lunes, 3 de diciembre de 2012


La última ronda


Por: Princesa Hernández


Dicen que soy vulgar, que mi corazón no existe y que mi cabello rojo se pasea por los burdeles y las delicias de la noche.
Soy yo, una mujer que tiene bonitas piernas y un ombligo sinvergüenza y provocador, soy aquella que de niña se ponía medias de reja y se pintaba las uñas de los pies; sí, también soy la que espiaba a sus padres mientras hacían el amor, pecadores y sensuales como lo eres tú y lo somos todos.
Miro mi figura desnuda frente al espejo, imagen común en cualquier mujer pero especialmente suculenta para mí; he aprendido a dejar de ver mis senos o la cantidad de celulitis que hay en mis nalgas; ahora le pongo atención a mis ojos, a la mirada que pongo ante mi propia imagen. Elijo el disfraz del día y me voy.
Lunes 7:00 de la mañana, la ciudad huele a resaca y a lágrimas de niños que no quieren ir a la escuela, a albañiles descansando y a hombres y mujeres que inician la rutina de vivir, a seguir la inercia de asistir a sus oficinas, comer, hablar, mirar y si tienen suerte, sonreír. Al tiempo que pienso esto, sé que estoy inmersa en esa imagen: Elvira esperando el camión para asistir a un trabajo que se come sus días… pero no sus noches, respondo.
Obra de Gustavo Mora publicada en la revista Óclesis 5
Le hago la parada el camión, el conductor se para y subo lentamente, hace evidente su molestia y pisa el acelerador antes de que pueda sentarme, tiene prisa por llegar a un destino impuesto y cíclico, necesita cumplir su ruta y juntar cierta cantidad de dinero para llegar a sus hogar y que su mujer desgreñada lo reciba silenciosamente y ambos miren en el televisor las maravillas que el dinero puede comprar. La gente ya no cabe, pero el conductor sigue subiendo a más personas, todos nos miramos con indignación aparente, sin embargo sabemos por qué lo hace, sabemos por qué se pasa el alto y le grita a las personas cuando no le indican exactamente dónde quieren bajar, sabemos que ese hombre detrás del volante quisiera volar y alejarse de las cumbias y del olor a gasolina.
Durante el trayecto hacia el trabajo me pongo los auriculares y escapo de las miradas y de los olores de los pasajeros, escucho una voz ronca y contestataria, fundo mis pensamientos con la armonía, así llego con mi dosis diaria de rebeldía al trabajo, intento no cantar en voz alta pero la circunstancia lo amerita…



El campeón tiene miedo
tiene miedo de pegar
no se quiere romper las manos
porque tiene que cantar
el ritmo del protector bucal
el bombo de la ciudad
le golpea en el culo
golpea y nada más
¡alta suciedad!

