miércoles, 24 de octubre de 2012


Ángel de mi muerte

Por: Jorge Cabrera Piña.

Óclesis

“Ángel de mi muerte, funesta compañía
no me desampares en la noche de ese día,
porque morir solo no se si podría”.



No se exactamente de quien fue la idea de ir aquél día a la Comercial Mexicana, en ese entonces tendría yo unos tres años, o al menos una cierta edad donde uno como niño comienza a tener alguna noción del concepto de dios. En forma de vagos símbolos y en forma de temor, si el temor de dios puede definirse como la sensación que te acompaña la primera vez que entras, que te acuerdas que entras, a una iglesia, que no estaba muy lejos de la casa, ni de la plaza. Cuando tienes todo lo necesario es cuando la especie corre peligro, pero es también cuando se siente, más que decirse, que el mundo ha tomado su lugar y que podría estarse ahí para siempre, sin más sombras que las tragedias naturales de la vida.
En un local de uno de los pasillos camino al supermercado vendían, y sólo fue por un tiempo, figuras religiosas, me acuerdo, vírgenes (¡vaya cosa!) de yeso, santos y otras figuras del mismo material. Aún no me explico qué pasó ahí, pero vi un ángel que de lejos parecía negro, pero que estaba pintado de una especie de color bronce muy oscuro. La figura alada que sostenía una gran concha y que miraba sin expresión con cierto afable y angelical vacío que resultaba espeluznante, simplemente llamó mi atención, de una forma que no puedo explicar, y aunque mi madre sugirió uno de colores y blancas alas, el deseo estaba dado. La figura de yeso, tan pesada como inquietante, fue puesta en un clavo en lo alto de la pared donde se recargaba la cabecera de mi cama. Era una estampa que a mí me gustaba.
Algunas veces llegó a caerse y otras pocas a romperse, nada que no pudiera arreglarse con un poco de pegamento UHU, que entonces no existía y usábamos algo más que no puedo recordar que era. Por accidentes con la limpieza y con las mudanzas, que nunca faltaron; una vez perdió un ala completa y en otra la concha que parecía una canasta. Por alguna razón que desconozco lo que más me preocupaba era la cara, la cabeza... no lo entiendo. Pero el valiente ángel resistió algunos años. Ahora que recuerdo creo que fue mi madre quien comentó alguna vez -imagínate que se le caiga en la cabeza a alguien. Te descalabras -dije yo-, igual y hasta te mueres -dijo ella-. No pasó mucho tiempo, pero al cabo eso fue lo que pasó; se me cayó en la cabeza cuando estaba dormido.
Yo solía pensar en la muerte, como todo niño, de una forma saludablemente obsesiva, y me imaginaba que un terremoto de noche no me despertaría, y entonces le pedía al ángel o a quien fuese que me permitiera morir dormido para no sentir dolor. Le pedía que si algún día se me iba a caer encima, que lo hiciera de noche para no sentir el endemoniado golpe sangrante. Y así fue, un ángel de yeso pintado de negro me mató cuando tenía ocho años.

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