lunes, 20 de agosto de 2012


Monólogo

Por: Miguel Ángel Vega



Estoy saboreando la decadencia póstuma de mis días y no puedo dejar atrás el terror que me invade todavía. La denigrante moral y los absurdos dogmas que pregona esta estúpida sociedad corrompida desde su naturaleza, que suele achacar a la raza de libertinos los males vesánicos. Arrastro con este cuerpo marchito, por la intriga del tiempo, dulces placeres reclamados desde la carne. La injuria me calienta la cabeza y sigo pensando que no hay tregua en la impunidad del deseo fogoso yugo de nuestra piel. Siempre he querido demostrar que el cuerpo es una zona, un mapa, un territorio sobre el cual se pueden ejercer las más crueles experiencias de poder. Nada más simple que encontrar el envilecimiento y rebajarse en los goces de la deliciosa perversión. Durante mi estancia en La Bastilla me diagnosticaron “demencia libertina”, ¿Será por mis orgías sin fin en la casa de Madame  Hecquet? Uno siempre gusta de escuchar lo que se complace en merecer y es imposible saber hasta dónde puede llegar el hombre que haya sido creado sensible a este placer. Ahora me dirijo por última vez al teatro en Charenton. Tal vez es ahí donde encuentro  cura a mis asedios y criminales pensamientos. La antigua sala del blanco cantón diseñada para 20 ó 30 espectadores que esperan  mi mejor actuación, mi última actuación. De todos los lugares, aquí encuentro refugio a mi perseguida locura, en espera de que el acto aborte ante los ojos del público; que cimbre la voz desde las entrañas; que suden los huesos cuando el primer pie esté plantado en el escenario; cuando mirándonos, el horizonte perdido en polícromas luces nos carcoma el alma, inmersos en el efímero instante de la sangre viva, succionados en la perpetua ensoñación de las palabras que arden, de los personajes que muerden, una simple transmutación.


Imagen tomada de http://www.nuevaeraonline.com.mx/cultura-de-las-drogas-en-mexico-la-inutil-prohibicion/


Se levanta el telón. Ya no soy el mismo. El tiempo se detiene. Los recuerdos asaltan a traición. Explota el corazón. Mis músculos se crispan. Comienzo a actuar. ¡Me corro dentro de mí!

“¡Desdichado! ¡Sólo te creía sociniano, tenía armas para combatirte, pero veo claramente que eres ateo, y desde el momento en que tu corazón se niega a la inmensidad de las pruebas auténticas que recibimos cada día de la existencia del creador, no tengo nada más que decirte!.”

La obra se consumó. Y soy el hombre más feliz de esta tierra, aunque mi final ya se aproxima. Se me comunicó la sentencia, estoy condenado a ser quemado en efigie. Pero la noche no ha llegado a su fin. La lujuria me espera en donde lo más delicioso de los cuerpos puede tener lugar. El que ama con ardor las cosas descubre placer en hacerlo. No hay maldad en mis actos, me place corromper las divinas leyes, profanar caricias absueltas en el fuego que alumbran todas nuestras recónditas fantasías, trastornarme en el deseo, con inclinaciones ardorosas, con escandalosas pasiones, entregado únicamente a este mundo para enterrarme a ellas y para satisfacerlas, consciente de esta fascinante debilidad.  No me arrepiento... pero... ¡Dios! ¡Dios! ¡Por qué me quitas lo que tanto deseas!

En la calle que principalmente se llama Sodoma nada más simple que amar el envilecimiento y encontrar goces en el desprecio. La bajeza es un goce muy familiar a ciertos espíritus; uno gusta de escuchar lo que se complace en merecer, y es imposible saber hasta dónde puede llegar en esto el hombre que ya no se sonroja de nada. Es lo mismo que la historia de determinados enfermos que se complacen de su cacoquimia. “Cuanto más razonable debería ser mi maldita cabeza, se trastorna y se vuelve libertina. Ganímedes de ese nuevo Júpiter.” Que el fuego de esta sensibilidad sólo alumbre nuestros placeres.

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