¡Bajan! grito; dejo esos rostros anónimos que no volveré a encontrar.
Llego al restaurante y tomo el mismo mandil de hace años, el hombre que siempre tiene un fajo de billetes entre las manos me mira y se lleva el dedo índice hacia su reloj. Sé que llegué tarde, que hará todo lo posible por descontarme dinero y que tratará de regañarme delante de todos para reafirmar su condición de jefe.
Llega Andrea, con un tono lastimoso murmura:
- Dice Rafa que vayas a la caja porque necesita decirte algo.
Pienso en la canción, alta suciedad basura de la alta suciedad, me planto frente a él, y veo que sus labios se mueven, que sus cejas se arquean y su ceño se frunce, veo su mirada enojada y sus dedos amarillos, no logro comprender su blablabla , ni siquiera escucho el murmullo de los comensales, sé que las demás meseras clavan sus ojos sobre mí pero no les pongo atención, la peste de su aliento se difumina sobre mi cara y sólo así despierto de mi letargo… ¿entendiste? digo que sí pero mis pensamientos están en esa imagen de la mañana cuando mi cuerpo tibio y bello está parado frente al espejo. Voy al baño, vuelvo a hacerme el chongo y deslizo una plasta de gel sobre mi cabello para que no se salga ni uno solo, paseo mi lengua húmeda entre los labios y poco a poco se desdibuja el color carmín de mi boca, quito el exceso de maquillaje de mis pómulos y salgo del baño con la máscara de la mujer que no soy, transparente, casi me confundo con las sillas o las mesas. Tomo las órdenes del anciano que cada mañana pide una concha de chocolate y café de olla con piloncillo. Llegan los diputados con sus sonrisas voraces y sus garras afiladas, piden comida en exceso sólo para probar que el desperdicio es una excentricidad que ellos se pueden permitir, el hambre de quienes gobiernan es su sustento y tienen que evidenciarlo. Veo a mis compañeras, están orgullosas de laborar en este restaurante, piensan que no cualquiera trabaja aquí, que hay oportunidad de servirle el café a gente poderosa y que de acuerdo a la propina que les dejen es el tamaño de sus oportunidades en un futuro. Ellas son bonitas, tienen vidas rosas y ligeras, trabajan porque, en sus propias palabras, es el lugar de moda, pero todas tienen auto y estudian en las mejores universidades, su ropa es cara y con trabajo o sin trabajo su vida está llena de lujos y de sonrisas. Me ahoga tanta perfección, ellas no saben lo que es el transporte público, ni lo que es tener veinticinco años y estar sola, sin fe.
Constantemente siento la mirada de Andrea, parece que le da curiosidad saber por qué estoy aquí, por qué Rafael, a pesar de que no soporte mi presencia y me diga vulgar, no se atreve a correrme, la miro yo también y sonríe. Sigo sirviendo platos y limpiando mesas, ningún cliente coquetea conmigo como con las demás, las propinas que recibo son insignificantes y a cada segundo soy más ajena, lejana. Para darme ánimos pienso en la noche del sábado, el bar más bohemio de la ciudad, con sus luces tenues y el pequeño estrado donde los músicos de jazz tocan al ritmo de su corazón, ahí sí que puedo ser yo, con mi cabello rojo, esponjado y mis tacones sonoros y desafiantes. Ahí los hombres me seducen y no tienen miedo de invitarme una copa y dedicarme una canción, el ambiente es ocre y el alcohol sube, baja, recorre mi sangre e ilumina la oscuridad… ¡Elvira! volteo y es Andrea quien grita, no puedo sostenerle la mirada, porque veo lo que nunca seré: su actitud serena y segura, la altivez de su insinuada figura, su cabello virgen. Se acerca y dice: Ya es hora de cerrar, voy a esperar a mi novio en la entrada ¿me acompañas o ya te vas? nos sentamos en la banca de la entrada y trato de platicar del trabajo, pero ella toma el control de la conversación. Eres muy extraña ¿verdad?, su pregunta me pone nerviosa e indefensa pero pienso en que a pesar de que ella lo tenga todo nunca sabrá lo que se siente vivir el peligro de una noche borrascosa con un hombre en tu cama del que desconoces su nombre, y jamás sabrá lo que es tener dentro a un hombre tan asqueroso que el placer nazca a partir de la repulsión. Andrea no consigue que le diga una sola palabra, así que continúa: No importa que no seas como nosotras, algo debes tener que Rafa te aceptó y aún no te ha despedido. Mira, ya llegó Chema, te lo presento, ella es Elvira, esboza una sonrisa que más parece una mueca y antes de decirme mucho gusto, su nextel lo distrae y con una seña hace que Andrea se despida y se vayan juntos hacia su vida rodeada de gente hermosa y sábanas de seda.
Me quedo sentada, mirándolos, pensando en que Rafa no puede correrme porque mi madre es la cocinera que falleció porque no la aseguraron, ni le prestaron dinero para su operación y para que yo no demandara tuvo que ofrecerme trabajo. Veo que llega por mí el pintor que conocí el sábado, no es tan guapo como lo recordaba, me dobla la edad, tiene los dientes podridos y la piel maltratada. Nos vamos tomados de la mano a la parada del camión y veo que desde los vitrales del restaurante me ven mis compañeras, con pena, con morbo, con satisfacción; alegrándose de esa escena sin ser ellas las protagonistas y sentirse felices de que ellas no son yo. El pintor me agarra una nalga y tomamos la ruta que nos llevará al bar, a un motel de paso, a su casa, a una noche bajo la luna, a un rincón sin nombre para tomarnos la última ronda.


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