San José #138 Col. Santa Lucía
Por: Jorge CabreraÓclesis
Vivo en una calle
con el nombre de un santo en una colonia con el nombre de una puta ¿O era al
revés? Si lo fuera no podría decir que al menos de mi reino próximo puedo hacer
un sitio digno. Al diablo con esas falsas ideas burguesas que un día, sin más
ni más, abstraes de quién sabe dónde. Es una calle muy oscura, eso sí. No hay
nada que haga la diferencia, en mi vida no he sido más santa que puta, ni tampoco
más puta que santa. Porque hace falta ser mujer para encarnar a la vida misma.
Si se lo haces con un poco de esmero y resignación a sabiendas del estigma de
tu condición a él eres una santa, si se lo haces a otros pero no a él con poco
menos que el mismo esmero eres una puta. Como si la vida fuera eso, una pista
de contrastes: masculino-femenino, rosa o azul, casa o apartamento, intelectual
o deportista ¿Qué es esto? ¿Santa o Puta? Voy a escribir un libro un día que se
llame Puta, si ya hay uno que se llama Santa ¿Por qué no? Si todas las putas
son unas santas, aunque no se si esto se cumpla a la inversa.
Tienes que ser mujer
para saberlo, tienes que dejar de pensar en cosas de éstas y arrojarte a la
vida para buscarla en una ilusión líquida, sólo para encontrarla en la silueta
de una mala decisión y volver a perderla, en los pliegues de ese lecho ajeno.
Así son los sábados de quien maneja su existir sin demasiado cuidado ¿pero
quién sabe cómo hacerlo? Quién si uno tiende a dejarse ir, así, como si nunca
hubieras sido niña. “Usted nunca ha sido una niña de trece años” le contesta
una niña de celuloide a un doctor de guion cuando éste le dice que no comprende
por qué una niña de trece años quiere suicidarse, no entiendo tanto misterio.
Quizá he dejado de ser yo, quizá he dejado de ser. Por llevar, igual que todas,
el peso del mundo a cuestas. Si pudiera, si tan sólo pudiera encontrar una
razón...
¿Romina con quién
hablas? Apaga eso- dijo su hermana, que no soportaba el ruido de la secadora de
cabello. Cada vez le preocupaba más, pero el lunes sin falta haría la llamada
que tanto había postergado, como decidida a arrojar una esperanza obligada para
que el pez preocupante mordiera el anzuelo y se diera cuenta ¿De qué? ¿Había
que darse cuenta de algo? Tal vez no fuera para tanto, pero el caso es que
lamentó que fuera sábado en la noche y que las decisiones trascendentales
tuvieran que caer en esa hora. Por qué -se preguntó Estela- cuando te decides a
hacer algo que sabes de tiempo y que es tu única opción, pero no haces (por
cobarde, esa es la verdad) resulta que no puedes. Son pruebas, pruebas de
voluntad... no sé, tal vez deba ir también yo -dijo y apagó la luz, una lúgubre
ambulancia pasó por la avenida y llenó con su resplandor sonoro la triste
noche.
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