La última
ronda
Por: Princesa Hernández
Dicen que
soy vulgar, que mi corazón no existe y que mi cabello rojo se pasea por los
burdeles y las delicias de la noche.
Soy yo,
una mujer que tiene bonitas piernas y un ombligo sinvergüenza y provocador, soy
aquella que de niña se ponía medias de reja y se pintaba las uñas de los pies;
sí, también soy la que espiaba a sus padres mientras hacían el amor, pecadores
y sensuales como lo eres tú y lo somos todos.
Miro mi
figura desnuda frente al espejo, imagen común en cualquier mujer pero especialmente
suculenta para mí; he aprendido a dejar de ver mis senos o la cantidad de
celulitis que hay en mis nalgas; ahora le pongo atención a mis ojos, a la
mirada que pongo ante mi propia imagen. Elijo el disfraz del día y me voy.
Lunes
7:00 de la mañana, la ciudad huele a resaca y a lágrimas de niños que no
quieren ir a la escuela, a albañiles descansando y a hombres y mujeres que
inician la rutina de vivir, a seguir la inercia de asistir a sus oficinas,
comer, hablar, mirar y si tienen suerte, sonreír. Al tiempo que pienso esto, sé
que estoy inmersa en esa imagen: Elvira esperando el camión para asistir a un
trabajo que se come sus días… pero no sus noches, respondo.
Obra de Gustavo Mora publicada en la revista Óclesis 5 |
Le hago
la parada el camión, el conductor se para y subo lentamente, hace evidente su molestia
y pisa el acelerador antes de que pueda sentarme, tiene prisa por llegar a un
destino impuesto y cíclico, necesita cumplir su ruta y juntar cierta cantidad
de dinero para llegar a sus hogar y que su mujer desgreñada lo reciba
silenciosamente y ambos miren en el televisor las maravillas que el dinero
puede comprar. La gente ya no cabe, pero el conductor sigue subiendo a más
personas, todos nos miramos con indignación aparente, sin embargo sabemos por qué
lo hace, sabemos por qué se pasa el alto y le grita a las personas cuando no le
indican exactamente dónde quieren bajar, sabemos que ese hombre detrás del
volante quisiera volar y alejarse de las cumbias y del olor a gasolina.
Durante
el trayecto hacia el trabajo me pongo los auriculares y escapo de las miradas y
de los olores de los pasajeros, escucho una voz ronca y contestataria, fundo
mis pensamientos con la armonía, así llego con mi dosis diaria de rebeldía al
trabajo, intento no cantar en voz alta pero la circunstancia lo amerita…
El campeón tiene miedo
tiene miedo de pegar
no se quiere romper las manos
porque tiene que cantar
el ritmo del protector bucal
el bombo de la ciudad
le golpea en el culo
golpea y nada más
¡alta suciedad!
¡Bajan!
grito; dejo esos rostros anónimos que no volveré a encontrar.
Llego al
restaurante y tomo el mismo mandil de hace años, el hombre que siempre tiene un
fajo de billetes entre las manos me mira y se lleva el dedo índice hacia su
reloj. Sé que llegué tarde, que hará todo lo posible por descontarme dinero y
que tratará de regañarme delante de todos para reafirmar su condición de jefe.
Llega
Andrea, con un tono lastimoso murmura:
- Dice
Rafa que vayas a la caja porque necesita decirte algo.
