Si el mundo era escritura divina,
la palabra busca restituir la revelación.
Apunte de D. D.
Aleluya de un artificio
I
Y
se orza la nave. El ritmo de la niebla hecha vaho y los rastros impregnados en
el mundo erótico se tiñen en la carne. Los brazos se hacen de los remos, la
palabra se instala al timón; aparecen mis ojos.
La velocidad aumenta, la electricidad de mis sentidos se extiende por
los surcos en los vientres de las olas. La proa inicia el canto, las hojas se
beben el mar y bajo la tierra los óvulos estallan sus fuentes; nacen las
criaturas, el desierto se hace de arena
y el aire
amamanta
los troncos
asidos a la nave.
La trayectoria de
la proa hunde la nota que activa el movimiento del silencio y de la crisálida
del caos las alas de alguna armonía buscan el cultivo en el suelo firme.
Entonces hay un muto amanecer eterno entre las pieles nacidas tras la primera
lluvia y el poder de mi mano sobre la eyaculación de la tinta recreando la
explosión sobre la fertilidad en la desnudez de una plana blanca.
Los nombres de aquellos,
las voces que se perpetúan en el amanecer
del que está siendo,
la traición
perfecta que revela
los manantiales de los senos,
los pastos y sus ciclos, ruedas como
instrumento, la visión en donde el ajeno transmigra el tacto, el culto por el
calvario divino, la invención de la luz y el fuego, una danza y la célula
fotoeléctrica haciéndose de la respiración.
II
Ahora el universo
afuera, mientras, copulan las historias multiplicándose sobre las superficies
como formas perennes. Se extienden, se mezclan en los cantos.
La
purificación brota en las lágrimas de la parafina
que alumbra
la proporción áurea
y los sueños
ajenos con el sentido varado,
unido al cauce de la marcha
del líquido asesinado por la multitud de rostros verticales en la cima del
mundo.
La letra finge la
caricia convencional de un puño mecanizado por la ausencia del instinto; hay
pensamientos fragmentados sobre las córneas de la luna y mi ser incautado en el
veneno sin frío, en la risa amante de la noche que muda de cuerpo, en el tacto
vacío de la respiración y su galope helado en la erupción de las venas.
Y la voz se hincha en el
viaje del tiempo.
III
Cierro los ojos y
la humildad natural con sus hijos como producto puro; acaricio la rutina
cíclica de las moradas acostumbradas, acaecidas sobre el llano árido de las
sonrisas.
El sacrificio, el
mundo se crea, sobrevivimos, y apenas el aire se respira bajo algunas aldabas
que se oxidan en la luz de las lunas artesanales del nuevo ser.
Me encuentro al
descubierto, me reconozco dentro de la multitud de colores, manifestado, con la
posteridad en la aparición de la diferencia; los aspectos del fenómeno externo
que me hacen contradictorio:
y los manantiales
se polarizan;
los nombres de aquellos se polarizan;
las voces,
los clamores,
el culto y lo divino se
polariza.
Las primeras
contradicciones,
el choque final
se inicia y la interrelación se hace recíproca.
La pausa del
ruido hace el silencio.
IV
Hay un gemido que
no cree en las caricias acomodadas en las yemas de los dedos, en el prejuicio
que agobia a los brazos cuando la mueca no finge y la cretina luz asoma a la
ventana. La sombra lunar se hace cómplice, el instinto sigiloso se desplaza
sobre la gasa de los labios, entre las pupilas que visten la hondonada y el
instante queda clausurado.
Cruje el galope.
La sensibilidad de las condiciones iniciales se aferra al despertar solitario.
Una conciencia,
el asiento
trasero en la función,
el brindis con un
rostro furtivo en el cuarto de un sucio hotel; la cuota, los restos girando en
el agua ahogada, un puño, la luz de un cigarrillo alimentando el crecimiento de
los tallos y sus raíces, los menesteres del acto, la doctrina y el atuendo
perfecto vestido con mi nombre. El crin bajo mi olfato se crespa. Me agazapo
entre la maleza y aguardo el momento perfecto. Mis ojos crepitan en la
dirección de la presa, el deseo mimetizado en versos que callan de silencio, la
orbe en espera de los restos y en pocas brazadas alcanzo su cuerpo. Mis fauces hacen
el trabajo asidas al cuello mientras sólo queda a la espera el pábulo en la
conversación del inquieto.
La nave anclada,
el sabor del quilo en la piel del último de los besos.
Cierra sus ojos y
su cuerpo ahora mi alimento, en la alacena, resta preocupación hasta la
siguiente cacería.
Texto publicado en la revista Óclesis 3.
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