sábado, 1 de septiembre de 2012


Si el mundo era escritura divina,

la palabra busca restituir la revelación.

Apunte de D. D.

 

Aleluya de un artificio


I


Y se orza la nave. El ritmo de la niebla hecha vaho y los rastros impregnados en el mundo erótico se tiñen en la carne. Los brazos se hacen de los remos, la palabra se instala al timón; aparecen mis ojos.

                                              La velocidad aumenta, la electricidad de mis sentidos se extiende por los surcos en los vientres de las olas. La proa inicia el canto, las hojas se beben el mar y bajo la tierra los óvulos estallan sus fuentes; nacen las criaturas, el desierto se hace de arena

                           y el aire

                              amamanta

                              los troncos asidos a la nave.

La trayectoria de la proa hunde la nota que activa el movimiento del silencio y de la crisálida del caos las alas de alguna armonía buscan el cultivo en el suelo firme. Entonces hay un muto amanecer eterno entre las pieles nacidas tras la primera lluvia y el poder de mi mano sobre la eyaculación de la tinta recreando la explosión sobre la fertilidad en la desnudez de una plana blanca.

Los nombres de aquellos,

                                         las voces que se perpetúan en el amanecer del que está siendo,

                                                         la traición perfecta que revela

                                                                          los manantiales de los senos,

los pastos y sus ciclos, ruedas como instrumento, la visión en donde el ajeno transmigra el tacto, el culto por el calvario divino, la invención de la luz y el fuego, una danza y la célula fotoeléctrica haciéndose de la respiración.

 

II

Ahora el universo afuera, mientras, copulan las historias multiplicándose sobre las superficies como formas perennes. Se extienden, se mezclan en los cantos.

                                  La purificación brota en las lágrimas de la parafina

                                  que alumbra la proporción áurea

                                  y los sueños ajenos con el sentido varado,

                                  unido al cauce de la marcha del líquido asesinado por la multitud de rostros verticales en la cima del mundo.

La letra finge la caricia convencional de un puño mecanizado por la ausencia del instinto; hay pensamientos fragmentados sobre las córneas de la luna y mi ser incautado en el veneno sin frío, en la risa amante de la noche que muda de cuerpo, en el tacto vacío de la respiración y su galope helado en la erupción de las venas.

      Y la voz se hincha en el viaje del tiempo.

 

III

Cierro los ojos y la humildad natural con sus hijos como producto puro; acaricio la rutina cíclica de las moradas acostumbradas, acaecidas sobre el llano árido de las sonrisas.

El sacrificio, el mundo se crea, sobrevivimos, y apenas el aire se respira bajo algunas aldabas que se oxidan en la luz de las lunas artesanales del nuevo ser.

Me encuentro al descubierto, me reconozco dentro de la multitud de colores, manifestado, con la posteridad en la aparición de la diferencia; los aspectos del fenómeno externo que me hacen contradictorio:

y los manantiales se polarizan;

   los nombres de aquellos se polarizan;

                                     las voces,

                                     los clamores,

                                     el culto y lo divino se polariza.

Las primeras contradicciones,

el choque final se inicia y la interrelación se hace recíproca.

 

La pausa del ruido hace el silencio.

 

IV

Hay un gemido que no cree en las caricias acomodadas en las yemas de los dedos, en el prejuicio que agobia a los brazos cuando la mueca no finge y la cretina luz asoma a la ventana. La sombra lunar se hace cómplice, el instinto sigiloso se desplaza sobre la gasa de los labios, entre las pupilas que visten la hondonada y el instante queda clausurado.

Cruje el galope. La sensibilidad de las condiciones iniciales se aferra al despertar solitario. Una conciencia,

                              el asiento trasero en la función,

el brindis con un rostro furtivo en el cuarto de un sucio hotel; la cuota, los restos girando en el agua ahogada, un puño, la luz de un cigarrillo alimentando el crecimiento de los tallos y sus raíces, los menesteres del acto, la doctrina y el atuendo perfecto vestido con mi nombre. El crin bajo mi olfato se crespa. Me agazapo entre la maleza y aguardo el momento perfecto. Mis ojos crepitan en la dirección de la presa, el deseo mimetizado en versos que callan de silencio, la orbe en espera de los restos y en pocas brazadas alcanzo su cuerpo. Mis fauces hacen el trabajo asidas al cuello mientras sólo queda a la espera el pábulo en la conversación del inquieto.

La nave anclada,

el sabor del quilo en la piel del último de los besos.

Cierra sus ojos y su cuerpo ahora mi alimento, en la alacena, resta preocupación hasta la siguiente cacería.




Texto publicado en la revista Óclesis 3.

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