Pienso en
la canción, alta suciedad basura de la
alta suciedad, me planto frente a él, y veo que sus labios se mueven, que
sus cejas se arquean y su ceño se frunce, veo su mirada enojada y sus dedos
amarillos, no logro comprender su blablabla , ni siquiera escucho el murmullo
de los comensales, sé que las demás meseras clavan sus ojos sobre mí pero no
les pongo atención, la peste de su aliento se difumina sobre mi cara y sólo así
despierto de mi letargo… ¿entendiste? digo que sí pero mis pensamientos están
en esa imagen de la mañana cuando mi cuerpo tibio y bello está parado frente al
espejo. Voy al baño, vuelvo a hacerme el chongo y deslizo una plasta de gel
sobre mi cabello para que no se salga ni uno solo, paseo mi lengua húmeda entre
los labios y poco a poco se desdibuja el color carmín de mi boca, quito el
exceso de maquillaje de mis pómulos y salgo del baño con la máscara de la mujer
que no soy, transparente, casi me confundo con las sillas o las mesas. Tomo las
órdenes del anciano que cada mañana pide una concha de chocolate y café de olla
con piloncillo. Llegan los diputados con sus sonrisas voraces y sus garras afiladas,
piden comida en exceso sólo para probar que el desperdicio es una excentricidad
que ellos se pueden permitir, el hambre de quienes gobiernan es su sustento y
tienen que evidenciarlo. Veo a mis compañeras, están orgullosas de laborar en
este restaurante, piensan que no cualquiera trabaja aquí, que hay oportunidad
de servirle el café a gente poderosa y que de acuerdo a la propina que les dejen
es el tamaño de sus oportunidades en un futuro. Ellas son bonitas, tienen vidas
rosas y ligeras, trabajan porque, en sus propias palabras, es el lugar de moda,
pero todas tienen auto y estudian en las mejores universidades, su ropa es cara
y con trabajo o sin trabajo su vida está llena de lujos y de sonrisas. Me ahoga
tanta perfección, ellas no saben lo que es el transporte público, ni lo que es
tener veinticinco años y estar sola, sin fe.
Constantemente
siento la mirada de Andrea, parece que le da curiosidad saber por qué estoy
aquí, por qué Rafael, a pesar de que no soporte mi presencia y me diga vulgar,
no se atreve a correrme, la miro yo también y sonríe. Sigo sirviendo platos y
limpiando mesas, ningún cliente coquetea conmigo como con las demás, las
propinas que recibo son insignificantes y a cada segundo soy más ajena, lejana.
Para darme ánimos pienso en la noche del sábado, el bar más bohemio de la
ciudad, con sus luces tenues y el pequeño estrado donde los músicos de jazz
tocan al ritmo de su corazón, ahí sí que puedo ser yo, con mi cabello rojo,
esponjado y mis tacones sonoros y desafiantes. Ahí los hombres me seducen y no
tienen miedo de invitarme una copa y dedicarme una canción, el ambiente es ocre
y el alcohol sube, baja, recorre mi sangre e ilumina la oscuridad… ¡Elvira!
volteo y es Andrea quien grita, no puedo sostenerle la mirada, porque veo lo
que nunca seré: su actitud serena y segura, la altivez de su insinuada figura,
su cabello virgen. Se acerca y dice: Ya es hora de cerrar, voy a esperar a mi
novio en la entrada ¿me acompañas o ya te vas? nos sentamos en la banca de la
entrada y trato de platicar del trabajo, pero ella toma el control de la
conversación. Eres muy extraña ¿verdad?, su pregunta me pone nerviosa e
indefensa pero pienso en que a pesar de que ella lo tenga todo nunca sabrá lo
que se siente vivir el peligro de una noche borrascosa con un hombre en tu cama
del que desconoces su nombre, y jamás sabrá lo que es tener dentro a un hombre
tan asqueroso que el placer nazca a partir de la repulsión. Andrea no consigue
que le diga una sola palabra, así que continúa: No importa que no seas como
nosotras, algo debes tener que Rafa te aceptó y aún no te ha despedido. Mira,
ya llegó Chema, te lo presento, ella es Elvira, esboza una sonrisa que más
parece una mueca y antes de decirme mucho gusto, su nextel lo distrae y con una seña hace que Andrea se despida y se
vayan juntos hacia su vida rodeada de gente hermosa y sábanas de seda.
Me quedo
sentada, mirándolos, pensando en que Rafa no puede correrme porque mi madre es
la cocinera que falleció porque no la aseguraron, ni le prestaron dinero para
su operación y para que yo no demandara tuvo que ofrecerme trabajo. Veo que
llega por mí el pintor que conocí el sábado, no es tan guapo como lo recordaba,
me dobla la edad, tiene los dientes podridos y la piel maltratada. Nos vamos
tomados de la mano a la parada del camión y veo que desde los vitrales del
restaurante me ven mis compañeras, con pena, con morbo, con satisfacción;
alegrándose de esa escena sin ser ellas las protagonistas y sentirse felices de
que ellas no son yo. El pintor me agarra una nalga y tomamos la ruta que nos
llevará al bar, a un motel de paso, a su casa, a una noche bajo la luna, a un
rincón sin nombre para tomarnos la última ronda.
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