Monólogo
Por: Miguel Ángel Vega
Estoy
saboreando la decadencia póstuma de mis días y no puedo dejar atrás el terror
que me invade todavía. La denigrante moral y los absurdos dogmas que pregona
esta estúpida sociedad corrompida desde su naturaleza, que suele achacar a la
raza de libertinos los males vesánicos. Arrastro con este cuerpo marchito, por
la intriga del tiempo, dulces placeres reclamados desde la carne. La injuria me
calienta la cabeza y sigo pensando que no hay tregua en la impunidad del deseo fogoso yugo de
nuestra piel. Siempre he querido demostrar que el cuerpo
es una zona, un mapa, un territorio sobre el cual se pueden ejercer las más
crueles experiencias de poder. Nada más simple que encontrar el envilecimiento
y rebajarse en los goces de la deliciosa perversión. Durante mi estancia en La
Bastilla me diagnosticaron “demencia libertina”, ¿Será por mis orgías sin fin
en la casa de Madame Hecquet? Uno
siempre gusta de escuchar lo que se complace en merecer y es imposible saber
hasta dónde puede llegar el hombre que haya sido creado sensible a este placer.
Ahora me dirijo por última vez al teatro en Charenton. Tal vez es ahí donde
encuentro cura a mis asedios y
criminales pensamientos. La antigua sala del blanco cantón diseñada para 20 ó
30 espectadores que esperan mi mejor
actuación, mi última actuación. De todos los lugares, aquí encuentro refugio a
mi perseguida locura, en espera de que el acto aborte ante los ojos del
público; que cimbre la voz desde las entrañas; que suden los huesos cuando el
primer pie esté plantado en el escenario; cuando mirándonos, el horizonte
perdido en polícromas luces nos carcoma el alma, inmersos en el efímero
instante de la sangre viva, succionados en la perpetua ensoñación de las
palabras que arden, de los personajes que muerden, una simple transmutación.
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Imagen tomada de http://www.nuevaeraonline.com.mx/cultura-de-las-drogas-en-mexico-la-inutil-prohibicion/ |
Se levanta el telón. Ya no soy el mismo. El tiempo se detiene. Los recuerdos asaltan a traición. Explota el corazón. Mis músculos se crispan. Comienzo a actuar. ¡Me corro dentro de mí!
“¡Desdichado! ¡Sólo te creía sociniano, tenía armas para combatirte,
pero veo claramente que eres ateo, y desde el momento en que tu corazón se
niega a la inmensidad de las pruebas auténticas que recibimos cada día de la
existencia del creador, no tengo nada más que decirte!.”
La obra se consumó. Y soy el hombre más feliz
de esta tierra, aunque mi final ya se aproxima. Se me comunicó la sentencia,
estoy condenado a ser quemado en efigie. Pero la noche no ha llegado a su fin.
La lujuria me espera en donde lo más delicioso de los cuerpos puede tener
lugar. El que ama con ardor las cosas descubre placer en hacerlo. No hay maldad
en mis actos, me place corromper las divinas leyes, profanar caricias absueltas
en el fuego que alumbran todas nuestras recónditas fantasías, trastornarme en
el deseo, con inclinaciones ardorosas, con
escandalosas pasiones, entregado únicamente a este mundo para enterrarme a
ellas y para satisfacerlas, consciente de esta fascinante debilidad. No me arrepiento... pero... ¡Dios! ¡Dios!
¡Por qué me quitas lo que tanto deseas!
En
la calle que principalmente se llama Sodoma nada más simple que amar el
envilecimiento y encontrar goces en el desprecio. La bajeza es un goce muy
familiar a ciertos espíritus; uno gusta de escuchar lo que se complace en
merecer, y es imposible saber hasta dónde puede llegar en esto el hombre que ya
no se sonroja de nada. Es lo mismo que la historia de determinados enfermos que
se complacen de su cacoquimia. “Cuanto más razonable debería ser mi maldita
cabeza, se trastorna y se vuelve libertina. Ganímedes de ese nuevo Júpiter.”
Que el fuego de esta sensibilidad sólo alumbre nuestros placeres.
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