martes, 25 de septiembre de 2012


CIEN AÑOS EN EL TIBET

Patricio Cruz
Óclesis

Fuente de imagen:
http://www.allposters.es/-sp/Siete-anos-en-el-Tibet-Posters_i7069234_.htm
El año pasado, allá por noviembre, tuve la paradójica fortuna de ya haber aprendido a leer, pues fui testigo del monumental programa que el Festival Internacional de Puebla nos tenía preparado. Sentí aún más benditos mis ojos al enterarme de la presentación de un par de grupos de danza –contemporánea ambos- en eruditas sedes angelopolitanas: nuestros mercados, se trataría del Mercado Hidalgo, el Mercado Zapata y el Mercado Independencia.

            La estampa estaba lista: el aroma descendiendo libre y soberano en los espacios, exentos de desperdicio y de manteca; no chicharrón, no humo negro de motor ni de miradas; los pasillos despejados de mugre y pasos, y una sordera en pos del asesinato de la cumbia y el reggaetón; sillas, bayas, escenarios montados sobre sueños, sin astillas ni inseguridades; sonido excelso y, finalmente, el público en sus más óptimas condiciones de apreciar el arte en su más dinámica postura.

            Entonces comenzaría el espectáculo, forjado en el esplendor de nuestra cultura y la exquisitez de nuestros hábitos: terminaría con la ovación, los autógrafos, las entrevistas para radio, televisión e internet, las fotos de prensa, el contrato listo para asegurar un par de presentaciones más y, por supuesto, una justa remuneración. ¿No es eso lo que sucede en los grandes Festivales Internacionales alrededor del mundo? ¿No nos ha dejado algo de eso –sea en su perspectiva del glamour, o en la conformidad como creador- nuestro magno Festival?

            No. El abismo entre la exactitud de mis palabras y el vacío de la realidad que tocó aquellos días, es insanamente ancho. La mugre, escenarios mal montados para las exigencias de la danza contemporánea, el ruido, el tráfico, mucha, mucha gente que, o no entendió qué pasaba en escena, o no le importó un carajo lo que allí sucedía. Hubo peligro en esta acción, pues lejos de acercar a la gente al arte, pudieron también haber causado una degradación de éste. Por qué no bajaron mejor los precios para ver al Ballet de Kiev, o a Fillipa Giordano, o al Bolshoi, o a Joaquín Cortés, si es que ese acercamiento cultural era su intención. Ahora que, si la intencionalidad apuntaba a no gastar, no he dicho nada.

            La hora más negra podría envolvernos si nuestros líderes no piensan mejor sus planeaciones culturales; ya, justo en este instante, vivimos en un cementerio de artistas. ¿Qué pasó con esos tiempos en que la Angelópolis vio tocar el violín de Ruggiero Ricci, al Cuarteto de Moscú o a la Coral Schubert Wuppertal en su, al parecer olvidado, viejo festival “Puebla, Ciudad Musical”?, esos tiempos en que le pagaban al artista, se le facilitaba el espacio y el patrocinio, se le respetaba tanto como a un abogado. Tal vez nuestros gobernantes necesitan, como Brad Pitt, pasar una pequeña temporada en el Tibet, unos cien años, con ello se limpiarían espiritual e intelectualmente, tal vez hasta tendríamos nuestro propio Dalai Lama, ojalá no nos lo rapten los chinos. Claro, no tendrían mansiones, ni coches ni electrodomésticos de alta tecnología, pero qué vale todo eso por la purificación del ser. Por eso convoco a una colecta estatal para su boleto de avión y víveres; guía tibetano, intérprete chino y caballos incluídos; aplican restricciones.
 
Puebla, pue. 15 de enero de 2006.
Texto publicado en Momento Diario.

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