaridad, a lo largo de la historia: de solidaridad y también
de la lucha más sacrificada, más abnegada, más comprometida, hasta el final”
(Martínez Pacheco, 2008).
De ahí que el mayor honor que
Joaquín Dicenta tiene en la historia literaria se debe a su título haber
llevado por primera vez al pueblo al
teatro con extraordinaria sinceridad, realismo y energía. Pero dicho pueblo tiene una función muy distinta de
la que le habían asignado los dramaturgos del Siglo de Oro. Y a pesar de que la
crítica anteriormente estudiada minimiza los rasgos sociopolíticos, es
impactante aquella frase que Dicenta hace pronunciar de boca de Ignacio, el
personaje del Juan José: “Echarse a
la calle”. Palabras que hoy indican la necesidad de que el pueblo salga a la
calle y manifieste de forma pública su malestar. La protesta colectiva popular,
las ocasiones, las formas y los espacios en los que la “gente común” altera el
orden cotidiano para exigir una mejora de sus condiciones de vida o para
reclamar derechos sociales y políticos.
Conforme a lo anterior podemos
decir que el gran aporte de Joaquín Dicenta fue preparar camino de lo que
vendrá a ser el teatro social; gracias a su tentativa se configuró como la
aurora de ese teatro social que penetró en el siglo XX con fuerza y que contó
con el apoyo del público.
Tal fue su contribución que en
América Latina influyó en los movimientos sociales de liberación, por ejemplo,
la militante peruana Ángela Ramos Relayze propuso en vísperas de la fiesta de
los trabajadores en 1919: “se trata de que en ese día las compañías dramáticas
hagan subir a escena la obra socialista Juan José de Joaquín Dicenta, en
homenaje a este paladín de los derechos del obrero […] En estos momentos en que
todo el mundo tiende al socialismo, todos, absolutamente todos debemos
confesarnos obreros y comprender que el 1ero de mayo es una fiesta humana
universal” (Ramos, 1990, vol. I: 390-391).
III. Esbozo biográfico y conclusiones
Joaquín Dicenta y Benedicto nació
en 1863 en Calatayud, ciudad de la provincia de Zaragoza (región de Aragón).
Fue bautizado en Vitoria el 3 de febrero de 1863. Estudió las primeras letras
en el Colegio de Escolapios de Getafe, cerca de Madrid y el bachillerato en
Alicante. Al quedar huérfano de padre se trasladó a Madrid e ingresó en la Academia Militar ,
de la que fue expulsado por su carácter anticlerical, indisciplinado y
anárquico. Gran bebedor, se entregó a la bohemia más absoluta para cultivar la
poesía (“Del tiempo mozo”, “Lujuria”, etc.), la cual publicó en “Edén”,
periódico progresista. También fue asiduo colaborador de “El liberal”.
Su
presentación al gran público ocurrió con el drama romántico en cuatro actos y
en verso El suicidio de Werther, cuyo
estreno en 1887 se debió a la decidida protección de Tamayo y Baus. La madre de
Dicenta había acudido al autor de Un
drama nuevo, y como la obra de Joaquín encajaba bien dentro de la línea
romántica que siempre había seguido Tamayo, éste le patrocinó desde el primer
momento. Escribe a este propósito Andrés González Blanco (1921: 3) las
siguientes líneas:
Fortuna fue para Dicenta que su
primer drama no fuese Juan José, Aurora o Daniel, porque entonces, al presentárselo a don Manuel Tamayo, éste
le hubiera repelido con indignación o al menos con excusas: católico
practicante y convencido, retardado en sus ideas sociales, mal hubiera comprendido
el iluminismo semiacrático que fulgura en este tríptico dramático. Pero fue El suicidio de Werther, un drama
romántico donde no se apuntaba aún la preocupación social insistente después en
los dramas de Dicenta; y este detalle nos dio acaso un dramaturgo.
A partir de este momento, entre el vino y los
amoríos, se entregó sin reposo a escribir para el teatro libretos para dramas
en verso, prosa, zarzuelas, sainetes y comedias al estilo pujante de Echegaray,
notables crónicas para periódicos republicanos y esbozos, novelas y cuentos
para los editores.
Siguen unos cuantos estrenos sin
mucho éxito, entre ellos el de La mejor
ley (1890), y para subvenir a las necesidades más apremiantes Dicenta
acepta la dirección de un periódico en San Sebastián; pero el cargo se aviene
mal con su temperamento brioso y enemigo del orden social establecido, pronto
lo abandona para volver a Madrid (1892) e ingresar en la Redacción de “El
Resumen”.
