sábado, 11 de agosto de 2012

Volición

Por: Hugo I. López Coronel

Óclesis

                         I

Toca mi piel y dime lo que sientes
Toma mi mano
                        muéstrame
la mirada que vendrá,
las letras escritas
                           el instante,
la barca, el viaje y algo
de otra verdad.

Se acomodó el cabello. Corto. Notas musicales navegan por la habitación, invaden con imágenes de aromas ya extraños. Los restos del nido arácnido pegados a los vidrios, el instante de las lágrimas de la aurora, las damas y los caballeros, la palabra maula, los ataúdes, los salones de armas y los rizos dorados de las Diosas. Ahora, se construye el tiempo para iniciar la danza de las horas líquidas que son parte de la llovizna, de la ausencia que enseña a perder cuando se estrena corazón con las gotas de aire colgando a los pies.
Repasa la línea negra de sus ojos. Su silueta presa por la luz se refleja: es escote amplio, faz pulida, piel apacible, senos erguidos y casi menos dolor por callar. Da unos pasos hasta la ventana. Mira su reloj. Movimientos, son ligeros, delicadamente. Vuelve la vista.
Cierra los ojos. La oscuridad, la distancia. Viaja, se aleja en la infinita melodía. Los sueños gravitan. El aroma de la noche la envuelve. Los labios guardan silencio comiéndose a la lengua en pequeños trozos llamados palabras y escritas. El sabor de las sábanas la agitan, desliza los dedos sobre el cuello y el paladar lo hace entre los dientes. Monta vuelo sobre las simas del poniente. Abre sus ojos. Vuelve a poner la mirada. La luz se fragmenta en el reflejo, casi ciego al otro. Casi mudo al otro, casi horas de amor por crear.

II
A mi lado,
           mirando mis ojos.
Quizá sólo conté círculos,
 quizá fingí estar dormido.

Sólo fue una taza de café y pagó la nota al salir. Había que dar pasos, cruzar calles y encontrar hojas esparcidas en las historias. Los mensajeros siempre habían regresado para entregar los paquetes.
Aquella tarde tenía que salir, resultaba ya el último día. Caminó de regreso. Una esquina, la misma esquina, una esquina y la misma esquina, es otra, esquina.
Rostros infragantes, moléculas de polvo, teces malvas de bípedos perdidos, acaudalados en curtidas pieles milenarias de civilización insolente y a cuestas. Detiene el paso y ya nadie lo mira, otra vez, nunca, lo miran. Encuentra la llave, apenas, cierra la puerta y olvida el olvido. La vida son inversos por armar. El frío es el instante neutral antes de parir al Dios y sentir estar en pie. Aquí ya hay conciencia, llegó en acuse de recibo.

III

Conviene, en siluetas nocturnas
                        revolver el tiempo.
                    Sanear el cuerpo
 en sangrías malhechas
                                                          y tan necesarias.

Al entrar la encontró con el atuendo callado. Él, otra vez envejece con los nombres mordidos y pare la Era cuantas veces las ganas se lo exigen. Es extraña esta tarde, no hay nada, sólo la realidad que se puede respirar ahogada en los pinceles de este creador.
El atuendo callado responde nuevamente y él trata de ignorarlo. Pierde la mirada en los muros en compañía del hambre de la luz por devorarlo todo.
No quiere la sentencia, no quiere sujetar los velos mientras ella espera al alba, enroscada en pequeñas teclas hechas de vaho y repletas de hilos que amarran multitudes de instantes en el sosiego. Permanece en silencio consultando los muros, esperando las figuras de los vidrios del alma. Sintió tanto miedo al saberse que sería nombrada. Se aferró al atuendo e intentó distraer  nombrando a la tarde extraña. Ella, quería pinceles.

IV

Que no baste sólo caer
el polvo también lo hace.
Hubo días.
Habrá noches.

Tomó el final y lo hizo perdido. Decidió instalarse en un rato de ausencia. Pareció haber vivido. Arrojó la pluma. No le pondrá nombre. Ahora cierra la palabra.


Texto publicado en Revista Óclesis número 1.

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