Ángel de mi muerte
Por: Jorge Cabrera Piña.
Óclesis
“Ángel de mi muerte, funesta compañía
no me desampares en la noche de ese día,
porque morir solo no se si podría”.
No se exactamente de quien fue la idea de ir aquél día a
la Comercial Mexicana, en ese entonces tendría yo unos tres años, o al menos
una cierta edad donde uno como niño comienza a tener alguna noción del concepto
de dios. En forma de vagos símbolos y en forma de temor, si el temor de dios
puede definirse como la sensación que te acompaña la primera vez que entras,
que te acuerdas que entras, a una iglesia, que no estaba muy lejos de la casa,
ni de la plaza. Cuando tienes todo lo necesario es cuando la especie corre
peligro, pero es también cuando se siente, más que decirse, que el mundo ha
tomado su lugar y que podría estarse ahí para siempre, sin más sombras que las
tragedias naturales de la vida.
En un local de uno de los pasillos
camino al supermercado vendían, y sólo fue por un tiempo, figuras religiosas,
me acuerdo, vírgenes (¡vaya cosa!) de yeso, santos y otras figuras del mismo
material. Aún no me explico qué pasó ahí, pero vi un ángel que de lejos parecía
negro, pero que estaba pintado de una especie de color bronce muy oscuro. La
figura alada que sostenía una gran concha y que miraba sin expresión con cierto
afable y angelical vacío que resultaba espeluznante, simplemente llamó mi
atención, de una forma que no puedo explicar, y aunque mi madre sugirió uno de
colores y blancas alas, el deseo estaba dado. La figura de yeso, tan pesada
como inquietante, fue puesta en un clavo en lo alto de la pared donde se
recargaba la cabecera de mi cama. Era una estampa que a mí me gustaba.
Algunas veces llegó a caerse y otras
pocas a romperse, nada que no pudiera arreglarse con un poco de pegamento UHU,
que entonces no existía y usábamos algo más que no puedo recordar que era. Por
accidentes con la limpieza y con las mudanzas, que nunca faltaron; una vez
perdió un ala completa y en otra la concha que parecía una canasta. Por alguna
razón que desconozco lo que más me preocupaba era la cara, la cabeza... no lo
entiendo. Pero el valiente ángel resistió algunos años. Ahora que recuerdo creo
que fue mi madre quien comentó alguna vez -imagínate que se le caiga en la cabeza
a alguien. Te descalabras -dije yo-, igual y hasta te mueres -dijo ella-. No
pasó mucho tiempo, pero al cabo eso fue lo que pasó; se me cayó en la cabeza
cuando estaba dormido.
Yo solía pensar en la muerte, como
todo niño, de una forma saludablemente obsesiva, y me imaginaba que un
terremoto de noche no me despertaría, y entonces le pedía al ángel o a quien
fuese que me permitiera morir dormido para no sentir dolor. Le pedía que si
algún día se me iba a caer encima, que lo hiciera de noche para no sentir el
endemoniado golpe sangrante. Y así fue, un ángel de yeso pintado de negro me
mató cuando tenía ocho años.
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