Después
de Los irresponsables (1892), drama
antiburgués en tres actos muy discutido por la crítica y reprobado severamente
por P. Blanco, y Luciano (1894),
drama en prosa tímidamente realista, presenta Juan José con un aplauso elocuente por parte del público, a tal
grado, que mereció el elogio de Azorín.
El triunfo de Juan José fue celebrado por numerosos literatos y periodistas
madrileños, quienes ofrecieron a Dicenta un banquete celebrado en la corte (11
de noviembre de 1895). Igual homenaje se le rindió en otras ciudades de la
península.
Aunque ninguna de sus obras volvió
a tener tan clamorosa acogida, estrenó también con aplauso Honra y vida (1888), obra basada en la concepción española clásica
del honor en la época de Pedro I de Castilla, estrenada en el teatro de la Zarzuela de Madrid, en
abril der 1891, mereciendo unánimes elogios de la crítica; El
señor feudal (1896), que presenta un tema idéntico a Juan José, pues de nuevo, el honor por la mujer mancillada
provocará el conflicto central, pero bajo una atmósfera medieval y romántica;
en 1898 escribió el libreto, en colaboración con Manuel Paso[1], de la zarzuela Curro Vargas, que lleva música de
Ruperto Chapí y cuyo estreno con gran aplauso fue en el circo-teatro de Parish,
de Madrid, basada en la célebre novela de Alarcón El niño de la bola, y que dio lugar a las reclamaciones de los
herederos del ilustre novelista; Aurora
(1902), sobre la situación de las mujeres trabajadoras. Cerraría el grupo de
piezas parasociales de ambiente proletario, Daniel
(1906), drama sindicalista que el propio autor consideraba como la mejor de sus obras.
El último drama de Dicenta, sin
relación alguna con la materia social, será El
lobo (1913), cuyo protagonista es un criminal transfigurado por el amor.
Como periodista de ideas radicales, desempeñó
un importante papel a finales del siglo XIX, especialmente en la dirección de
“Germinal”, revista literaria española pre-noventayochista que tuvo una corta
pero intensa vida (1897-1898, reaparecida en 1901 y 1903), en la que
colaboraron Jacinto Benavente, Rafael Delorme, Ricardo Fuente, Jurado de la Parra , Félix Limendoux,
Antonio Palomero, Antonio Paso, Nicolás Salmerón Garcia, Valle-Inclán, Eduardo
Zamacois, Eusebio Blasco, Alejandro Sawa, Mariano de Cavia, Ramiro de Maeztu,
Pío Baroja, Ricardo Yesares, Manuel Paso y Urbano González Serrano.
Javier Barreiro en su libro Cruces de bohemia (2001) exhuma unas
feroces opiniones de Julio Camba contra Joaquín Dicenta y la defensa que de él
hizo Maeztu y nos cuenta cómo Azorín y Unamuno le censuraron su vida disipada y
la frecuentación de hampones.
Al
enfermar, Dicenta se traslada a Alicante en busca de mejor clima, pero el 20 de
febrero de 1917 finalmente fallece. Juan José fue traducido al portugués,
italiano, catalán, alemán, inglés, danés, holandés, noruego y francés, lugares
donde el drama había logrado gran fortuna. También se tradujeron a idiomas
extranjeros, Luciano, Los bárbaros, Amor de artistas, Aurora,
Daniel, El crimen de ayer y Sobrevivirse
estrenados con gran éxito en Madrid por la compañía Guerrero-Mendoza y por la
de Fuentes-Moreno. Póstumamente se publica el drama lírico La promesa y la generación del 98 dará a Dicenta cierto valor.
Vida
y obra, como siempre se funden, y en el caso de Joaquín Dicenta construyen un
montaje poblado de sensibilidad, bohemia romántica y altas motivaciones para el
compromiso social de denunciar el vivir enajenado que la realidad sociocultural
de la clase burguesa nos impone. Y aunque Coronado (s.f.) afirma que: “La
literatura como expresión cultural y estética, funda se esencia en su propia
libertad. El que pueda ser utilizada como instrumento ideológico o como
artefacto estético no tener relación con su propia capacidad expresiva. La
literatura llamada ‘comprometida’ funda su propio valor en su funcionalidad
estética y no en el ‘mensaje’ que transporta”. Pensamos que trabajar en la Literatura refuerza la vocación
de comunicar estética y estilísticamente una visión profunda del mundo, pero
dicha visión siempre tendrá repercusiones en el curso de lo social, y por tanto
dará nacimiento a una forma de compromiso con la libertad de los seres humanos.
______________________________
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